El duelo de Serafín Marín

La corrida de Villamarta complicó las cosas con su falta de raza, y Serafín echó mano de arrojo y entrega para no defraudar a los paisanos y abrir la puerta grande. ¡A hombros! No dejó pasar el tiempo. A comienzos de la temporada siguiente la confirmación del doctorado en Las Ventas y de ahí a la feria de San Isidro. Se le fueron abriendo puertas, en la primera plaza del mundo dejó la impronta de su toreo al natural. Allí, como en Barcelona, creyeron en él.

Ante los nubarrones de la prohibición fue el primero en abanderar la lucha por la libertad. No admitía que en su tierra de libertades, desde la política se fuera a perpetrar un atropello. Se enfundó en la 'senyera' por capote de paseo, la barretina por montera, y luchó… Lloró amargo en el Parlament e intentó contener sus emociones en la última tarde en la Monumental. Una salida a hombros tan amarga o más que el mayor de los fracasos. «Pensé en negarme a matar al último toro, aunque me llevaran detenido», pero a la vez se le pasó por la mente toda la historia de gloria y toreo de una de las plazas más importantes, y se convenció de que allí había ido a cumplir con la liturgia de la Fiesta.

Sufrió en sus propias carnes la sinrazón. En su lucha por la Fiesta se jugó su carrera profesional, y ahora, veinte años después de aquella ilusionante alternativa, mantiene intactos sus anhelos por demostrar todas sus cualidades en cada contrato que consigue firmar con uñas y dientes, contra un viento frío capaz de helarle el alma a cualquiera. Sigue luchando en su duelo.