Ruido blanco
Turismo invasivo
Poco queda de este turista elegante cuyo viaje era una road movie existencial
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Iniciar sesiónCuando preparo un viaje siempre nos imagino como Dick y Nicole mirando al mar al atardecer desde una playa de la Costa Azul en 'Suave es la noche'. Los personajes de Scott Fitzgerald (tan ricos y sofisticados) se dejaban emborrachar por todos los placeres de ... aquella Europa hedonista de los felices años veinte. Visitaban los mejores restaurantes y conducían sus coches caros por las serpenteantes carreteras francesas mientras descorchaban botellas de champaña. Poco queda de este turista elegante cuyo viaje era una road movie existencial. Una ruta improvisada y errática para darse de bruces con el más cruel de los destinos aunque fuera en la terraza de un hotel de Montecarlo. Conocer el mundo y exprimir la vida como única forma de comprenderse a sí mismo. De aquella pareja aparentemente envidiable (que tenía mucho del drama vital de Fitzgerald) no deseo más que esa forma iniciática de entender cada viaje. Aunque, por desgracia, en nuestro caso practiquemos un turismo evasivo que supone llevar durante un par de semanas esa vida que no podemos costearnos el resto del año.
Lo que no alcanzo a comprender es el turismo invasivo con el que media Europa (especialmente alemanes, belgas y británicos) viene a malgastar cada verano a España. Esos viajeros que como gambas (abrasados por el sol y cocidos en cerveza) disfrutan simplemente de haber conquistado un pueblo y una playa de Baleares, Alicante o Málaga. Como los mejillones tigre o las avispas asiáticas han ido construyendo colonias que expulsan todo lo autóctono y degradan preciosos puertos o barrios pesqueros en barriadas alemanas con costa. Ese turismo invasivo soez, irreverente e impermeable a la cultura local no debería consentirlo ningún país por muchos billetes que traigan en sus carteras. Para nosotros el turismo solo tiene sentido si es inmersivo. Así paseamos Sóller, como si habitáramos con sombrero una de sus casas modernistas con patio. Bajamos al puerto en el tranvía de madera y pedimos un helado de naranja frente al mar. La miré como miraban a Nicole cuando esbozaba «una conmovedora sonrisa infantil que era toda la juventud perdida del mundo».
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