Van Morrison toca el cielo en el Liceo
Este sábado se pudo ver en el teatro barcelonés un exquisito y soberbio ejercicio de fortaleza vocal y elegancia estilística
Van Morrison toca el cielo en el Liceo
Más o menos a la altura del segundo deletreo de esa «G-L-O-R-I-A» que impulsa el célebre tema de «Them», Van Morrison echó un vistazo a un reloj digital con cuenta atrás estratégicamente situado tras un amplificador, agarró la armónica y, ... en cuanto el reloj llegó a 00:00, se esfumó por el lateral del escenario. La banda seguía trotando con brío sobre el ryhtm’n’blues de etiqueta, pero el irlandés ya había cumplido. ¿Para qué más? Ahí estaba el reloj, convertido en cronómetro emocional y marcando la hora a alguien al que, queda claro, no le gusta regalar nada.
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Es por cosas como esta por las que Van Morrison se ha ganado a pulso su fama de esquivo y tacaño, una imagen de implacable negociante que, sin embargo, no deslució el magistral, inmenso, regreso del autor de «Astral Weeks» al Gran Teatro del Liceo. Es más: si sus últimas actuaciones en la ciudad habían tenido algo de acto funcionarial, de fórmula ejecutada sin demasiadas ganas, lo que se pudo ver el sábado fue un exquisito y soberbio ejercicio de fortaleza vocal y elegancia estilística. Basta con recordar esa torrencial y expansiva versión de «Moondace», un auténtico lujo de vientos y teclas retozando libremente que haría palidecer todos los galanes del jazz-pop que la han convertido en un estándar manoseado, para convenir que, cuando quiere, el irlandés aún es capaz de transformar su repertorio en un gozoso, intenso y emocionante diálogo entre soul, jazz y blues.
Potente soplete
Arropado por una banda impecable que, cosas de la tecnología, consultaba sus partituras en relucientes Ipads y con su (más bien discreta) hija Shana a los coros, Morrison hizo cima en el Liceo y, con la misma naturalidad con la que debía pasear por Woodstock durante la grabación de «Moondance», fue rehaciendo su repertorio sobre la marcha, aplicando nuevos giros y cadencias y transformando sus composiciones en canciones-río que fluían, elegantes y majestuosas, entre vientos impulsivos y sutiles inyecciones de piano.
Su garganta fue, una vez más, ese potente soplete capaz de entrelazar géneros, fundir emociones y anudar el blues terroso y seco de «Baby Please Don’t Go» al soul aterciopleado de «Days Like This» y el gozo oceánico de «Crazy Love» a la emoción a flor de piel de «Sometimes We Cry». No faltaron piezas prácticamente fijas como «Brown Eyed Girl» —en versión luminosa y juguetona, con Morrison exhibiéndose al saxo— ni guiños a su último trabajo —cayeron«Born ToSing» y «Retreat And View»— pero, más allá de los caprichos del repertorio, Morrison tocó el cielo del coso operístico por su manera de moldear y exprimir lo mejor de la jovial y soleada «Whenever God SHines His Light», de rehacer el country en «Ican’t stop loving you» y, sobre todo, de abrazar y sacudir a cada uno de los espectadores con esa voz balsámica y profunda.
No hubo bises y, en efecto, cuando el reloj llegó a cero el irlandés salió disparado pero, ¿Para qué más?
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