Madrid era una fiesta
Entre los años 20 y 30 del siglo XX, la capital vivió de noche, al ritmo de una nueva forma de ocio que se apagó con la guerra
Hubo una ciudad donde Ramón Gómez de la Serna recitaba greguerías en cafés insomnes y donde el bailarín Harry Fleming montaba espectáculos de jazz con toreras en motocicleta en plazas llenas hasta reventar. Una ciudad donde las 'golfemias' (con 'g', adaptación a la madrileña de ... los bohemios) alargaban las noches hasta el amanecer, los cócteles de Chicote abrían la puerta a la modernidad y el desnudo artístico escandalizaba a curas y marquesas por igual.
¿París? ¿Berlín? No, era Madrid en los golfos años 30. Alfonso Domingo lo rescata con 'Cabaret Iberia' (Libros del KO), un libro que se zambulle en esta explosión de vida, arte, sexo y modernidad.
Todo estaba en ebullición: los cafés, los teatros, las redacciones, los salones, los reservados. Había una urgencia por vivir, como si sospecharan que el tiempo se iba a acbar pronto. En efecto, duró poco más de una década, un suspiro
'Cabaret Iberia'
- Autor Alfonso Domingo
- Editorial Libros del K.O.
- Número de páginas 36
- Precio 22,90 euros
«A Madrid llegó el jazz, como a otras ciudades europeas, pero también la rumba, el tango y los shimmys», cuenta el autor. Estos ritmos nuevos se mezclaron con otros productos patrios como la zarzuela, la copla y el flamenco; este último, todo un fenómeno popular y transversal, pues llegó «desde la intelectualidad del 27 a las grandes masas».
En este cóctel convivían la aristócrata Argentinita, quien hizo «una dignificación del folclore y del flamenco como no se había producido nunca», el pintor Gutiérrez Solana y el provocador Álvaro Retana, «enfant terrible» que diseñaba vestuarios, componía cuplés canallas y escribía novelas sicalípticas con generosa carga erótica.
Madrid estaba lista para dejar de ser un «caserón manchego» y decidió no dormir. Si lo hacía, era entre las cinco y las seis de la mañana, como mucho. El país se había sacudido la depresión del desastre del 98 y de las pérdidas de las colonias.
La neutralidad en la Gran Guerra hizo que algunos se enriquecieran y la capital se convirtió en un polo de atracción para artistas, hombres de negocio y mujeres de vida alegre.
Por arriba, crecían rascacielos; por debajo, se abrían túneles para el metro.
Emergía una clase liberal y las mujeres comenzaban a reclamar derechos. «Un país atrasado se moderniza a velocidad de vértigo, y el artisteo es un motor cultural de primer orden».
'Cabaret Iberia' repasa esos años de frenesí, desde la muerte de Galdós (1920) hasta la de Valle-Inclán (1936), con el estallido de la Guerra Civil como fundido a negro. Madrid era una fiesta.
Dancings
En los dancings se celebraban maratones de baile -la República los prohibió en el Circo Price en el 35-, las mujeres se liberaban de corsés reales y simbólicos, y florecían cabarets que coqueteaban con el infierno.
El Satán, situado junto al cine Doré, era una gruta con decoración demoníaca frecuentada por intelectuales. Su cierre lo decretaría el Partido Comunista, cuando llegó la guerra, que veía en estos lugares «fenómenos elitistas y banales, que no dignificaban a la mujer».
Había locales para todos los gustos y todas las clases: desde el aristocrático Casablanca, donde la copa era cara y el ambiente distinguido, hasta los tugurios de la calle Magdalena, «el cabaret de los náufragos». Allí, el baile ya coqueteaba con la prostitución.
Este libertinaje encontró reticencias, y no solo entre la Iglesia que por supuesto se opuso a estas nuevas formas de diversión: también desde la izquierda surgieron voces críticas. El propio Álvaro Retana, que había sido procesado en tiempos de Primo de Rivera por «atentar contra la moral», llegó a escribir que aquellos espectáculos «eran ya de una bajeza instintiva animal, sin relación con la sexualidad libre».
La prensa fue otro laboratorio de vanguardias. A principios de siglo, Madrid albergó el mayor número de periódicos de su historia. Eran años con cafés repletos de jóvenes plumillas que soñaban con conquistar el mundo de las letras.
Había un hambre estética. Se vestía con atrevimiento, se leía con voracidad, se hablaba con ironía. Los cafés eran redacciones ambulantes, las redacciones parecían cafés.
Quizá Chaves Nogales sea el clásico entre los clásicos, en un tiempo en el que hizo fortuna el 'periodismo vivido', o 'gonzo', esos reportajes en los que el periodista se infiltraba en un centro psiquiátrico si hacía falta.
