Fútbol
Una histeria histórica: el título cierra grietas en una Argentina que celebró como nunca
Argentina, campeona del Mundo
La conquista de la tercera Copa del Mundo es un alivio para una Argentina quebrada, partida al medio, rota en muchos sentidos profundos
Aunque sea por unos días, hay una fiesta con todos unidos. Y la justicia divina con Leo, al fin bien argentino
Esta vez Valentín, mi hijo, con 18 años cumplidos hace un par de meses, tiene razón. Lo acepto. Valentín, al final, me ganó. Messi es el mejor de la historia. Ahora sí es el mejor. Y es la derrota que más feliz me hace en ... todos los debates futboleros que hemos desarrollado. Habíamos tenido miles de discusiones girando alrededor del mismo tema: ¿Maradona o Messi? Con la ventaja de haber sido contemporáneo de Diego, con sus aventuras en el 86, con la Mano de Dios, con el mejor gol en la historia de los mundiales, con la mística del 90, con lo que Leo no podía conquistar en celeste y blanco, siempre ganaba yo. Pero Valen a Maradona no lo incorporaba. Hasta que el Pelusa murió y ese día se emocionó. Lo empezó a querer de verdad. Algo así me sucede en este momento con Messi. Lo admiraba, lo veneraba, me asombraba. A todo el mundo le sugería que en lo posible no se pierda un partido de Leo porque cuando ya no juegue no sabremos si habrá otro igual. Pero no lo sentía como a Diego. En cambio, con este Mundial, Messi se me hizo piel. Se metió en mi corazón con la fuerza de un puñal. Y es hermoso volver a sentir así.
Esa grieta futbolera ínfima que se cierra, casi hasta divertida, casi hasta un condimento esencial para disfrutar todavía más con este juego fabuloso, resume el significado de esta tercera Copa del Mundo para Argentina.
Para un país quebrado, partido al medio, roto en sentidos profundos, dividido entre aquellos poquitos que tienen sus vidas resueltas y aquellos muchísimos que viven sin horizonte ni ilusiones, Messi y la Scaloneta resultan un fenómeno unificador. Es que, aunque sea por algunos días, aunque sea hasta el nacimiento del nuevo año, logran cerrar múltiples grietas. Ahí, en esa majestuosa celebración en la avenida 9 de Julio, copada en modo compacto en casi toda su extensión, estábamos todos. Pero todos. No había ningún tipo de distinciones. Celeste y blanco puro. Se respiraba una brutal necesidad de festej ar.
Pasa porque este Messi y la Scaloneta representan todo lo que no se encuentra hace tiempo en el mapa político argentino. Primero, construyeron hacia dentro, hasta configurar un equipo de verdad, sólido, potente, ganador. Después, establecieron puentes con la gente a pura naturalidad, bajando mensajes genuinos, claros, cercanos. No es casual la identificación con esta Selección. Por algo desde la primera victoria mundialista, desde el triunfo contra México, la gente salió a las calles. Sonaba desmesurado, pero era lo que pasaba.
A este Messi todos lo necesitábamos así de celeste y blanco. Los menores de 40 porque nunca habían visto campeón del mundo a Argentina. Y porque no habían visto a un genio transformado en superhéroe y liderando semejante gesta histórica. Y los mayores de 40 también debíamos observar a Leo así para desmentir que después de Diego no habrá otro igual, para que nos convenzan como lo hizo conmigo Valentín.
Messi jugó este Mundial como jugamos los argentinos en el potrero, en cualquier partido de amigos, campeonato de barrio o de la empresa. Puso el talento de siempre, pero encima se transformó en el verdadero capitán. El que además se enoja, desafía, protesta y, a veces, hasta exagera y traspasa límites. Lo hizo por momentos desafiando dolores físicos. Lo coronó nada menos que con 35 años, corriendo hasta el último minuto de tiempos suplementarios extenuantes. Así jugamos nosotros, o tratamos de jugar. Llega un momento donde parece que es todo o nada y hasta nos cruzamos ferozmente con amigos de toda la vida, pero al ratito nos abrazamos como si nada hubiera sucedido. En otros lugares del mundo, más sofisticados, reflexivos, moderados, jamás lo comprenderán. El Messi europeo, aunque lo disfrutábamos, no terminaba de cerrarnos. Hasta que llegó este Messi bien argentino…
Este Messi rescata a un equipo en situaciones delicadas, pero también depende de esa construcción colectiva que lo sostiene. Tal vez no sea casual que haya establecido nexos muy fuertes con ciertos futbolistas.
