Emilio Lamo de Espinosa: «España necesita un gran proyecto de austeridad de la vida pública»
El presidente del Real Instituto Elcano es un español tan insólito que parece anglosajón. Sociólogo, amigo de los datos, es un optimista bien informado
ALFONSO ARMADA
Cortés, amable, pero distante, casi frío, como si quisiera en todo momento mantener un margen de respeto que evite la confianza excesiva o el error. No rehúye ninguna pregunta, sonríe suavemente en ocasiones, mira al interlocutor a los ojos, pero con una cierta reserva, como ... si temiera o bien no ser entendido del todo o que la mirada penetrara demasiado en una intimidad que no desea compartir. No parece un hombre fácil. Seguro de sí mismo, no hace sentirse incómodo, pero tampoco propicia la relajación. Como si fuera un español anglosajonizado. Amigo de los datos, es un español bien informado Emilio Lamo de Espinosa (Madrid, 1946), doctor en Derecho por la Complutense y en Sociología por la Universidad de California, es autor de más de veinte libros y numerosos artículos. Colaborador de ABC y de «El País», es presidente del Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos , donde hablamos el último y tórrido viernes de julio. Cree firmemente que «España necesita un gran proyecto de austeridad de la vida pública».
—¿Cuál es el estado general de su ánimo en este momento?
Si hiciéramos un juicio general, el mundo va bien—Optimista. Optimista, aunque moderadamente. El mundo va bien, si hiciéramos un juicio general, en términos globales. Aunque la realidad es que los medios de comunicación nos abruman con malas noticias, cuando te distancias un poco del día a día y lo ves objetivamente, y aquí [se refiere al Real Instituto Elcano, donde empezamos a hablar a las cinco de la tarde] tenemos obligación de hacerlo, el mundo, en general, va bien. Aunque también es cierto que estamos en aquella parte del mundo que no va tan bien, la parte que ha entrado en una crisis importante, una crisis de ajuste, una crisis estructural. En ese sentido puede durar. Y esa crisis afecta mucho a Europa, sobre todo a Occidente, pero especialmente a Europa y al sur de Europa, y nosotros estamos ahí. Pero también en eso soy optimista, porque creo que estamos empezando a salir, a recobrar vigor, cierto grado de confianza en nosotros mismos. Empezando a recobrar parámetros económicos relativamente saludables, aunque todavía queda muchísimo por hacer. Y en ese sentido, si me pregunta por mi estado de ánimo, yo diría que moderadamente optimista. Si me hubiera preguntado en estas mismas fechas en el año 2012 hubiera dicho «al borde de la catástrofe». De modo que la mejora es evidente.
—¿En qué medida el dibujo que va conformando su vida se parece al que soñó cuando empezó a tomar conciencia de que la vida iba en serio?
Al volver de California me di cuenta de que la juventud había terminado—¿Cuándo toma conciencia uno de que la vida va en serio? Es un poco como aquella pregunta de Vargas Llosa de cuándo se jodió el Perú, pero al contrario. Y recuerdo perfectamente ese momento, porque fue en el avión regresando de California después de haber estado allí cuatro años cuando, de pronto, caí en la cuenta de que la juventud se me había acabado, y tenía que ponerme en serio. Pero lo cierto es que mi realidad actual supera las mejores expectativas que pude tener en aquel momento. Me encuentro muy a gusto con mi trabajo, a gusto con mi biografía y cómodo conmigo mismo en general, por tanto la respuesta sería positiva.
—¿Qué lecturas han dejado una huella más honda en su formación intelectual y sentimental?
La rebeldía de Albert Camus me fascinó—Muchísimas, ¿no? Difícil seleccionar. Probablemente aquellas que trabajé mucho. Trabajé mucho la obra de Marx, tarea obligada en mi generación. Trabajé mucho la obra de Freud, la leí casi en su totalidad, y me interesó enormemente. Leí mucho a un pensador americano poco conocido, pragmatista, George H. Mead, un hombre importante, que me dejó un gran impacto. En el terreno sentimental tendría que irme a textos muy de juventud. El primer ensayo que traté de publicar (y no lo conseguí, no fue aceptado) era sobre Albert Camus, un autor cuya rebeldía me fascinó de joven y al que seguí leyendo mucho tiempo. Recuerdo cuando se publicó su última novela, póstuma, sobre su madre, que me lancé sobre ella y la leí de un tirón, con emoción. Leí mucho a Marcuse en su momento, creo que fue un pensador relevante, me interesa aún «Eros y civilización». Como fue relevante, en otro sentido, en temas de derecho, la obra de Hans Kelssen, uno de los grandes teóricos del normativismo jurídico. O Jürgen Habermas, con quien estudié en California. Y la mayor influencia fue la del gran sociólogo de Columbia, Robert K. Merton. Como ve, muchos y distintos. Me han interesado mucho muchas cosas. No tengo una línea especial. Me interesó mucho la filosofía, la teoría de la ciencia... Las ciencias sociales, la antropología, por supuesto, sobre todo la sociología, que es a lo que más me he dedicado.
—¿Cómo acomoda su vida y sus tiempos vitales a la marea de internet, al ruido y los estímulos incesantes?
Estamos en la sociedad del conocimiento porque la información es barata—No me ha costado, siempre he estado muy en la vanguardia de lo que son las nuevas tecnologías, y me interesan mucho y las utilizo. Quizás empiezo a tener cierta dificultad, por ejemplo con Twitter. No consigo sentirme cómodo. Estoy en ello, y lo leo y lo sigo, pero no soy activo, porque me da miedo, esa es la verdad. Es tan fácil meter la pata. Pero en general no he tenido dificultad. Y creo que internet es un paso gigantesco en términos de la disponibilidad para poder realizar trabajo intelectual. Si la sociedad industrial lo fue porque había energía barata, la sociedad del conocimiento lo es porque hay información barata, haciendo un símil un poquito rápido. La información está tirada, vale bien poco. Cuando hice mi primera tesis doctoral, sobre Julián Besteiro, el 80 por ciento de mi tiempo lo invertí en conseguir el material, los textos de Julián Besteiro. Hoy cualquier estudiante de doctorado se baja a la biblioteca o se conecta a cualquier fuente, y en 24 horas tiene prácticamente el listado completo de las obras que tiene que trabajar, y el ochenta por ciento del tiempo lo dedica a pensar sobre ello. Me parece maravilloso la cantidad de información que uno tiene disponible con tan solo una barata conexión a internet, que la puedes tener en cualquier lugar, una información además que se dobla cada tres o cuatro meses. Es ingente. Mi trabajo de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas se titulaba «Información, conocimiento, sabiduría», y era un poco el contraste entre el ritmo aceleradísimo de producción de información, y también de producción de ciencia, que contrasta con el ritmo mucho más lento de generación de sabiduría, de prudencia, para manejar y gestionar ese conocimiento que es alimentado por esa ingente cantidad de información. Lo que realmente nos falta es sabiduría, y no sabemos cómo producirla.
