De lo carnal a lo espiritual

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Tiene mucho por descubrir el espectador que acuda estos días al Teatro Real a ver el díptico formado por dos obras fascinantes: «Iolanta», última ópera de Chaikovski y, por tanto, trascripción de su postrera melancolía, y «Perséphone» de Stravinski, un himno de concentrado clasicismo y ... severo encanto. Dos mundos, dos estados y dos estéticas pero una sola intención. Eso ha querido el Real y quienes le sirven.

El director Peter Sellars porque es el artífice del espectáculo. Estos días ha reflexionado sobre el mensaje para hablar de la luz como punto de encuentro. Mejor aún, las sombras que de ella nacen y que, en dos dimensiones, dibujan el transcurrir de los personajes en «Iolanta» y, al tiempo, lo mucho que en la obra hay de ausencia, la falta de profundidad. Suena demasiado ideológico pero el resultado llega al espectador. Los abundantes aplausos en el descanso dejaron claro que la desnudez de los objetos escenográficos, las tripas al aire del propio escenario, la simplificación del gesto y del espacio vital, el gradual colorido de lo contemplado, favorecen el siempre deseable tránsito de lo carnal a lo espiritual.

Al fin y al cabo este es el objetivo del arte cuando es verdadero. Por eso también es muy creíble el trabajo de Dmitry Ulianov, cantante de raza y medios, el mejor, sin duda, junto a Alexej Markov. Porque Ekaterina Scherbachenko ha de mejorar. Ya lo hizo ayer tras un principio de afinación desastrosa logrando luego bonitos detalles en lo más lírico («No entiendo tu silencio…»), bien apoyada por su amante, Pavel Cernoch. Y frente a todos ellos otro vínculo en común, progenie de este Real: el director musical Teodor Currentzis, quien comparte la claridad en el concepto, pone orden en los planos, buen ajuste del foso y dibuja la música con gran calidad. La más romántica de Chaikovski, a la que templa con medida efusión, y la más sobria de Stravinski, a la que favorece con su temperamento.

Para qué ocultarlo, «Perséphone» es una debilidad. Pero es que, además, algo hace creer que es en esta obra donde se encuentra el meollo del trabajo de Sellars. Será por la especial coherencia que para entonces cobra el espacio abstracto en el que todo transcurre, por la delicada gestualidad de los bailarines de Camboya que lo decoran, por la siempre polisémica presencia de los personajes duplicados… Y es difícil lograrlo, porque la no ópera de Stravinski deja demasiados flecos en el aire lo que lleva siempre a soluciones poco satisfactorias. Paul Groves, por ejemplo, canta a Eumolpe con efusión, y Dominique Blanc recita a la protagonista con buena cadencia, aunque con fea calidad debido al uso de la amplificación.

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