El poder de Juan Diego Flórez

El montaje es delicioso y funcionó en todas sus aristas, desde ese punto épicamente serio del comienzo -con una lograda plegaria a la Virgen- hasta esos miles de sabrosos detalles agilizados por unos textos hablados concisos y directos, por una escenografía inteligente, unos vestuarios atractivos y un prodigio de dirección de actores que convirtió hasta las escenas de coro en simpáticas -y complejas- coreografías; el «Il faut partir», por ejemplo, fue desgarrador al mostrar a los «papis» dándole regalitos a una Marie entre marimacho y nena malcriada aquí recreada por una Patrizia Ciofi impecable, generosamente aplaudida por su entrega electrizante e inagotable que superó un inicio algo titubeante y una voz más bien velada.

Ciofi y Juan Diego Flórez dibujaron a un par de simpáticos críos, él apoyándose una vez más en su talento virtuoso, de fraseo emotivo y teatral, de técnica brillante y de coloraciones siempre hermosas que sabe coronar con esos sobreagudos que conquistan al público más exigente.

Un acertado -e irreconocible- Pietro Spagnoli, una genial Victoria Livingood y un desternillante Ángel Pavlovsky dieron la réplica a los dos protagonistas, ahora junto a un Coro del Liceo siempre a punto, a una Simfònica del Gran Teatre que se plegó con efectividad a los cambios de «tempo» impuestos por un casi siempre seguro Yves Abel, redondearon una noche de ópera inolvidable y cariñosamente ovacionada.