—¿Le cansa España, o mejor, qué le cansa de España?
—Nada muy especialmente. Soy optimista sobre este país.
—No es nada unamuniano.
Tengo una opinión excelente de la sociedad española—No, tengo una opinión en general excelente de la sociedad española, de la gente. Soy sociólogo y llevo muchos años estudiando sondeos y estudios de opinión y de actitudes, y lo he comentado muchas veces con colegas míos, catedráticos y profesores de sociología, y todos siempre tenemos la sensación de que esta es una sociedad sensata, prudente, trabajadora, moderada, razonable, donde hay minorías radicalizadas, pero muy pequeñas, y que no consiguen realmente apoyo, que no consiguen movilizaciones negativas, o lo hacen en muy escasa medida. Y lo hemos visto muy recientemente, por ejemplo en cómo ha respondido la sociedad española a la durísima crisis económica que estamos padeciendo todavía, con qué serenidad, con qué equilibrio, con qué prudencia lo ha hecho. Desde hace mucho tiempo me siento cómodo en este país, me siento orgulloso. Frente a aquellos que decían, como Cánovas, que español sólo es el que no puede ser otra cosa, a mí no me pasa nada parecido, gracias a Dios. Quizás también porque pertenezco a una generación que se crió y se educó con un enorme complejo de inferioridad. Salíamos al extranjero con la sensación de ser un paria, y lo éramos entonces, en los años cincuenta y sesenta. Éramos uno de los países más marginales de toda Europa. De modo que el contraste entre ese pasado y el presente es tan potente que la sensación de progreso, para mí, es de una evidencia palpable, y eso me lleva a ser optimista y a tener una opinión muy buena de una sociedad que ha sabido progresar y cambiar tan rápidamente y tan bien en tan poco tiempo.
—Hay un movimiento de revisión, incluso de tabla rasa, sobre la Transición. ¿Vuelven los impulsos de empezar de cero porque nos empeñamos en olvidar o leer la historia con anteojeras ideológicas?
La crisis es económica, institucional y de legitimidad política—Hay gente que sí que está en eso, es evidente, pero yo creo, y puedo acreditar que no es la mayoría, con datos de sondeos de opinión, pero sí que es un sentimiento importante. Es normal. Porque en buena parte tienen razón. Hay una crisis importante que tiene tres dimensiones que se refuerzan. Tenemos una crisis económica de la que no acabamos de salir, que ha sido muy profunda, que sigue siéndolo. Crisis que se solapa y se interrelaciona con una crisis institucional, de mal funcionamiento de las instituciones, pues hay que reconocer que la Constitución del 78, que aunque estuvo bien hecha, el tiempo nos obliga a cambiarla. En parte, porque hay cosas que no se hicieron bien, en parte porque hay circunstancias nuevas que nos obligan a reformarla, y todas las constituciones tienen que reformarse, el aparato institucional requiere de una revisión. Y finalmente esas dos crisis han dado lugar a la tercera, una crisis de legitimidad política, que es la más peligrosa, pues se ha abierto una brecha de credibilidad inmensa entre la sociedad española, la gente normal, clase media, y los políticos, la llamada «clase política», o la llamada «casta», o la llamada «clase extractiva», por recurrir a términos que se utilizan en este momento en el lenguaje coloquial. El término «clase política» es clásico, tiene una larga tradición, y es el que a mí me parece más objetivo de los tres. Se ha abierto una enorme crisis de legitimidad, que obliga a asumir el reto de una regeneración política e institucional que, eventualmente, sospecho que conllevará alguna reforma constitucional.
—Se han difundido recientemente dos manifiestos ante el desafío del secesionismo catalán. Ambos parten de la constatación de que España vive un momento crítico. ¿Comparte ese análisis? ¿Estima, como Francesc de Carreras, que los dos son complementarios?
—Los dos son complementarios, pero son muy distintos también, claramente. Uno de ellos pretende un afianzamiento en toda una línea de instituciones centrales y clásicas, y el otro defiende un modelo federal, que no se sabe bien qué es, aunque sí se intuye con bastante claridad. Pero los dos coinciden en buena medida en el diagnóstico: necesitamos un proyecto de reforma política profunda, de regeneración democrática, y ese proyecto, inevitablemente, como señalaba antes, conduce a alguna reforma constitucional.
—¿Qué reforma estima que es más urgente para la sociedad española?
Hay que devolver el prestigio a la política y los políticos—Yo creo que habría que hacer dos o tres cosas. Una de ellas, para mí clave, es la reforma de los partidos políticos. Si dijéramos ¿qué es lo que se diseñó, pero no ha funcionado como se esperaba?, la repuesta es evidente: los partidos políticos. Se diseñaron de modo que garantizaran la gobernabilidad de España. Y eso se ha conseguido, pero eso mismo los ha blindado, les ha otorgado una hiperseguridad que les ha llevado a ocupar toda la sociedad, y ha habido una hiperpolitización de toda la sociedad española. Los partidos han ocupado las cajas de ahorro, cajas que han propiciado la burbuja inmobiliaria, y hay mucha responsabilidad institucional y política en la misma crisis económica. Reforma de los partidos que estaría también vinculada a un proyecto de ejemplaridad de la vida política. No basta con ser honesto, hay que parecerlo además. España necesita un gran proyecto de austeridad, de sencillez en la vida pública. En términos económicos puede ser el chocolate del loro, probablemente, pero en términos políticos no lo es, y tendría un impacto muy considerable: devolver la credibilidad y el prestigio a la política y a los políticos, que claramente lo han perdido.
