Premio musical y castigo escénico en el Festival de Bayreuth
Klaus Florian Vogt recibe, en Lohengrin la ovación más clamorosa desde el 2000, cuando Plácido Domingo cantó el Siegmund en el Anillo del milenio
OVIDIO GARCÍA PRADA
Hay cosas que nacen con un triste sino. Por ejemplo, la saliente producción de “Tristán e Isolda” de Christoph Marthaler . Su montaje escénico nació en 2005 con un doble defecto congénito: frío minimalismo escénico y carencias musicales . Se dice que el ... regista helvético engendró aquel año dos hijos: el biológico lo acogió con alborozo; el otro, descalabrado en la velada inaugural, lo dejó abandonado y entregado a la inclusa. El abucheo fue total, debido también a la decepcionante batuta del nipón Eiji Oue .
Marthaler no volvió a Bayreuth, por más que aquí impera el principio de la “work in progress” de su “taller escénico”. Ajado y vetusto “revive” por séptima vez, convertido últimamente en simple pieza de relleno. Para remediar la irremediable ranciedad efectuó este año Anne-Sophie Mahler algunas modificaciones positivas, pero la estructura se mantiene inalterada y nadie, ni escénica ni musicalmente, le llorará una lágrima como sucedió en 1999 en la última función del montaje precedente de Heiner Müller después del antológico tercer acto con la pareja Jerusalem-Meier en trance y Barenboim transfigurado.
Iréne Theorin , Isolda temblorosa y tremolante inicialmente, exasperante a veces ya en el mezzoforte y hasta en los parlandos, fue imposible discernir en qué idioma cantaba. Con más tersura, lírismo y agudos menos estridentes después, especialmente en el dueto amoroso con Dean Smith (Tristan ), el cual con su encomiable voluntarismo en su tercer acto forzó la voz y sucumbió frente a la orquesta.
Notable Rasilainen (Kurwenal) , solventes Breedt (Bragäne) y Lukas (Melot), hasta ahora el único solista natural de Bayreuth en la historia del Festival. El coreano Kwangchoul Youn (rey Marke ), voz cavernosa de vigorosos armónicos con resonancias de ultratumba y perfecta articulación textual, imparable también en este nuevo papel. Peter Schneider dirige –sin genialidades, pero también sin sobresaltos- con la misma rutinaria soltura que aquel otro meritorio “marcapasos” que fue Horst Stein . La música por si sola compensa y el aplauso fue unánime.
Por suerte, cada día tiene su afán y una nueva obra en Bayreuth. La tercera reposición de “Lohengrin” trajo una brisa de aire fresco. En ambos sentidos, escénica, dramática y, a pesar de que por su instrumentación no es la obra ideal para la sala, también musicalmente. Andris Nelsons, director wagneriano en alza y notable agógica, labró, por ej., un preludio del segundo acto maravillosamente parsimonioso, con un melancólico toque mágico prefigurador de insidias venideras.
En un laboratorio de ratas
Hans Neuenfels ambienta irónicamente la acción en un laboratorio, con el coro como ratas de experimentación. La decoración escénica es funcional, luminosa y de líneas claras; la dirección actoral, naturalista y supeditada a la acción canora. Samuel Youn (heraldo), aplomado y radiante, en abierto contraste con lo visto y oído dos días antes. Thomas Mayer (Telramund), debutante, resucitó en el segundo acto en plan dominador, con una intensidad dramático-musical inusitada, frente a la decepcionante Ortrud de Susan Maclean. El personaje le brindó esa porción de rabia y despecho personal que le constreñía como pelele en manos de la pérfida intrigante.
Schwinghammer debutó doblemente en Bayreuth y como rey Heinrich, un papel temido por los bajos profundos por su tesitura extremosa con la voz en movimiento permanente por dos octavas. Para ser originalmente un intérprete de música sacra se desenvolvió con dignidad. Annette Dasch (Elsa ), en general, gris (¿fatigada?), convincente sólo en la escena del tálamo, uno de los cuadros actoral, vocal y orquestalmente más logrados. El coro, pilar del Festival, reforzó la duda de andar un ápice desenfocado, sin ese perfecto empaste y nitidez habituales.
Prescindiendo del disfraz ratuno, los tres vídeos superfluos y ciertos tics ácratas irónicos (durante las fanfarrias, marcha nupcial, el feto duca...), que interfieren la vivencia musical, se podría decir – terribile dictum! - que este montaje del septuagenario corifeo iconoclasta Neuenfels es esencialmente tradicional.
Esos apósitos motivaron el persistente abucheo , aunque saliera siempre en compañía de quienes en solitario eran ovacionados ruidosamente. Pero fue valiente, Marthaler no hace ni eso. Klaus Florian Vogt, tenor ligero wagneriano in crescendo de bello timbre, mereció una mejor Elsa como pareja. Recibió la ovación más clamorosa desde el 2000, cuando Plácido Domingo cantó el Siegmund en el “Ring” del milenio.
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