LIBROS
Sergio Ramírez y Gioconda Belli, una historia del exilio: «Aspiramos a volver a Nicaragua, pero si no la vida sigue adelante»
Atrás han dejado su casa, sus paisajes, sus libros, sus amigos. Juntamos a dos de los grandes autores nicaragüenses, que hablan por primera vez en profundidad de la experiencia humana del exilio, del reto de rehacer la vida lejos del hogar
Así se forjó la dictadura nicaragüense
Madrid
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Iniciar sesiónNadie sabe cuándo es la última vez, porque la vida no tiene guión, sino personas. Gioconda Belli (Managua, 1948) salió de casa un día y le asaltó un presentimiento: a lo mejor nunca regreso. Estaba en lo cierto, pero entonces solo era un fantasma. ... Lo espantó con la melena. Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) puso rumbo a Estados Unidos para una revisión médica. Cerró con llave y la guardó en el bolsillo. Ahora la mira como una foto antigua, una arqueología íntima. Los dos son ya (y otra vez) exiliados. El régimen de Daniel Ortega, antiguo compañero de revolución, hoy dictador implacable, los expulsó de Nicaragua. Hace un mes les retiraron la nacionalidad. Pero un hogar es algo que no se pierde. No del todo.
—¿Aún tienen esperanza de volver?
—Sergio Ramírez: Tengo la certidumbre de que volveremos. Por eso la llave de mi casa siempre está ahí, conmigo. Volverá a entrar en esa cerradura.
—Gioconda Belli: Claro que tengo esperanza. Una se cuelga de la esperanza porque es como un buen trapecio para pasar por todos los desfiladeros de la vida. Yo ya viví el exilio, Sergio también, y supe que algún día iba a regresar. Y regresé [y ahora deja algo de aire al silencio]. Por qué la vamos a perder, la esperanza.
Ella llegó a Madrid en febrero de 2021, él más tarde, en septiembre. Aquí han seguido con lo suyo: la literatura, la vida. Los citamos en la puerta del Museo del Prado para charlar sobre la experiencia del exilio, es decir, sobre la memoria, la nostalgia, el dolor y el futuro. También sobre la primavera y la arquitectura, la luz y los terremotos. Y los libros, claro. Nada más juntarse, Sergio Ramírez oye: «¡Doctor Ramírez!». Gioconda Belli sonríe y lo agarra por los hombros: son ya muchos años, muchas historias, una complicidad palpable. Y así llegan al claustro de la pinacoteca.
—Después de tantos meses lejos de Nicaragua, ¿qué echan de menos? ¿En qué se concreta la añoranza?
—GB: Yo echo de menos el paisaje. Echo de menos mi estudio, el ruido de las calles, mis amigos, mis libros. Cuando estoy escribiendo tengo en la mente el libro que quiero consultar, pero no lo puedo tener. Y echo de menos mi jardín, los perros.
—SR: Extraño mucho mi casa. La había diseñado mi hija, que es arquitecta, para mi mujer y para mí, expresamente. Es un espacio muy noble. Con un estudio que está al fondo de la casa, en una estancia aparte, en el jardín. Echo de menos la rutina de levantarme después del desayuno, de bajar por la rampa hacia el estudio, de encerrarme allí, con los ventanales abiertos al paisaje dominical. Y la compañía de los pájaros, que llegaban a golpear contra la ventana, y el sonido de los trinos… Ese es mi ambiente. Todo eso lo he tenido que cambiar por un espacio muy reducido. Aquí ando por pasillos estrechos, en un estudio pequeño en un quinto piso.
—GB: La casa mía quedaba en un lugar alto, y se veía el lago de Managua y las montañas y los volcanes a lo lejos. Tenía un paisaje espectacular, y también mis pájaros. Acabo de escribir un poema que se llama 'Los pájaros mudos', porque son los pájaros que ya no me van a llegar a cantar, que ya no me van a encontrar, que ya no van a sentir el tecleteo de cuando estoy escribiendo. Esa atmósfera de levantarte, de sentir que tenés tu lugar en el mundo donde, tu sitio, donde está como flotando todo eso que necesitas para el recogimiento de la escritura. Eso es bien duro perderlo.
—¿Y se puede reconstruir esa sensación de hogar?