—¿Fue una de las líneas maestras del discurso de proclamación del Rey?
—Sin duda alguna, lo dijo, y no solo pues, como vemos, está dispuesto a practicarlo. Y lo dijo también en el excelente discurso que pronunció con ocasión de la entrega de los premios Príncipe de Asturias donde hizo hincapié en algo que reiteraba antes, en esta idea de la serenidad, la prudencia, el equilibrio de la sociedad española a la hora de hacer frente a la crisis económica.
—Ha sido director del Instituto Universitario Ortega y Gasset y forma parte del consejo de redacción de la «Revista de Occidente». ¿Le sigue inspirando Ortega? ¿Volvemos a sufrir los crujidos de la España invertebrada, que analizó el filósofo?
La Transición es historia, no puede dinamizar el futuro—Podríamos, sí, hablar de la España invertebrada, pero también de la redención de las provincias, y pensar que en gran parte se ha realizado. Una redención que ya se ha hecho, y creo que Ortega se sentiría cómodo con la situación actual. Alguna vez he escrito que la Constitución del 78 y lo que es el proyecto posterior político nacional de europeizar España, es un proyecto orteguiano, y que en ese sentido Ortega ha triunfado. Él y en general la generación del 14, la de Besteiro, Fernando de los Ríos, Madariaga, lo más sensato de aquella generación, acabó triunfando a través del proyecto político de la Transición, que fue un proyecto nacional de modernización, de europeización, de democratización, un proyecto claramente orteguiano. Y en buena parte la crisis actual tiene que ver con un agotamiento (cuidado: por realización y por éxito), de aquel proyecto político de la Transición. En ese sentido, la Transición es historia, está realizada y no puede ya dinamizar el futuro. Necesitamos otro proyecto político nacional de futuro, bien en Europa o en España.
—Ortega solía hablar de un «proyecto sugestivo de vida en común».
La crisis española tiene que ver con el desfallecer europeo—Eso fue la Transición, un proyecto de futuro que dinamiza, moviliza, une, orienta. Y eso es lo que es una nación, un proyecto de vida en común, no un pasado sino un futuro, que tira del país hacia adelante, que aglutina. El proyecto de la Transición fue un proyecto interclasista, un proyecto del centro y de la periferia, y le dio enorme fuerza al país. Había otro factor muy importante entonces, que era Europa, que tiraba mucho, con una gran vitalidad, de la que en este momento, desgraciadamente, carece. Por ello, en buena medida la crisis política española tiene que ver con el desfallecimiento del proyecto europeo, porque no tenemos proyecto alternativo, y entonces nos encontramos con el regreso, el retorno marcha atrás hacia los nacionalismos o populismos, aunque en España, gracias a Dios, menos que en otros países. Pero el desfallecimiento del proyecto nacional español lo que provoca es el desflecamiento interno, que unas regiones u otras se quieran desvincular. Si España recobra el pulso, y lo está recobrando, en los próximos años lo puede recobrar, si recobra un proyecto nacional, yo creo que el tema nacionalista, el tema catalán, puede encauzarse. No digo resolverse, porque eso será tarea a mucho más largo plazo, pero sí encauzarse.
—El nacionalismo catalán ha sabido crear una quimera que tiene fascinada a mucha gente que ha convertido la idea de un nuevo Estado llamado Cataluña en un objetivo deseable. ¿Cómo se contrarresta un sentimiento?
Falta pedagogía en Cataluña y sobre Cataluña—Yo creo que ahí se ha hecho poca pedagogía. Hay muchas más cosas implicadas pero, simplificando el catalanismo ha brotado al hilo de un par de ideas. Una es la de España nos roba, pagamos demasiado, que se ha convertido en un mantra, y acaba siendo propaganda, y como una suerte de profecía cumplida. Y el segundo es no nos quieren, no nos entienden, somos distintos, nos menosprecian. Ninguna de las dos cosas es verdad, lo estamos viendo estos días con la primera, como la balanza fiscal ha puesto de manifiesto. Una situación perfectamente mejorable, pero muy alejado de esa idea de un expolio específico sobre Cataluña. Y tampoco es verdad lo segundo, no hay ninguna enemistad especial hacia los catalanes. Hay estereotipos sobre los catalanes, cierto, como los hay sobre los gallegos o los murcianos. Pero se ha hecho poca pedagogía por parte de los políticos a la hora de mostrar, exhibir, visualizar, que no hay ningún malestar específico con Cataluña o lo catalán. El Rey hizo dos gestos muy importantes, uno fue el de decir algunas palabras en las otras lenguas españolas en el acto de su proclamación en el Congreso de los Diputados. E inmediatamente después, el irse a Cataluña y pronunciar un par de discursos en catalán. En cierto sentido la película «Ocho apellidos vascos» ha acabado haciendo más para normalizar las diferencias, desdramatizarlas, que muchos políticos. No es tan difícil, es cuestión de gestos y actitudes, de reconocimiento más que de intereses.
—Ha sido director general de Universidades, secretario general y fundador del Consejo de Universidades y redactor de la ley de Reforma Universitaria. Los informes PISA no dejan de avergonzarnos. ¿Qué habría que hacer con la educación en España, una pregunta que reiteramos desde los periódicos, no sé si con suficiente fundamento?