El primer nuevo socio de aventuras de Leo en este grupo diferente fue De Paul. La química entre ambos espontánea brotó. El capitán, como símbolo del talento descomunal; Rodrigo, como paradigma del esfuerzo conmovedor… Siempre el 10 habló maravillas del Dibu, el arquero de las atajadas mágicas, el que lo mantuvo en carrera en varias situaciones adversas con una personalidad de otro planeta, casi establecida en el exceso de la argentinidad… Messi con palabras elevó desde un principio a Julián Álvarez, a ese delantero de generosidad máxima que presionaba a los rivales también por todo lo que no puede hacer Leo…
Todo eso que sucede en la Selección alrededor de Messi es igual a la Scaloneta. Todo eso lo pensó y lo generó el otro Lionel, Scaloni, el que rompió con los moldes de las escuelas de entrenadores. Nunca había dirigido en forma profesional y aquí está, en su primera experiencia, campeón de América y ahora campeón del mundo. La Scaloneta es un equipo que parte de la humildad, la sencillez y la convicción. Lo primero que quería Scaloni era que Messi se sintiera uno más, pero que también sus compañeros lo trataran así, que supieran que Leo los necesitaba, que ellos además se convencieran de que eran importantes para él. Supo el técnico exprimir al máximo el conocimiento que tenía del genio tras haber compartido el Mundial 2006 como compañeros y el traumático Mundial 2018 como ayudante de campo de Jorge Sampaoli.
Transparente es Scaloni. Como lo era aquel jovencito campeón del mundo Sub 20 en Malasia 97, junto a Riquelme, Aimar y compañía. Contagia. Dispara emociones porque no oculta cuando se emociona. Entonces, llora en el banco de suplentes, llora en una conferencia de prensa, llora cuando en pleno éxito viene Messi y lo abraza para agradecerle, llora cuando desde su pequeño pueblito (Pujato, provincia de Santa Fe) la tele lo engancha con niños que le dicen gracias y con un amigo que le cuenta que ahí, donde nació, todos lo esperan para darle el abrazo más cálido.
Eso sí, este otro Lionel no tiembla. Si Di María debe quedarse sentado entre los suplentes, afuera. Si Lautaro, el goleador de su era, debe salir porque el arco se le cerró, afuera. Así Argentina termina entre sus once habituales con jugadores como Enzo Fernández, Alexis Mac Allister y Julián Álvarez, quienes no eran titulares en la formación ideal pre-Mundial. Y si se repasa nombre por nombre, cada uno de los nuevos campeones del mundo encarna una historia de superación, a tal punto que la inmensa mayoría hace un par de años seguro no se imaginaba en esta situación en este momento.
La conquista de la Copa América en Brasil liberó a Messi, a Di María, a todos. El grupo se terminó de afirmar y aquí está, campeón del mundo, alegrando a un país y cerrando grietas diversas. Algunas son menores, son futboleras. Ya no habrá más Maradona o Messi. Ahora será Diego y Leo. Ya dejará solo de compararse a Menotti con Bilardo, como si fuesen dos modos distintos de vivir. Ahora, entre el Flaco y el Narigón, con la fuerza gringa incorporada en su Pujato natal, aparecerá Scaloni, como una síntesis de lo que eran los entrenadores del 78 y del 86, porque esta Selección de a ratos juega y entusiasma, de a ratos corre y resiste, de a ratos pelea, siempre reacciona.