—SR: Todo en la vida se reconstruye. La vida es una repetición de episodios distintos, vividos de distinta manera. Yo aspiro a volver a Nicaragua, tengo esa certeza, pero si no la vida sigue adelante. No es que yo me siento a disgusto aquí. Me siento de otra manera, vivo de otra manera, en otro ambiente. Pero busco cómo disfrutarlo.
—GB: En ese sentido, el exilio también tiene una parte interesante. Cuando ya creía que mi vida estaba organizada, de repente lo impredecible. Y a mí me gusta, lo impredecible. Me ha sorprendido encontrarme en Europa. Yo tenía el sueño de vivir en Europa alguna vez por un tiempo, pero claro, no de esta forma, no de repente así. Está siendo un aprendizaje. Una experiencia. En Nicaragua yo no andaba en transporte público, aquí solo me muevo en transporte público. Y es interesante, ver las caras de la gente, ver el frío, vivir el invierno. Todas esas son experiencias me van alimentando. Ay, y aquí no hay terremotos, que era uno de mis miedos en Nicaragua.
—¿Han dejado atrás el miedo? ¿Cómo era?
—GB: La seguridad aquí en Madrid es realmente muy sensible. Varias veces he pensado «no me tengo que preocupar, no me va a pasar nada, nadie me va a romper la puerta, no me van a ir a buscar». La gente que está en Nicaragua está aterrada. La gente tiene miedo de ayudarte, y es gente que te quiere, gente que sabes que es solidaria.
—SR: El miedo es un instrumento de opresión. Se establece el miedo como un arma: la gente tiene miedo de tender la mano porque la represión no tiene límites y es arbitraria. No hay reglas para la represión. Hay gente presa en Nicaragua por un retuit. Los acusan de delito por haber retuiteado una noticia. Ya no se diga por poner una bandera de Nicaragua en la puerta, porque la bandera es un símbolo de subversión. Y filmar a un policía es un delito también. Hay muchas maneras de ejercer la opresión del miedo.
—Han dejado en Nicaragua sus bibliotecas, sus libros...
—SR: En Nicaragua tengo una biblioteca de ocho mil títulos. Un amigo los embaló y los guardó en una bodega climatizada. Antes fotografío la biblioteca balda por balda, para que cuando vuelva la pueda recuperar tal cual estaba. Allí están los libros de los muchos exilios de mi vida, ediciones raras, primeras ediciones, literaturas del mundo, lecturas adolescentes. Y aquí estoy formando mi biblioteca, aún estoy poniendo los cimientos. Sé que un día puede llegar a ser grande, aunque no tan grande como la otra. Siempre una biblioteca es el espejo de otra.
—GB: Yo había logrado por fin tener todos mis libros juntos. Y me había acostumbrado a escribir en una poltrona, porque al estar sentada me dolían las piernas. Ahora mi escritorio es un sofá [ríe]. Y los libros están empezando a acumularse. Cada vez voy teniendo menos lugar.
—El exilio, ¿despierta la literatura? ¿O es mejor imaginar otras situaciones?
—GB: Yo he escrito bastantes poemas. Por ejemplo, uno sobre la lluvia en Madrid. Un día estaba lloviendo, y no sabía si al abrir la ventana iba a sentir el olor a tierra mojada que siento en Nicaragua. Era esa sensación, esa duda. Pero lo sentí. Y estoy escribiendo una novela también… Va conmigo, mi imaginación, me ayuda a ser yo allá donde esté.
—SR: Pero los temas literarios nunca son deliberados. El hecho de que me haya ocurrido el exilio no quiere decir automáticamente que vaya a escribir sobre el exilio. Porque la literatura no es un asunto de programa... Yo creo que el exilio se acumula como una experiencia. Y la imposibilidad de volver dispara en la mente el mecanismo de la nostalgia. Necesariamente. El país lejano al que no puedes regresar lo recuerdas de otra manera, más sentimental. Y eso puede llegar a ser un elemento vivo en la escritura. Ese filtro.
—A estas alturas, ¿cuánto pesa la nostalgia?