No tengo una mala opinión sobre el sistema educativo español—La verdad es que no me considero capacitado para responder a esa pregunta. Alguna idea tengo sobre la enseñanza superior, del resto poco sé. Entre otras cosas porque no comparto la visión tan negativa que se tiene de la educación en España a partir de los datos de PISA, que creo son discutibles. No soy experto en eso, aunque tengo colegas que sí lo son. Y lo que me dicen es que PISA es una media de España, que es un país muy grande, y lo que encuentras cuando desagregas es que, de Madrid para el norte, la media de PISA es de las mejores del mundo, y de Madrid hacia el sur, baja. Pero eso significa que a niveles de financiación muy parecidos y con sistemas educativos muy parecidos los resultados son muy distintos, y eso te hace sospechar que el nivel de PISA tiene que ver probablemente, más que con las escuelas, con el nivel cultural general de la población. No puede ser casualidad que las zonas de España que se alfabetizaron primero, como es todo el norte de España, Castilla, etcétera, son zonas con resultados PISA muy buenos, y que las zonas de España que se alfabetizaron más recientemente, casi en la segunda mitad del siglo XX, tienen resultados muy negativos. Lo que parece indicar que no son fallos escolares, sino déficits culturales globales, códigos lingüísticos restringidos y limitados. No tengo una opinión tan negativa sobre el sistema educativo, como no la tengo tampoco sobre la universidad. Que tiene muchos problemas, pero es evidente que los médicos españoles, los ingenieros, los informáticos, los científicos, los contratan en todo el mundo sin la menor dificultad. Luego no serán tan malos. Tres de las principales escuelas de arquitectura de la costa este de Estados Unidos están dirigidas por arquitectos españoles. Yo me paso la vida estudiando rankings, los utilizo mucho porque son muy útiles, pero hay que tener mucho cuidado con ellos. Hay que saber cómo están hechos, porque, si no, no sabes qué miden de verdad y más que aclarar oscurecen.
—¿No tendremos ahí bastante culpa la tendencia de los medios al arbitrismo y a no ser demasiado rigurosos, y fabricando realidad desenfocamos un poco la imagen real?
Uno de los defectos de España es que no confía en si mismo—Uno de los defectos claros de este país es que no confía en sí mismo, que tiene una muy mala opinión de sí mismo, y lo puedo acreditar documentalmente. Y esa mala opinión espontánea que los españoles tienen sobre España es reforzada sistemáticamente por los medios, que tienden a ofrecer lo que piensan que la audiencia espera de ellos.
—Sus parroquianos.
—Claro, y como la audiencia espera malas noticias sobre España los medios se las ofrecen. El año pasado España era el país del mundo en el que la diferencia entre lo que los españoles pensaban de España y lo que los extranjeros pensaban de España era mayor. En sentido negativo, por supuesto, mientras que la opinión de los españoles era muy negativa, la de los extranjeros era bastante buena. Esta es una escala, un ranking, en el que llevamos mucho tiempo compitiendo los italianos y nosotros. Un ranking de autocrítica.
—¿De autocrítica y de autoodio?
En el auto-menospecio solo nos ganan los italianos—De auto-odio, sí, de auto-menosprecio. Y en ese ranking en el que competimos los italianos y los españoles, nos ganaban siempre los italianos. Pero el año pasado les ganamos nosotros, aunque este año nos han vuelto a ganar.
—Es una extraña liga.
—Extraña liga, sí. Ellos son los que peor hablan de su país, nosotros inmediatamente después. Es un problema de falta de confianza, de una visión muy negativa, probablemente resultado de nuestra historia y de cómo la hemos escrito los españoles.
—¿Y nuestros intelectuales también?
—El propio Ortega: «la historia de España es la historia de una larga decadencia». ¿Toda la historia de España es la historia de una larga decadencia? Por favor, en algún momento tendremos que haber estado bien para haber decaído tanto.
—Su generación pasó de la contrareforma a la contracultura. ¿En qué medida le cambió la vida y el pensamiento su estancia en California?
Creo que todavía no me he recobrado del regreso de California—Sí, es una frase mía que responde a mi propia experiencia. Me cambió mucho, mucho. Quizás tanto que no sabría valorarlo bien. Salir del franquismo, de una sociedad cerrada, integrista, tridentina, y encontrarte horas después con la contracultura de California, creo que todavía no me he recobrado de aquel trauma, positivo, por cierto, porque fue francamente liberador. Me cambió mucho en todos los sentidos, me dio una visión mucho más abierta, más tolerante, menos rígida, menos tibetana, e intelectualmente fue romper con la tradición marxista y pasar a teorías comunicativas mucho más basadas en la interacción, más liberales. El cambio fue importante, también en términos personales.
—¿Cómo explica el fenómeno Podemos y en qué medida los dos principales partidos se han ensimismado y su conexión con la sociedad se ha ido haciendo más tenue?
Me parece excesiva la fascinación por el fenómeno Podemos—Me da la impresión de que los dos grandes partidos están fascinados con el fenómeno Podemos, fascinación que me parece excesiva. Mi impresión personal es que Podemos no resistirá probablemente unas elecciones generales y no solo por la ley d’Hondt.Podemos es el resultado de un enorme malestar, muy transversal y muy generalizado, con los políticos en general. Ese malestar no ha sabido ser canalizado ni capturado ni por el Partido Popular ni por el Partido Socialista. Está todavía en buena medida ahí, todavía disponible, y Podemos ha aprovechado la oportunidad de unas elecciones que no son importantes, como son unas elecciones europeas (digo que no son importantes entre comillas, ojalá lo fueran), pero no son percibidas como importantes, para darle una patada a los políticos, y buena parte de los votantes se ha quedado en su casa, y buena parte ha aprovechado para votar a cualquier otra alternativa disponible a mano, como han sido Citadans, o UPYD, o Podemos. Y además Podemos ha aflorado, entre otras cosas, porque nadie sabía qué era o qué quería Podemos. Era, es, una posibilidad abierta. ¿Tiene futuro? Todo aquello que a lo largo de los últimos años se ha construido a través de redes sociales tiene un gran potencial de protesta, pero tiene una gran dificultad para que la protesta devenga propuesta. Las redes sociales, Twitter, son fantásticas para organizar una sentada, una quedada, una manifestación, simultánea en cuarenta, cien ciudades. Y cada uno protesta por lo que quiere. Ahora bien, transformar eso en una propuesta, en algo concreto, un programa, tienes que salir de las redes, irte al diálogo cara a cara, necesitas escribir, necesitas programa, necesitas proyecto, y yo tengo la impresión -también la esperanza, debo decirlo- de que Podemos no resistirá ese nuevo reto. Pero vamos a verlo. Lo sabremos dentro de unos meses.