Al cabo, sobran las razones para comprender este fenómeno unificador representado por Messi y la Scaloneta. Nos regalaron una esperanza, nos cautivaron y nos subieron a su viaje mundialista. No mintieron, no defraudaron. Si Dibu no tapaba esa pelota del final que nos paralizó, la ecuación no hubiera cambiado. Ya habían vencido por goleada al ultra exitismo futbolero de este país. El reconocimiento para ellos hubiera sido también fascinante. Ya estaba preparándose. Igual mejor así, claro.
¡Cómo me apretó la mano Valentín en los penales! ¡Qué abrazo nos dimos cuando Montiel sentenció todo! ¡Qué fiesta hermosa en el Obelisco y en cada rincón del país! Una vez más el fútbol a los argentinos nos rescató y, aunque sea por unos días, nos unió. Messi y la Scaloneta lo hicieron.
Si se coge un globo terráqueo, Qatar es poca cosa. Una peninsulilla casi invisible que se escapa de Arabia y penetra en el Golfo Pérsico. Tiene la extensión de la Región de la Murcia. Hasta hace cincuenta años era un emirato paupérrimo, una polvorienta tierra de camelleros y pescadores de perlas. El hallazgo de petróleo y, sobre todo, de una formidable bolsa de gas que atesora el 15% de las reservas mundiales, regó de dinero el país, dominado por la familia Al Thani. La fisonomía de Doha, capital de Qatar, cambió aceleradamente, con formidables construcciones que dibujaron un 'sky line' de fantasía. Este prólogo histórico es esencial para comprender por qué el Mundial ha acabado recalando aquí, en esta tierra ardiente sin pasión por el fútbol, pero con muchas ganas de ejercer el llamado 'soft power', un poder blando que no depende de los ejércitos ni de la población, sino de la diplomacia y de la capacidad de influencia. Qatar quiere estar metido en todos los ajos y, gracias a su billetera insondable, ha obrado el milagro de tener buenas relaciones con Estados Unidos y con Irán. El deporte le ayuda a conseguir un rutilante cartel internacional.
Si hablamos desde el punto de vista puramente organizativo, el Mundial ha sido un éxito. No ha habido apenas fallos en la coordinación, el transporte ha funcionado bien y solo el acceso a algunos estadios ha resultado exageradamente complicado. Un ejército bien nutrido de amables voluntarios ha ocupado cada esquina de Doha para ayudar a los visitantes, periodistas o aficionados. Tampoco ha habido incidentes reseñables. La presencia policial ha sido abundante y poco intimidatoria, aunque había 3.000 antidisturbios turcos escondidos y preparados para intervenir en caso de necesidad. La ley seca que rige en todo el país, salvo en establecimientos con licencias especiales, ha contribuido a que los ánimos no se desmandaran incluso en partidos que se presentaban muy calientes, como el Argentina-México de la primera fase.
Pero este éxito organizativo no oculta los graves problemas de un Mundial que se adjudicó de forma muy turbia en el año 2010, con sospechas de sobornos y compra de votos. La FIFA explica que en su deseo de traer el torneo a Qatar pesó sobre todo la necesidad de exportar el fútbol y de convertirlo en un deporte global capaz de convivir con todas las culturas. Este argumento suena a justificación a posteriori. Incluso Joseph Blatter, el expresidente de la FIFA, reconoció que otorgarle la Copa del Mundo a Qatar fue «un error». En la construcción de los estadios fallecieron cientos de trabajadores emigrantes, aunque la cifra sigue en disputa y tal vez nunca se aclare. Tras muchos años negándolo, el Gobierno catarí ha acabado reconociendo «unas cuatrocientas muertes», aunque una investigación del diario The Guardian elevó esa cifra hasta los 6.000. La presión internacional hizo que las autoridades del emirato fueran aprobando diversas mejoras laborales a partir de 2018. Hasta entonces regía, como en otros países de la zona, el sistema de la 'kufala' o patrocinio, una práctica que colocaba al trabajador extranjero en situación de servidumbre, a merced de la voluntad de su patrón.
