Rebelión vecinal en la Cañada Real: «Por culpa de los que cultivan marihuana, pagamos todos»
ABC recorre el sector VI del mayor asentamiento de España, sublevado por los cortes de luz a causa de los numerosos enganches ilegales
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Iniciar sesiónAsomarse, aunque solo sea unas horas, al Madrid que nadie quiere ver es una receta infalible para despejar cualquier atisbo de prejuicio. Más ahora, cuando el sector VI de la Cañada Real vive sus días más oscuros. En esta zona del poblado, la más ... conflictiva por antonomasia, ochocientas familias de distinta clase y condición residen a duras penas mientras la electricidad hace ya un mes que llega a cuentagotas. Sin luz ni agua caliente, el milagro de lo cotidiano se celebra como un gol decisivo en el último minuto. «¡Mouad, Mouad, ven aquí, ven!». Pero Mouad, un adolescente de 16 años que esta mañana no ha querido ir al colegio para evitar las burlas de sus compañeros, prefiere ignorar a su madre. «Lleva dos días sin ir. Me dice “estoy fatal, por la ropa, por el pelo, por la ducha”», argumenta su progenitora Jaima, consciente de la difícil situación que atraviesa el enclave: «Nosotros no tenemos marihuana, pero sufrimos las consecuencias. Entrad en casa y veréis cómo estamos». Dicho y hecho.
A sus 50 años, esta mujer no pierde la hospitalidad ni en la más dura de las situaciones. «Cuando tengamos luz de nuevo, venís y os preparo cuscús», dice confiada. Dentro, las bombillas se acaban de encender tras la enésima noche fundidas a negro. La nevera está apagada y en mitad de la cocina un pequeño hornillo de carbón calienta el perolo de agua con el que ella, su marido y sus dos hijos, el propio Mouad y Walid, de 19 años, tendrán que asearse para afrontar una nueva jornada. «Así no se puede vivir», añade tajante antes de volver a la calle. Cubierta por el hiyab y la mascarilla, Jaima ríe, bromea, celebra la vida... pese a todo. A su lado, Amina explica pausada el delicado trance que ella y su familia atraviesan: «Al menos Jaima tiene algo de luz natural, pero en la mía no entra nada».
La hospitalidad de Amina es un fiel anticipo de lo que proyecta su hija Basma, encantadora y madura a partes iguales. Otro golpe al corazón de los prejuicios. Tiene solo 16 años y cursa tercero de ESO en el instituto Santa Eugenia. Es aplicada, saca buenas notas, quiere ser pediatra. Pero este año seguir el ritmo escolar ha empezado a ponerse cuesta arriba. «Nuestra clase es la más atrasada de todo el centro», advierte resignada, a la espera de una solución que no llega. «El problema es que nos mandan correos electrónicos, deberes por el aula virtual y no podemos verlos», añade con la seguridad de conocer la realidad que rodea a su clase: «La mitad de los estudiantes vive en la Cañada».
Mientras Basma habla, Amina escucha en silencio. Espera a que su hija termine para enseñar su despensa: cuatro cajas apiladas en el patio, que «conservan» el frío de los pocos alimentos perecederos que pueden almacenar: «Compramos cada día la comida justa para que no se eche a perder». La procesión de clientes que acude a diario hasta la pequeña tienda de Samir refrenda la encrucijada. «Perdone, me das un limón», le pide una niña al otro lado de la puerta que el tendero mantiene semicerrada debido a la epidemia. «Aquí tienes», contesta él, en la penumbra, con la única luz del comercio enganchada a un pequeño generador alimentado por la batería de la furgoneta: «Los congeladores los tengo vacíos. Esto es una ruina».
El tránsito por la Cañada representa una sucesión de escenarios dispares. Las familias de origen magrebí dejan paso a las españolas, muchas de ellas apostadas a las puertas de sus parcelas. «Los niños no van al colegio en señal de protesta», advierte una mujer sin querer ahondar demasiado en el fondo del asunto. «Lavamos a mano y por la noche estamos con velas. ¿Así cómo quieren que vivamos en condiciones», respalda otra. En esta parte del poblado, la vecindad se entremezcla con el deambular de personas drogodependientes que acuden hasta el lugar para adquirir sus dosis. «Eso de ahí es otro mundo», incide un joven a la altura de la parroquia de Santo Domingo de la Calzada.
En la fila de casas más próximas a la A-3, Antonio Bruno, al que todos llaman Gato, pasa las horas muertas frente a las ruinas de su vivienda derribada pocos días atrás. En compañía de su mujer y la familia vecina, que también se ha quedado sin casa, Gato no tiene reparos en reconocer que él fue uno de los detenidos en la última redada de la Policía Nacional, realizada el pasado viernes por la noche. «Tuvimos un incendio dentro y al entrar los agentes descubrieron las plantas», explica cinco días después. Los tres primeros los pasó en dependencias policiales antes de que el juez le dejara en libertad con cargos. Desde entonces, no ha podido ducharse ni cambiarse de ropa. «Tampoco he visto a mis hijos, que están en busca y captura, ni a mis nietos».
A pesar de que este hombre, hermano del líder del clan de los Bruno, cuenta con un largo historial de arrestos, asegura esta vez que solo le han pillado 53 plantas de marihuana. «A mi me coges con diez kilos de droga y me caen cinco o seis años y digo “ole, ahí tus huevos, me habéis cazado y asumo la pena”. Pero no me derribéis la casa», remarca. Lo cierto es que todos sus afines tienen claro que la culpa de su complicada subsistencia guarda relación con el Comisionado para la Cañada Real y el departamento de Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid.
En el bar «de la rumana», a la entrada del asentamiento, Juan José Escribano Cabello, fundador de la extinta asociación de vecinos de la Cañada Real y elegido ahora a mano alzada representante de los actuales residentes, protesta por lo que considera un problema con el suministro eléctrico, « enquistado durante 36 largos años». «Los enganches no son ilegales, lo que pasa es que no están autorizados», argumenta en alusión a una ley franquista «que dictaminaba que este tipo de poblados están exentos del pago de la luz por razones humanitarias».
Con la pierna escayolada, este individuo, considerado una autoridad por la gran mayoría de moradores, alude al hecho de que no tienen posibilidad de instalar un contador para abonar los recibos de electricidad. «No nos dejan, si pudiéramos pagar la luz y hubiera gente que no lo hace, no habría excusa para defender a esas familias», cuenta con firmeza, mientras recibe la aprobación del resto de clientes. Cuestionado por el tráfico de droga, Juan José admite que hay trapicheos, «pero nada de mafias organizadas»: «A un corral de gallinas no se le puede llamar granja».
La sobrecargra en la red del 500 por ciento, provocada presuntamente por las plantaciones de marihuana, ha derivado en una oleada de protestas y disturbios a los pies de la A-3: «Cada vez va menos gente, porque al final cobran», corta el «presidente» respecto a las reiteradas actuaciones policiales para evitar que los concentrados corten el tráfico en la citada autopista. El Madrid más oscuro, a solo 15 kilómetros del centro de la capital.
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