—En un artículo reciente trataba de demostrar con datos por qué se equivocan quienes en España dicen que la monarquía es un anacronismo y que índices como el de democracia que elabora el «Economist», el índice de desarrollo humano que elabora el PNUD y el de percepción de la corrupción sitúa siempre en cabeza a países europeos que son monarquías, y la Freedom House recuerda que mientras el 60 por ciento de las monarquías son democracias solo el 39 por ciento de las repúblicas lo son. ¿Qué nos falta entonces, pedagogía, lecturas, tiempo? ¿Ha llegado la abdicación de Don Juan Carlos en buen momento?
—Respecto a lo segundo, no sabría decirlo. Yo creo que ha llegado cuando tenía que llegar, cuando la salud del Rey padre se ha resentido más y ha considerado que era el momento de dar paso a una persona claramente preparada y madura, y evitar esta figura penosa del Príncipe Heredero envejecido, como es el Príncipe Carlos.
—Un poco patética.
Lo anticuado no es la monarquía, sino decir que es anticuada—Patética. Por eso me ha parecido sensata la abdicación. El momento parecía oportuno. Respecto a lo primero, lo que las ciencias sociales pueden es aportar objetividad a los debates. Y aquí se argumenta con una enorme ligereza, una contraposición entre monarquía y democracia, y cuando analizas los datos más elementales el argumento no se sostiene en absoluto. Lo anticuado no es la monarquía, lo anticuado y lo que está claramente obsoleto es esta visión de la monarquía que la vincula con los regímenes autocráticos, una visión de la Primera Guerra Mundial, una visión del siglo XIX: autocracias frente a democracias. La Primera Guerra Mundial sí fue eso, una guerra de las autocracias frente a las democracias. Hoy hay un número muy importante de monarquías que son democracias ejemplares, regímenes con altísima legitimidad política, con sistemas enormemente eficientes, con economías de vanguardia, con sociedades absolutamente de vanguardia. Pensar que la monarquía como sistema de articulación del Estado es una antigualla, eso sí que es una antigualla, no la monarquía. De hecho los datos ponen de manifiesto que a igualdad de nivel de desarrollo, las monarquías son en general más humanas que las repúblicas, tienen un Indice de Desarrollo Humano más alto. Y es más fácil que una monarquía sea una democracia que lo sea una república. Estos son los datos. Por supuesto que la monarquía no nos va a hacer más ricos, ni nos va a hacer más cultos, pero dejemos de construir argumentos ideologizados, porque eso es lo que hay detrás, argumentos viejos y claramente ideologizados.
—¿Cree como el reportero del «New Yorker» Jon Lee Anderson que Vladímir Putin es el dirigente más peligroso del mundo, y que es un representante genuino de las ideologías del resentimiento?
Lo que me preocupa de Putin es que no encuentre resistencia—Yo creo que es una especie de «condottiero» arriesgado, osado, aventurero, un jugador de fortuna, peligroso, efectivamente. Casi un buen seguidor de Maquiavelo. Pero peligroso siempre que no encuentre resistencia. Y no la está encontrando. Es un hombre que va avanzando, es hábil, es astuto, no tiene principios, y por lo tanto puede ser muy peligroso. Pero es realista y se pliega a la realidad y la fuerza. Lo que me preocupa de Putin, o de otros Putin que puede haber en el mundo, es que no encuentren resistencia. El problema es articular una resistencia, y eso es lo que debería preocuparnos, especialmente a los europeos. Europa no ha sido capaz de articular una política exterior. Europa no está siendo capaz de articular un sistema de seguridad colectiva eficiente, y, al contrario, hemos desarrollado una cultura estratégica y de defensa extraordinariamente blanda durante el largo periodo de guerra fría. Y lo estamos empezando a pagar en las dos fronteras, la del sur y la del este.
—Cerraba usted un artículo publicado en 2006 con unas inquietantes palabras de Octavio Paz, «lo único que une a Europa es su pasividad ante el destino... De ahí la fascinación que ejerce sobre sus multitudes el pacifismo, no como una doctrina revolucionaria, sino como una ideología negativa». ¿Seguimos en el mismo sitio, con la misma incapacidad de reaccionar?
En Europa somos gorrones de la seguridad que nos da EE UU—La cita de Octavio Paz es tremenda, es muy desoladora, y muy realista. Pero eso en buena medida es consecuencia de todo el periodo de la guerra fría durante el cual de la seguridad de los europeos se encargó Estados Unidos, fuimos (somos aún) «free-riders», gorrones de su seguridad, y eso nos ha habituado a un pacifismo sin ningún tipo de energía, ni siquiera de responsabilidad. Que vengan los americanos y que nos saquen de apuros, que venga el hermano mayor de Zumosol y nos saque de apuros. Pero recordemos al Hegel de la dialéctica del amo y del esclavo: solo merece ser libre, solo es libre, quien está dispuesto a arriesgar su vida para defender su libertad.
—Con la paradoja después de denostarlos constantemente...
—Claro, porque nosotros somos pacifistas y ellos agresivos militaristas. Pero los americanos están cansados de eso, ya no quieren seguir con ese juego, y de hecho lo están dejando, «liderando desde atrás». Nos están dejando que nos encarguemos de lidiar con los asuntos. Pero no lo estamos haciendo, no estamos a la altura, entre otras cosas porque no tenemos los recursos. Ahí hay un problema serio de cultura política y de pedagogía política.
—¿Unido a la variable pulsión de Estados Unidos, a veces muy de volcarse en el mundo exterior y otras de ensimismarse en sus problemas internos?
Estados Unidos ha dejado de mirar a Europa—Cierto, hay una ciclicidad de administraciones demócratas aislacionistas seguidas de administraciones republicanas intervencionistas. Pero sospecho que ya no es eso, creo que Estados Unidos está cambiando, está dejando de ser un país que mira a Europa porque en el proceso interno de articulación de la sociedad norteamericana cada vez tiene más peso la emigración asiática y la emigración del sur, latina, y Obama es causa y producto de eso. Producto de una sociedad americana cada vez menos europea, des-europeizándose y, al mismo tiempo latinoamericanizándose potentemente, y pivotando cada vez más hacia Asia. En el ADN cultural de Obama Europa no existe. Se crió en el Pacífico, y Europa le aburre, no la entiende, viene aquí y no sabe con quién tiene que hablar, se enfada. No se siente cómodo con Europa y con los europeos. Al poco de ser elegido publiqué una tercera en ABC en la que advertía que Obama no era un presidente afroamericano, sino un presidente asiático. Estados Unidos, y en general todo el mundo (también América Latina y, por supuesto Europa) está girando hacia Asia, lo que por lo demás es inevitable. Ese giro hacia Asia ha dejado abandonada estratégicamente a Europa, que ha sido la prioridad estratégica de Estados Unidos durante todo el periodo de la guerra fría.
