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Mi suegra Susan Sontag

Sigrid Nunez evoca en unas emotivas memorias la parte más humana y cotidiana de la escritora estadounidense

Mi suegra Susan Sontag AFP

INÉS MARTÍN RODRIGO

Un día de primavera de 1976, Sigrid Nunez (Nueva York, 1951), una joven aspirante a escritora recién graduada en Columbia, conoció a Susan Sontag (1933-2004), quien pasaría a convertirse en su «mentora natural». Sontag necesitaba ayuda para ordenar la ingente cantidad de correspondencia que había recibido durante su tratamiento contra el cáncer y Nunez llegó al 340 de Riverside Drive (Nueva York) recomendada por los editores de «The New York Review of Books» , amigos de la escritora.

Poco después, Nunez conoció al hijo de Sontag, David Rieff (Boston, 1952), con quien comenzó a salir y decidió trasladarse, animada por su entonces «suegra», al apartamento que compartían madre e hijo. Fruto de aquella convivencia (entre 1976 y 1978) surge «Siempre Susan. Recuerdos de Susan Sontag» (Errata Naturae), un libro de memorias sincero y vehemente en el que Nunez evoca la parte menos conocida y más cotidiana de la que fuera una de las grandes intelectuales del siglo XX .

A lo largo de 140 páginas, Nunez radiografía a la Susan Sontag más humana, con sus bondades y sus defectos, sus zonas luminosas y los abismos de soledad absoluta . Desde el traslado con su familia de Tucson a Nueva York cuando tenía solo cinco años por culpa de su asma («recordaba beberse a diario vasos de la sangre que su madre le traía de la carnicería»), a la ausencia de su padre (al que tuvo que «inventar» tras su abandono), su mala relación con su madre (que le envió una manta eléctrica cuando le diagnosticaron cáncer), la peculiar educación que brindó a su hijo (al que llamó David por la estatua de Miguel Ángel), su vida amorosa (acerca de la cual era «inconsolable») o su dura batalla contra el cáncer (lo primero que pensó cuando le dijeron que padecía la enfermedad fue: «¿Será que no he tenido suficiente sexo?»).

Más allá de las muchas aristas personales de Sontag, Nunez nos descubre que servil, aburrido, ejemplar, embobado o grotesco se encontraban entre sus palabras favoritas y que no le gustaba nada su nombre, pues lo consideraba «aburrido y corriente». No temía resultar masculina , usaba colonia Dior Homme , solía llevar vaqueros y zapatillas de deporte y solo se vestía «como una dama» para ir al Festival de Bayreuth . «Las ilusiones perdidas» , de Balzac, era uno de sus libros preferidos y adoraba la película «Cuentos de Tokio» , que intentaba ver al menos una vez al año. Sontag pensaba que «siempre está bien empezar cualquier cosa rompiendo una regla», se autodenominaba «una freak de la belleza», dormía poco y le gustaba la gente obsesiva , pues «crea un arte estupendo». También sentía debilidad por los marginados y, según Nunez, «le agradaba verse como uno de ellos».

Con respecto a la relación que mantuvo con su hijo David, no existía entre ellos «la típica distancia generacional». Susan creía haber sido una madre magnífica y «no haber tenido más hijos era una de las cosas que más lamentaba». Pese a que recordaba su infancia como «una época de aburrimiento total», a medida que se hacía mayor le gustaba relacionarse y entablar amistad con gente más joven que ella y «mantuvo las costumbres y el aura de una estudiante durante toda su vida».

Su tormento amoroso

«Si me siento cercana a alguien, incluso si se trata simplemente de una amistad, siempre siento algo de atracción sexual hacia esa persona», llegó a confesar Sontag a Nunez. Según aparece en el libro, «a menudo acababa acostándose con sus amigos». Pese a su ajetreada vida sexual, Susan Sontag «quería estar casada» y siempre le atormentó que ninguna de sus relaciones hubiese durado. Detestaba la soledad y viajaba constantemente como «antídoto contra la depresión».

Melancólica, estaba «mortalmente insatisfecha» y, según los recuerdos de Nunez, «en su círculo más cercano siempre tenía al menos una víctima, hombre o mujer, a quien atacar y atacar y atacar». Llegamos a la parte más dura y menos complaciente de «Siempre Susan», en la que Nunez asegura que la escritora «era una masoquista y una sádica» y, por ello, «se había ganado la reputación de ser un monstruo de arrogancia e inconsideración ». Poco paciente con el estado de ánimo de la gente, carecía de empatía hacia los suicidas. Nunez llegó a asustarse cuando Sontag le contó que «las veces en las que se le ocurrió la idea de suicidarse , oyó una voz en su interior que decía: “A mí éstos no me van a cazar”».

Para Sontag, ser escritora era algo vocacional. «Mi primera sensación respecto a todo lo que escribo es que es una mierda», confesó. Aunque no podía parar de llorar tras la ceremonia del National Book Award (logrado en el año 2000 por su novela «En América» , publicada en España por Alfaguara), Nunez considera que «no había alcanzado las metas que se había trazado en su juventud», pues como la propia Sontag solía decir, «los propósitos de un escritor nunca pueden considerarse demasiado altos».

Pese a que Nunez rompió con David Rieff y abandonó el apartamento que los tres compartían, la escritora mantuvo una distante e intermitente relación con Susan Sontag hasta la muerte de ésta en diciembre de 2004 . «Aunque ella estuviera a punto de cumplir setenta y dos años cuando murió, aunque padeciese una forma de leucemia casi con seguridad incurable, era como si su vida hubiese sido brutalmente seccionada , como si la hubiesen abatido en la flor de la vida», asegura en el libro sobre su desaparición. Pero, como le dijo en una ocasión Joseph Brodsky (1940-1996) a Sontag: «Ya sabes, al final, nada de eso importa. Lo que te pasa en la vida. Ni el sufrimiento. Ni la felicidad o la infelicidad. Ni la enfermedad. Ni la cárcel. Nada».

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