Donde no cabe la tristeza
Escribe Joaquín Díaz en el prólogo al disco En la sombra de la utopía’ que esta voz, «utopía» es un término tan equívoco que descoloca a aquellos que, despistados, pretenden colocarlo en algún lugar. Y es que utopía nunca fue un topónimo, claro que no, ... se parece más a un estado de ánimo o, volviendo al texto de Joaquín, a un recurso terapéutico que tuviese la virtud de protegernos del desastre y que hoy como siempre —afortunadamente y pese a todo— continúa siendo de libre disposición. La utopía no pertenece a nadie porque es de todos y suele estar, como casi todas las ideas, en las nubes.
En la sombra de la utopía es el título que Javier Bergia, Luis Delgado y Javier Paxariño han decidido para su más reciente grabación, incluida en un libro-disco publicado por Mandala Ediciones. «En este disco hemos querido refugiarnos bajo la sombra utópica de la música» afirman en la presentación de su nuevo trabajo, invitándonos a disfrutar de ese refugio para la reflexión y el sueño que es la música. Sí, sueños, el sueño de Gandhi, el de Teresa de Calcuta o el de Albert Einstein, cuyas voces escuchamos en este disco mezcladas con las de Joaquín Díaz, Amancio Prada y Alicia García que les acompañan entonando un verso que, como una brújula, nos encamina hacía utopía, ese lugar bajo el sol donde no cabe la tristeza.
Enamorada de lo imposible
La jornada en pos de tan huidiza aspiración ha sido larga, larga y difícil. Así lo testimonian los textos que ilustran la variada representación de ese humor ideal, desde la filosofía de Tomás Moro a la melancolía de Omar Khayyâm, del discurso de Víctor Hugo a la poesía de Juan Carlos Mestre o la utopía enamorada de lo imposible a la que aspiraba Kierkegaard. Y junto a las palabras, Bergia, Delgado y Paxariño nos proponen un itinerario sonoro de su autoría con parada en la estación «Utopía»: ‘La senda de Sadhu’, Feria de Panes, La torre de Senaar, Baisbasbata, La casa de jade, Olas’ Peñamellera, El enigma espiral.
Canciones que entran en nosotros aderezadas con el aire que traspasa una flauta travesera procedente de la India y construida en un solo tramo de bambú, con el sonido limpio y grave del barro de las cantaras de Oaxaca, con el dulcémele y la darbouka que ya se escuchaba en la ciudad de Babilonia; con el sitar y su hermano mayor, el surbaha o con la kitahara de Orfeo que, como saben, bajó a los infiernos en busca de su personal utopía, la irrecuperable Euridice; y junto a la khitara, el pandero oceánico que tiene dentro de sí, como las caracolas, las olas y la arena de las playas. Todos llenan mis oídos y me trasladan a utopía, sí, pero allá, en el fondo del pozo, se repite, como un mantra, la vieja aspiración: un lugar bajo el sol, donde no cabe la tristeza, un lugar bajo el sol
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