—¿Cómo recibió la llegada de Obama a la Casa Blanca y qué diría de lo que ha sido su mandato hasta ahora?
—Fue, en cierto modo, la gran esperanza. Y ha conseguido mejorar significativamente la imagen de Estados Unidos en el mundo después de la guerra de Irak. Hay que reconocerlo, entre otras cosas porque es un presidente negro, el primero en la historia de Estados Unidos. ¿Cuándo podremos ver un primer ministro negro en el Reino Unido, en Francia o en España? Es una asignatura pendiente que los americanos han solventado sin la menor dificultad.
—Y puede que una mujer esté a punto de llegar a la Casa Blanca.
La zona más caliente del mundo es el collar de perlas asiático—Puede que la próxima sea efectivamente una mujer. Y que un negro, un emigrante, que es lo que definitiva es Obama, gane la presidencia, es muy importante, muy aleccionador. Pero las grandes expectativas que había, que iba a replantear, resetear, todo, en buena medida ha sido un fracaso. No ha sido capaz ni siquiera de cerrar el penal de Guantánamo. Era la esperanza de una mejora de relaciones con la UE, que no se ha percibido casi (aunque esperemos al TTIP). Ha querido revitalizar el diálogo palestino-israelí, y vemos cómo están las cosas. Quiso resetear las relaciones con Rusia, y fíjese cómo están también. Ha apoyado todas las primaveras árabes, y véase la situación en la que estamos. El giro hacia Asia debería haber llevado a un entendimiento con China, y al contrario, las tensiones en extremo oriente, entre China y sus vecinos, son muy peligrosas. Probablemente la zona más caliente del mundo en este momento sea esa: China, Japón, Vietnam, Filipinas, las dos Coreas, Taiwan. La tensión militar y estratégica, geopolítica, en el llamado «collar de perlas» de China, es enorme. El resultado de su política exterior no ha sido ciertamente positivo.
—Si no recuerdo mal, usted respaldó la postura de España, y sobre todo del presidente Aznar, en la decisión de derrocar a Sadam Hussein tras el ataque contra las Torres Gemelas. ¿Cómo analiza retrospectivamente aquel episodio a raíz de lo que está ocurriendo ahora mismo en Siria e Irak con el Ejército Islámico de Irak y el Levante?
Con Irak y Sasam Hussein me equivoqué porque estaba bien informado—Aquello fue resultado de un error, de un error que evidentemente yo cometí, paradójicamente como consecuencia de estar bien informado. Son esas circunstancias raras en las que, quienes estábamos bien informados, teníamos la certeza intelectual y moral de que había armas de destrucción masiva. Y quienes tenían una visión ideológica del asunto estaban convencidos, sin argumentos, de que no las había. Pero al final tuvieron razón. No las había. Me acuerdo perfectamente que el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos del Reino Unido, uno de los centros de investigación más serios en este campo, vinieron al Elcano a presentarnos un informe en el que acreditaban la existencia de armas de destrucción masiva en poder de Sadam Hussein. Pero fue un inmenso engaño, probablemente perpetrado por él mismo. No había armas de destrucción masiva. Y el resultado es que la guerra de Irak quedó claramente deslegitimada. Dos veces, porque si la guerra se hizo muy bien y se ganó en semanas, la posguerra se hizo desastrosamente mal, y desde luego la política de Estados Unidos después de triunfar militarmente fue muy negativa. Y ahí está el país, al borde de la escisión con un Estado fallido. Por lo demás yo no defendí la guerra porque, en el caso de España, argumenté que necesitábamos primero el respaldo de Naciones Unidas y, en segundo lugar, necesitábamos un respaldo suficiente, grande, de la sociedad española, que no se consiguió nunca. Es más, fue esta misma institución, el Instituto Elcano, la única que sistemáticamente fue dando datos en sus barómetros de opinión sobre el apoyo que tenía la intervención española en la guerra de Irak, apoyo que no hizo sino bajar. Éramos conscientes de que había una total falta de apoyo por parte de la sociedad española a esa intervención. Y sin ese apoyo no tenía mucho sentido participar. Blair, por ejemplo, llegó a conseguir un cincuenta por ciento, aproximadamente. Con eso te podías mover con cierta comodidad. Aquí no hubo nunca nada parecido.
—¿Y qué le parece esta guerra dentro del islam que está creando un peculiar califato entre Irak y Siria?
Las dos fronteras seculares de Europa (al sur y al este) están en llamas—Se está revisando la totalidad de la articulación política y territorial del mundo árabe que salió del proceso de descolonización y el trazado de fronteras artificiales. El tratado Sykes-Picot está siendo revisado y quizás es inevitable. Siria o Libia son países que nunca llegaron a serlo, que probablemente solo se mantenían como consecuencia de una dictadura que la conservaba a pesar de carecer de unidad interna, y en el momento en que la dictadura cae hay un proceso de desmembración y reorganización que en el caso de Siria es evidente. Podemos dudar ya si Siria es un estado viable o no. Y bastantes analistas aseguran que habría que apostar por un Kurdistán fuerte, única posibilidad de tener un régimen estable. Con Libia pasa algo parecido, nunca llegó a ser un país articulado entre Trípoli y la Cirenaica, más las tribus del sur, y es actualmente un estado fallido. Tenemos en general la frontera sur del Mediterráneo, que es una de las fronteras socio-económicas más fuertes del mundo, en una situación preocupante. En el fondo, las dos fronteras seculares de Europa están en llamas, la frontera del este, que es difusa, que te lleva hacia Asia, y la del sur, la frontera con el islam, las dos están en una situación peligrosa.
