Elizabeth Regina, el genio simbólico
La influencia idiomática y cultural, el pop, la moda y el cine han articulado intereses y presencias de lo británico en el mundo, con ella como imagen de marca principal
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Jubileo de Platino de Isabel II
Hace poco más de un siglo, todas las dinastías reinantes europeas, al menos las que de verdad importaban, descendían de un modo u otro de la reina Victoria del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Desde 1876, además, emperatriz de la India. ... Nacida en 1837 y fallecida en 1901, aunque poco afecta a los embarazos y a los niños, Victoria tuvo nueve hijos y 42 nietos. Una de sus tataranietas, Isabel Alejandra María, nacida como princesa de York en 1926, ha sido la protagonista del reinado más largo de la historia británica y uno de los más duraderos de los que tengamos noticia. Como en tantos otros casos en la muy larga historia de las monarquías, si en el momento de su nacimiento alguien hubiera apostado a favor de que iba a llegar a reinar, y durante nada menos que setenta años, se hubiera hecho millonario, por la absoluta improbabilidad de que tal cosa ocurriera. Su padre no era el heredero. La maquinaria dinástica, la preparación internacional del príncipe de Gales durante décadas, hasta el sentido común, señalaban que el caprichoso y ambiguo futuro rey efímero Eduardo VIII cumpliría con su deber y permanecería en el trono. No fue así.
Conocemos lo que ocurrió en 1936. Innumerables películas lo han contado, mejor o peor. Una mezcla insospechada de debilidad moral y aburrimiento lo sacaron de la escena. Fue Jorge VI, el atribulado padre de Isabel II, rey apenas 16 años, quien mantuvo la continuidad institucional e imperial. Aunque constituye un lugar común señalar que Isabel II fue lo que en España llamaríamos una 'niña de la guerra', una adolescente que sirvió en las fuerzas armadas británicas como parte de la generación que hizo frente a la acometida nazi y pasó en Londres bombardeos y privaciones, al igual que los demás, lo cierto es que el abandono del deber de reinar por parte de su frívolo tío, duque de Windsor, forjó su carácter y determinó aquello por lo que ha sido más conocida, un impecable sentido de la responsabilidad.
A los peculiares deberes de un monarca reinante, crear un heredero y conservar intactos los dominios territoriales, se suma, en el caso inglés, el desempeño de la jefatura de la iglesia nacional, la confesión anglicana. Respecto a la primera de las tareas, la reina Isabel ha cumplido de manera plena y deja una rica progenie que asegura la continuidad de la dinastía Windsor, más allá de los disgustos causados por los divorcios de sus hijos y las malas elecciones maritales, impropias de una monarquía que, al revés de sus homónimas continentales, ha continuado por la senda de los ideales aristocráticos, sin asomo de contaminación burguesa. En su papel de cabeza de los anglicanos, mujer sin duda de arraigada fe cristiana, Isabel II ha soportado los embates del secularismo y la extensión de la impiedad y el multiconfesionalismo con una mezcla de tristeza y resignación.
Es posible que sea precisamente en el segundo aspecto, el final de la era imperial, en el que su genio político y diplomático haya destacado más. Tres años después de comenzar su reinado, en 1956, tuvo lugar la crisis de Suez, que marcó el acta de defunción del imperio. Durante las décadas siguientes y hasta hoy, ha sido capaz de mantener dentro de una flexible comunidad política y cultural anglófila, con su reconocimiento nada menos que como jefe de Estado, en países como Australia y Canadá, una vinculación intangible, simbólica y funcional. Isabel II ha sido una administradora impecable del llamado 'poder blando', la influencia británica decreciente, en suma, la transición hacia un futuro de posibilidades.
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Muerto el imperio, fue este poder blando, la influencia idiomática y cultural, el pop, la moda, el cine, lo que articuló intereses y presencias de lo británico en el mundo, con ella como imagen de marca principal. Solo desde 2016, con el Brexit, muestra inequívoca de las tensiones internas de las elites y final de compromisos intergeneracionales, el virus populista ha afectado lo que parecía ser una pétrea arquitectura política multisecular. Reformismo y moderación han dado paso a la eliminación del gradualismo político. Quizás, como dijo el gran Joseph Priestley, vivimos tiempos en que «mentes de poca penetración permanecen de manera natural sobre la superficie de las cosas». Echarán de menos a Isabel II, su prestigio y majestad arbitral, más necesarios que nunca.
* Manuel Lucena Giraldo es director de la cátedra del español y la hispanidad de las universidades de la Comunidad de Madrid.