El mentidero
El síndrome Peter Pan
Ellas se ponen bótox y ellos zapatillas. Al final es el mismo complejo: hacerse mayor
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Iniciar sesiónNo ha terminado agosto y empiezo a recibir invitaciones para cosas a finales de septiembre. La tribu sigue en Formentera, aunque me han dicho que empiezan a mirar hacia Menorca y otras islas más asequibles, porque las cosas se están poniendo muy caras en la ... isla menor. Mucho italiano y las casas de alquiler a precio de piso modesto entre la M-50 y la que vendrá después. Los políticos, gracias al fin del verano, dejarán de hacer declaraciones con esa vestimenta de chiringo de playa que molesta el doble viniendo de ellos.
No puedo con las camisas guayaberas que gastan los del Partido Popular, siempre en colores que podrían ser motivo de despido de cualquier empresa normal. Hay un tema con los colores veraniegos pero creo que estamos tan saturados que ya lo dejamos para el año que viene. Me pasa lo mismo con el look de chaqueta y zapatillas de deporte. ¿Por qué nadie asume la edad que tiene? Hay un síndrome Peter Pan arrasando en los cincuentones y sesentones. Ellas se ponen bótox y ellos zapatillas. Al final es el mismo complejo: hacerse mayor.
Y ahí está el paisaje de hoy en día: la calle como pasarela de eternos adolescentes. Basta sentarse en una terraza del centro para contemplar cómo desfilan, en pleno mediodía, señores con deportivas fluorescentes; damas que combinan vestidos con un rostro estirado que brilla más que el escaparate de una joyería; jóvenes de espíritu que, en realidad, ya rondan la jubilación, pero insisten en llevar mochilas con estampados de superhéroes, como si Batman fuera a salvarles del paso del tiempo.
El fenómeno no es exclusivo de un barrio ni de una clase social: atraviesa como fiebre común todas las aceras. El dependiente de ferretería luce camisetas de equipos de la NBA que jamás ha visto jugar; la ejecutiva de banco se planta vaqueros rotos que solo deberían permitirse quienes aún no pagan hipoteca; el profesor universitario se presenta en clase con sudadera de capucha y auriculares gigantes, como si acabara de escaparse de un festival. Todos, absolutamente todos, parecen empeñados en desmentir la biología con un 'look' cuidadosamente estudiado.
Los más aplicados en esta asignatura de la negación son los varones de cincuenta y tantos. Hace apenas veinte años se distinguían por la chaqueta azul marino, el zapato castellano y el cinturón de piel. Hoy, en cambio, parecen escapar de cualquier convención adulta: llevan zapatillas blancas de marca —a ser posible impolutas, aunque las arrastren por calles polvorientas—, pantalones ajustados que luchan contra la gravedad abdominal y camisetas con mensajes en inglés que nunca sabrán traducir. Se trata, dicen, de «vestir casual». Pero lo casual se convierte en uniforme, y lo espontáneo en ridículo cuando todos, desde el dentista hasta el concejal, repiten la misma receta.
En el caso de ellas, el asunto es más complejo. La industria cosmética ha convertido el síndrome de Peter Pan en un filón inagotable. Si antes el rostro mostraba con dignidad las arrugas de las carcajadas, ahora se alisa a golpe de jeringuilla hasta quedar con expresión de máscara veneciana. A esa superficie inmóvil se suman faldas juveniles, zapatos con plataforma y bolsos diminutos que apenas caben en la mano. Es un espectáculo ver a estas mujeres, con nietos esperándolas a la salida del colegio, acomodar sus cuerpos en sillas mínimas de cafetería mientras disimulan la lucha del paso del tiempo.
El costumbrismo, que nació para retratar con cierta ternura las manías del pueblo, se encuentra hoy con material de sobra, aunque difícil de describir sin una dosis de ironía amarga. ¿Qué retrato puede hacerse de una sociedad en la que el miedo a envejecer se ha convertido en norma estética? La ropa ya no abriga ni decora: es un grito desesperado contra el calendario. No hay conversación de sobremesa en la que no aparezca la queja sobre el precio de las cremas, la incomodidad de los pantalones estrechos o lo difícil que resulta encontrar una talla que «favorezca». Pero al día siguiente, todos vuelven al mismo ritual: se enfundan sus zapatillas rosas, se ajustan la chaqueta corta y se lanzan a la calle con la convicción de que así engañan al tiempo. La ilusión dura lo que un escaparate iluminado; el espejo del metro devuelve la verdad a los pocos segundos.
Quizá lo más curioso es la unanimidad: nadie reconoce estar dentro del juego, pero todos participan. Como en aquellas viejas estampas costumbristas donde se describía al vecino que presumía de sombrero nuevo, ahora podría señalar al jubilado disfrazado de universitario, a la ejecutiva con rostro congelado, al político de guayabera tropical. Todos forman parte de la misma procesión laica en honor a la juventud perdida.
Y mientras tanto, los niños —los verdaderos— observan en silencio. Crecen rodeados de adultos que quieren ser como ellos, que imitan su ropa, su forma de caminar y hasta su manera de hablar. Quizá, dentro de unos años, ya no sepan distinguir dónde termina la juventud y dónde empieza la madurez. Tal vez se nos esté olvidando que hacerse mayor también es un arte, uno que ninguna zapatilla fluorescente ni bótox bien aplicado podrá reemplazar.
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