—Fue el primer director del Instituto Elcano, y ha vuelto a él tras un paréntesis político. ¿Está el Instituto donde quiso que estuviera o todavía le falta ganar enteros en el campo de la influencia?
El futuro de España está cada vez más fuera de España—Yo creo que está bien. Hay mucho por hacer, y no estamos en absoluto satisfechos con lo conseguido en ese sentido. Pero los datos que tengo de los sondeos que hacemos para saber cómo nos perciben, son gratificantes. Tenemos la imagen de una institución seria, rigurosa, no partidista, que es lo que nos interesa, que se mueve en el centro, centro-derecha, o centro-izquierda, y tenemos credibilidad. No nos ocupamos de todos los temas que deberíamos. Nos faltan recursos. Y en este momento estamos tratando de conseguir mayores recursos para abarcar algunos temas más y contratar más investigadores, crecer. Pero tampoco habría que crecer mucho, con moderación. Pero el futuro de España está cada vez más fuera de España y debemos centrarnos en áreas donde la sociedad española tiene proyección e intereses. Pensemos por ejemplo en el África subsahariana, hace escasamente quince años algo absolutamente exótico y carente de interés pero que en este momento es relevante en términos políticos, también en términos estratégicos, y relevante en términos económicos. Una zona de grandes oportunidades que está creciendo a una velocidad de vértigo, y la tenemos al lado y en el mismo huso horario. Hay ahí una enorme oportunidad. Y nosotros, el Instituto Elcano, deberíamos estar en condiciones de aportar inteligencia a la sociedad española, a las empresas, a las universidades, a la sociedad, sobre todo lo que está ocurriendo en África. Pongo ese ejemplo, pero podría poner otros. La India, por ejemplo, un país inmenso, la mayor democracia del mundo, casi desconocida en España.
—¿Hasta qué punto comparte el dictum presocrático de que «carácter es destino»?
El carácter hace. Puedes hacer gimnasia mental y moral—No, el carácter se lo hace uno. Lo puedes construir. Es una interacción entre las circunstancias del mundo, que te vienen, no las controlas, pero sí puedes controlar el modo de reaccionar, y haces gimnasia, puedes hacer gimnasia mental, gimnasia moral, emocional. No nos olvidemos de que el cerebro es plástico y tenemos capacidad de aprender, incluso los viejos, ahora que está de moda meterse con los viejos. Incluso los viejos podemos aprender y cambiar. Los humanos tenemos la capacidad de actualizarnos, de revisarnos, de re-flexionar sobre uno mismo, de re-programarnos, por así decirlo. El carácter es importante, pero uno se construye el carácter, y el destino, en buena medida, también.
—¿Qué han hecho, han dejado de hacer y deberían hacer los periódicos para elevar el tono intelectual y moral de España?
La prensa hace que la gente tenga una visión de la realidad peor de lo que es —Yo creo que hay un problema serio de la posición que ocupan los periódicos en la construcción simbólica, mental, de la realidad. Esta frase tan repetida, de que las buenas noticias no son noticias, es un problema serio en términos de comunicación de masas. Porque efectivamente, de lo que están informando sistemáticamente los periódicos es de malas noticias, de modo que la ciudadanía acaba teniendo una percepción de la realidad mucho más negativa de lo que es. Las buenas noticias no aparecen casi nunca. Pongamos por ejemplo el Índice de Desarrollo Humano. Se acaba de publicar el último. Está mejorando la calidad de la vida, de la existencia, para miles de millones de ciudadanos del mundo. Sigue habiendo mil millones con problemas de malnutrición, pero la tendencia es claramente positiva. Esto no se dice, no se comenta. Los datos positivos que hay sobre la sociedad española no afloran. Por citar uno: cuando comenzó la crisis todos pensábamos que habría un aumento de hurtos, robos, e inseguridad ciudadana. Pues todo lo contrario. Ha mejorado y el sentimiento de seguridad en España está al nivel del de Suiza o Finlandia. Somos uno de los países que tiene más seguridad ciudadana del mundo, lo cual es fantástico. Por dar otro dato. Hablamos muchísimo de corrupción, y estamos preocupados por los altísimos niveles de corrupción. Justificadamente. Pero en el índice de soborno, que mide no la percepción de la corrupción sino la corrupción realmente existente, si en los últimos doce meses ha tenido usted que pagar algún soborno en algún sitio, es pues un índice de victimización, no una percepción, pues estamos entre los mejores países del mundo. Menos del cinco por ciento.
—Es inimaginable que un policía te pida dinero.
Vivimos en el mejor periodo de la historia de la humanidad—Es inimaginable. Yo llevo cuarenta años en la universidad y jamás un alumno me ha ofrecido dinero por un aprobado. Esto es muy frecuente en otros sitios, que te ofrezcan dinero por un aprobado. Sería exótico que algo así pudiera ocurrir. Daría risa. A ningún amigo le ha ocurrido. No hay sobornos en España. ¿Esto se dice? No, esto no se dice. La presunción por parte de los medios de que las buenas noticias no forman parte de la estrategia comunicativa acaba generando una imagen extraordinariamente negativa del mundo. Muchos piensan que vivimos en el peor de los mundos posibles, y vivimos en el mejor periodo que ha habido de la historia de humanidad desde hace muchísimo tiempo. Eso no se sabe.
—Eso es lo que suele decir su vecino Javier Gomá [la Fundación Juan March, que preside el filósofo, está a un tiro de piedra del Instituto Elcano].
—Lo dice, claro. Tiene toda la razón.
—¿Qué filósofos y escritores o figuras de la historia le sirven de inspiración a la hora de vivir y a la hora de pensar, en este momento de su vida?
