El japonés Kore-Eda, o la calma tras la tempestad Una pequeñita película palestina,
E. RODRÍGUEZ MARCHANTE
SAN SEBASTIÁN. El pulso de la competición, convulso y jadeante por la película de Jaime Rosales, «Tiro en la cabeza», se tornó ayer en un ritmo flemático y sereno gracias al cine balsámico del japonés Hirokazu Kore-Eda, que presentaba una película ... que hasta lo sugiere en su título, «Still walking». El director japonés, que ya había estado en este festival un par de veces, incluso antes de su gran éxito con «Nadie sabe», además de a tranquilizar el ambiente, también ha contribuido a subir el nivel de la competición con una obra ejemplar, modélica dentro de su propia filmografía y dentro también de la japonesa en general.
Un aparentemente liviano drama familiar, concentrado en un día primaveral y transparente, en el que un matrimonio anciano recibe a sus hijos y nietos para conmemorar los quince años de la muerte del hijo mayor. Una cámara a la altura de los ojos de sus personajes, alegre en exteriores y melancólica en interiores, que nos describe la vida de esas personas muy desgastadas entre sí por el roce y con un finísimo sentido de la oportunidad en el reproche y una gracia cruel e ¿inocente? En la crítica, en especial la madre, que mantiene a raya los humos de su borde marido y patriarca, y puntúa (en realidad, hace que nos percatemos nosotros) lo bueno y lo malo de los demás miembros de la familia.
Puro cine japonés; o mejor, cine japonés puro. La preparación minuciosa y puntillosa de las comidas, tan habituales y abundantes; la relación y el trato tan sedoso por fuera y lijoso y arriscado por dentro; el presente que camina con lentitud y magullado por las presiones del pasado, del que se nos ofrecerán fragmentos y pizcas con el mismo detalle perfeccionista que si fueran comida; las miradas, comentarios suculentos, silencios, paseos, bromas, recuerdos y planes, en un ambiente tranquilo, relajado, cálido y... tormentoso. Con un chorreón final (o sea, de escena final, algún tiempo después) que provoca una mirada distinta a todo lo anterior, más de ojos rasgados, más oriental, o sea, ya serena tanto por fuera como por dentro.
Y el día fue completo, pues la competición rubricó con una pequeñísima película palestina llena también de intenciones balsámicas. «El cumpleaños de Laila» también transcurre en un día, o sea en unas horas, desde que el padre, ex juez y taxista, sale de casa hasta que vuelve a las ocho de la tarde para celebrar el séptimo cumpleaños de su hija. Un hombre y un taxi, como en la de Scorsese, pero al otro lado del planeta, en una ciudad que este hombre cabal y sensato no entiende en absoluto: a través de sus ojos vemos la falta de educación cívica de sus conciudadanos, y la levedad ideológica, y su poco aprecio a las normas, y también su capacidad de sufrimiento y sus miedos y riesgos. Es como si el director, Rashid Masharawi, quisiera darles un capón a sus vecinos, y por ello la película tiene, y no abandona ni en los momentos más duros, un tono de comedia ligera. Las peripecias son leves, pero sus entrañas, sus resortes internos, son muy profundas, expresivas y reveladoras. El aplauso al final de la proyección fue sonado.
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