Los ocho estadios del Mundial, la mayoría construidos ex profeso, son de revista de arquitectura. La creatividad de coliseos como Al Bayt, esa gigantesca jaima en el desierto, o el 974, con el exterior construido con contenedores, se sale de los cánones habituales en los campos de fútbol. Sin embargo, la mayoría de ellos se trasladarán, verán recortados sus graderíos o se convertirán en centros comerciales. Apenas mil personas acuden a los estadios para seguir la liga local de fútbol, pese a las estrellas de importación que reclutan sus equipos. Los viernes, día festivo, no se ven en los descampados de Doha a los niños pegándole patadas a una pelota, sino a trabajadores emigrantes con los palos de críquet en la mano.
Una vez comenzado el Mundial, la gran disputa se produjo a propósito de la defensa de los derechos de los homosexuales. En un discurso más cínico que memorable, el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, anunció que «se sentía gay» un minuto antes de prohibir que las selecciones participantes jugaran con un brazalete con los colores de la bandera arco iris y el lema 'One love'. Como algunos capitanes habían insinuado que se lo iban a poner pese a las multas, Infantino decidió que se les sancionara deportivamente, sacándoles tarjeta amarilla, lo que hubiera comprometido su desempeño en el campeonato. Nadie lo hizo, pero quedó claro que la FIFA estaba abjurando de sus propios principios para no desairar a su anfitrión. De pronto 'love' se convirtió en una palabra maldita e incluso la selección belga renunció a jugar con su segunda equipación, que lleva escrito ese mismo mensaje de amor. Para Qatar, la homosexualidad es, más allá de un pecado, un grave delito penado con hasta siete años de cárcel. La misma pena que reciben los adúlteros.
Durante la primera fase del torneo los asuntos políticos se mezclaron con los deportivos e incluso llegaron a cobrar mayor trascendencia. La decisión de los futbolistas de la selección de Irán de no cantar el himno de su país causó un enorme revuelo. Los jugadores denunciaban así la brutal represión de los ayatolás, que estaban sofocando a sangre y fuego las manifestaciones populares en favor de la libertad de la mujer. El himno iraní, una canción que se compuso tras el fallecimiento de Ruhollah Jomeini, hace votos por la permanencia de la república islámica, con lo que el silencio de los futbolistas adquirió el tono de un clamor. Los clérigos respondieron con amenazas nada sutiles y en el partido siguiente, contra Gales, los jugadores de Irán se limitaron a mover los labios sin ningún entusiasmo.
El mes del Mundial ha supuesto un paréntesis en la vida cotidiana de Qatar, un país a la americana, de coche, hamburguesa y centro comercial. Hay en el emirato mucha más población emigrante que local. De los 3 millones de habitantes, se calcula que solo 350.000 son cataríes de origen. La FIFA se enorgullece de que, según sus datos, 1,4 millones de personas hayan visitado el emirato durante este Mundial otoñal. Sin embargo, la avalancha de aficionados mexicanos, argentinos, saudíes e indios no oculta la escasísima afluencia de seguidores europeos, espantados por las fechas y por una legislación tan resbaladiza en materia de derechos humanos. La costumbre catarí discrimina a las mujeres, sometidas a la tutela masculina (esposo, padres, incluso hermanos) para cualquier decisión importante. En cuanto a los códigos de vestuario, aunque dependen de cada familia, las más conservadoras imponen el niqab, una túnica negra que solo deja abierta una ranura para los ojos. No es raro verlas, recluidas en esas cárceles móviles, cargadas de hijos o de bolsas, comiendo o comprando en los centros comerciales. Durante la Copa del Mundo ha habido una mezcla, en ocasiones muy variopinta, de vestuarios y comportamientos. Mujeres con niqab o con hiyab (el pañuelo) viajaban en el metro junto a aficionadas de largas melenas y minifalda. Nadie molestaba a nadie, pero sería temerario sacar conclusiones. La verdadera realidad del emirato aflorará de aquí a dos meses, cuando comiencen a desmontarse los estadios y de los forofos extranjeros ya solo quede un recuerdo extravagante.
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