Las mujeres se subieron a esta ola; desde Josefina Carabias, pionera del informativo radiofónico, hasta Magda Donato y Carmen de Burgos, Colombine.
Tampoco faltaban hombres entusiastas, que se colaban en camerinos y describían a las vedetes con más deseo que rigor, en los periódicos y en las revistas.
«Las revistas tuvieron un desarrollo maravilloso», afirma Alfonso Domingo. 'Estampa' y 'Crónica' marcaron estilo con sus fotografías y sus crónicas rompedoras. La moderna '¡Tararí!' anticipó lo que en los años 80 haría la 'Guía del ocio'.
Había emergido una clase de madrileño que necesitaba saber a dónde ir los fines de semana -juernes incluidos-, qué espectáculo ver, dónde podría uno coincidir con Celia Gámez o con Ramón Gómez de la Serna...
Gómez de la Serna merece capítulo aparte. Autor, performer, excéntrico, era omnipresente. «Ramón era inevitable», dice Domingo. «Cuando llego el jazz, hizo un texto que se llamaba 'Jazzbandismo' y lo declamó pintado de negro». Daba conferencias en circos con rollos de papel higiénico, participó en las primeras filmaciones sonoras, inauguró el Festival de Cante Jondo de Granada. «Estaba en todos los saraos, en todas partes».
Fundó la mítica tertulia del Pombo, templo de la greguería. Por allí pasaba todo el mundo, también los que estaban de visita en Madrid: Cocteau, Borges, Buñuel...«Estaban todos los artistas, todos los escritores. Aparte de lo que él creaba, su principal creación fue él mismo como personaje».
Inevitables, como Gómez de la Serna, lo fueron también Pastora Imperio, o la Niña de los Peines. Como lo fue la Argentinita, que junto a Lorca y Sánchez Mejías dio empaque al folclore.
Golfemia
Madrid fue una plataforma para el mestizaje feliz entre lo propio, lo cañí, y lo cosmopolita. Y si no, basta con ver lo que hacía Harry Fleming: jazz afroamericano, mujeres toreras, novilladas y bailes de todo tipo. Todo eso en la plaza de toros de Valencia, y con 10.000 personas aplaudiendo hasta romperse las manos. O el payaso Ramper, que se convirtió en símbolo de la vanguardia absurda.
Madrid era un laboratorio de culturas, de ritmos, de cuerpos. Un punto de encuentro entre lo viejo y lo nuevo.
Uno de los grandes hallazgos del libro es el rescate de la palabra golfemia, esa bohemia golfilla, trasnochadora y pícara que vivía en cafés, cabarets y pensiones de tercera. Personajes como Emilio Carrere o Pedro Luis de Gálvez (poeta, sablista y oportunista político, todo en uno) encarnan esta fauna literaria que vivía a base de cafés fiados y artículos a destajo.
Madrid vivía con prisa. Por eso florecieron bares americanos como el de Chicote: un 'barman' para la historia. «Chicote no bebía cócteles, solo vino de Rioja», recuerda Domingo. Pero eso no impidió que su bar fuera un templo de la modernidad, punto de encuentro de actores, espías, vedetes y periodistas.
Chicote, maestro de la mezcla, era confidente, psicólogo. Nunca delató a nadie, jamás reclamó una deuda. Y logró lo imposible: que el espíritu de los años 30 sobreviviera a la posguerra.
Había en aquellos años también espectáculos taurinos, con adeptos y contrarios. Se alzaron voces en su contra, como la de Julio Camba, y al tiempo había toreros intelectuales, como Sánchez Mejías, «que le dieron otro aspecto a la fiesta».
Y el fútbol asomaba la cabeza, con retransmisiones en los bares y partidos benéficos protagonizados por vedettes. Sí: el primer fútbol femenino de este país lo jugaron las cabareteras, en los años 30.
Fundido a negro
Luego pasó lo que tantas veces ha pasado en España: llegó la guerra. Y con ella, el apagón. Los cabarets cerraron, las vedettes se escondieron y la modernidad se convirtió en pecado.
Algunos personajes sobrevivieron como pudieron (Chicote entre ellos), otros fueron fusilados, y otros simplemente olvidados. 'Cabaret Iberia' termina en 1936, cuando Pedro Luis de Gálvez -el bohemio que paseó a su hijo muerto en una caja de zapatos pidiendo dinero- apareció con un pistolón en una tertulia.
Ramón Gómez de la Serna lo vio y huyó a Buenos Aires. Fue un fin de época.
La guerra lo borró todo, pero aquel Madrid de vanguardia, de jazz, de sexualidad exacerbada y de agitación cultural existió.
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