Por primera vez en la historia vivimos una historia única—Ufff, no sabría qué decirle. En la mesilla de noche tengo algunos que he mantenido durante mucho tiempo. Uno es la Biblia, lectura obligada. Otro es una historia del mundo en mapas, de Time-Life. Es un libro de factura enorme, y cuando no tengo nada que leer abro una página, al azar, y te encuentras la historia de la India en el siglo XVI o la revolución industrial británica. Apasionante. Pero lo que cada vez me interesa más es entender la historia del mundo como una unidad. Creo que es una de las grandes tareas intelectuales pendientes. Por vez primera en la historia de la humanidad vivimos una historia única. La globalización nos ha vinculado a todos con todo, de manera espectacular e íntima, aunque en parte oculta. Cualquiera de estos aparatos que estamos utilizando, el teléfono, el ordenador, un automóvil, cuando examinas de dónde viene, das la vuelta al mundo. Entre los transportistas, las materias primas, los que lo manufacturan, los inventores, los comercializadores, la publicidad, los seguros... das la vuelta al mundo. Estamos unidos con todo, y esa vieja cita de Terencio, nada humano me es ajeno, hoy es verdad. Y tenemos que estar en condiciones de entender la historia de la humanidad como una única historia, porque a cada uno de nosotros se nos ha enseñado nuestra pequeñita historia, creyéndote que esa es la historia de la humanidad. No, mire usted, eso no es más que una parte. Esto hoy es muy importante, especialmente para quienes estamos en la parte perdedora del futuro...
—¿Que es Europa?
Lo que está haciendo Putin es escribir nuestra historia—Que es Europa. Claramente, estamos en un mundo post-europeo. El mundo ya es un mundo post-europeo, y en alguna medida empieza a ser post-occidental, pero eso sería mucho más discutible y matizable. No post-europeo en el sentido de que las instituciones y la cultura europea hayan quedado arrinconados, todo lo contrario. Se ha producido una espectacular europeización civilizacional o cultural del mundo, porque la democracia y el estado son inventos europeos, la economía de mercado es un invento europeo, la ciencia es un invento europeo. Todo eso se ha exportado a todo el mundo. Pero si la historia del mundo se ha escrito en Europa durante al menos trescientos años, eso ya ha dejado de ser así definitivamente, la historia del mundo no se escribe en Europa, y lo que debe preocuparnos ahora es si, en los próximos trescientos años seremos al menos capaces de escribir nuestra propia historia o vamos a dejar que la escriban otros. De momento, desde 1945 nuestra historia ha dependido de dos potencias extra-europeas, Estados Unidos y la antigua URSS. Si no somos capaces de articular una Europa seria, potente y rigurosa acabarán escribiendo nuestra historia del mismo modo que nosotros hemos escrito la suya. Estamos en ese brete ya. No es una predicción de futuro. Lo que está haciendo Putin es escribir nuestra historia porque no somos capaces de contenerlo y de escribir la historia de Ucrania desde Europa, no somos capaces de hacerlo.
—¿Qué le saca de quicio, si es que algo consigue desquiciarlo?
La maldad proviene casi siempre de la ignorancia—Probablemente la ignorancia, es lo que más me irrita, y además creo que, en gran medida, la maldad proviene casi siempre de la ignorancia. No siempre, pero casi siempre. Soy muy ilustrado y dieciochesco en eso. Creo además que la mayor parte de la ignorancia es perfectamente vencible, basta un pequeño esfuerzo, tener interés, informarse. Me irrita mucho la rapidez en la respuesta ideologizada, que no ha pasado por el mínimo tamiz. Lees cosas y te preguntas: ¿pero se ha parado por un momento a pensar en lo que está diciendo? Quítese las gafas, las anteojeras ideológicas y mire la realidad. Y cuando lo haces descubres que el mundo es muy distinto a cómo se nos está contando constantemente. Yo creo que la tarea de las ciencias sociales en gran medida es esa, tomar distancia, objetivar. Había un gran sociólogo alemán en los años veinte, que le gustaba mucho a Ortega, Max Scheler, que decía que conocer es alejarse de la realidad. Es una buena idea, tomar distancia. La prensa te acerca a la realidad, pero los árboles te impiden ver el bosque. Los detalles, la agenda, la inmediatez. Ves una fotografía tras otra, no ves la película. La película requiere distanciarse, hay que tomar distancia con la realidad, separarse, en el espacio y en el tiempo. No tenemos perspectiva, vivimos a golpes de información. Así se abren los telediarios, con unas músicas golpeantes, enervantes, excitantes, porque te tienen que contar algo terrible para atraer tu atención.
—¿Alguna vez ha sentido la tentación de desaparecer, o de darle un vuelco a su vida?
—Bueno, sí, todos. De niño pensabas que se moría todo el mundo y solo quedabas tú. Esas ensoñaciones infantiles las he tenido. Pero no, a mí me gusta estar con la gente. Me gusta mi familia, mis amigos. No, no deseo estas películas apocalípticas, no se las deseo a nadie. Sería terrible.
—¿Y le da miedo la muerte?
Me da miedo el dolor, no la muerteLos que tenemos una cierta edad empezamos a considerarla como una compañera que te acompaña en todo momento y en cualquier distracción se te lleva al otro lado. ¡Qué le vamos a hacer! No, miedo no. Me da miedo el dolor y el ser capaz de soportarlo y aguantarlo, y me da miedo causar daño a los demás. Esos procesos finales pueden ser muy dolorosos, para uno y para los demás. La muerte me apena, me disgusta. Me gusta vivir.
—¿Le preocupa la trascendencia, lo que habrá después? ¿Necesita creer en algo después?
—No, nunca me ha pasado. Tras la muerte hay una descomposición y una reorganización, pero el mundo es infinito. ¡Vete tú a saber! También el tiempo es infinito, de modo que todo puede pasar en esa infinitud, pero no me genera inquietud. Siempre he vivido confortablemente instalado en la inmanencia. Que también es infinita.
—¿Quién es Emilio Lamo de Espinosa?
Soy una persona muy curiosa. Me interesa casi todo—Pues un catedrático de sociología, un profesor, sobre todo, al que le gusta enseñar y le gusta estudiar. Soy más bien un estudioso que un investigador, que es cosa distinta. Creo que en las universidades ahora se estudia poco, creo que hay que estudiar, y estudiar es leer mucho, y enterarse de muchas cosas. Soy una persona muy curiosa. Me divierte casi todo. Me interesa casi todo.
Emilio Lamo de Espinosa: «España necesita un gran proyecto de austeridad de la vida pública»
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