—SR: La escritura siempre es nostálgica. Sobre todo cuando uno avanza en la edad y ya no tiene una idea abierta de futuro, sino que todo va quedando atrás y se va creando la película del pasado. El pasado es una colección de fotos fijas, pero aprehendemos esos instantes para darle un movimiento cinético.
—GB: La vida es como un mar, y se te va quedando flotando ahí trozos de cosas, se te quedan objetos, memorias que van a tu orilla. Quedaron porque te marcaron, porque fueron importantes. Eso es la nostalgia, algo así como el museo de tu vida… Pero yo siento que tengo nostalgia del futuro, también. Porque el futuro me interesa, aunque sea corto [y dibuja una sonrisa]. Me interesa lo que va a pasar.
—Dedicaron una buena parte de su vida a la militancia, primero a la revolución y después a la política. ¿Cómo ven eso ahora? ¿Valió la pena?
—SR: Del Frente Sandinista me expulsaron. Después fundamos otro partido y dejé ser militante en el año 1996. De manera que voy para treinta años que sin militar en ningún partido. Para mí la militancia es un asunto de juventud, un asunto muy lejano. La verdad es que mi libertad de pensar, de actuar, no se lo cedería a nadie. Ya no voy a levantar la mano en una asamblea porque la línea del partido dice esto.
—GB: La última vez realmente que me involucré de una manera organizada en política fue en 2006, aunque tuve otra pequeña participación durante 2018… Pero siempre al final me doy cuenta de que que yo quiero ser independiente. Creo que el valor que tienen las palabras de un intelectual tiene que ver con defender esa independencia política. Con no estar alineado con un partido, no ser sujeto de obediencia partidaria. Porque así la vivimos nosotros: el sandinismo era una organización político-militar. Había una visión del ejercicio de la militancia que era bastante militar. Eso me dejó muy sospechosa de todo ese tipo de comportamientos.
—SR: Era el centralismo democrático, que tenía más de centralismo que de democrático [y ríe].
—Sin embargo, a pesar de esa experiencia, siguen batallando desde la palabra, criticando la situación en Nicaragua, firmando manifiestos, posicionándose, etcétera.
—GB: Somos combatientes de la palabra. Tenemos una beligerancia necesaria. Yo me siento muy beligerante cuando escribo artículos, me siento que hago una militancia pero de otra manera.
—SR: Desde la trinchera de la escritura tenemos mucho que hacer. Si tu nombre es conocido porque eres escritor y desde esa tribuna de escritor puedes hablar por tu país, puedes hablar por la libertad, puedes combatir la dictadura: esa es tu tarea como escritor, no como militante ni como político. Que no crea en la militancia quiere decir que no crea en las causas. Creo en las causas éticas, cada vez creo más en el humanismo, que es mi guía. Y voy a defender siempre esas causas. Pero eso de cederle mi criterio a alguien que piense por mí: eso no.
—Tras la noticia de que Ortega les había quitado la nacionalidad se disparó la solidaridad, tanto en España como en América, muchos les ofrecieron sus pasaportes. ¿Cómo lo han vivido?
—SR: El hecho de que países como México, Colombia, Brasil o Chile, que tienen gobiernos identificados con la izquierda en América Latina, nos apoyen es importantísimo. Marca la diferencia entre los gobiernos de izquierda que obedecen a las leyes democráticas y los que no. Es trascendental.
—GB: Es increíble. Hemos hablado siempre de la unidad latinoamericana, pero eso no se nota mucho. Y esta vez se ha notado. Hay una diferencia entre respetar los derechos humanos y no hacerlo. Ya no es ese rasero donde el que viola los derechos humanos porque es de izquierda se lo vas a permitir. Es una manifestación de solidaridad que creo que va a crear vínculos importantes en América Latina. Ha sido como un como un abrazo. Como cuando te están poniendo paños tibios en la herida.
—Por cierto, ¿qué sentimientos les despierta la figura de Daniel Ortega? ¿Cómo se convive con el hecho de que un antiguo compañero sea ahora el dictador que le hostiga?
—GB: Es el reflejo de la miseria humana. Así como somos capaces de grandes cosas, somos también capaces de la más absoluta miseria. En la historia existen muchos casos de personajes así, que tienen esas metamorfosis inexplicables causadas por la ambición y el poder. Me da mucha tristeza… Tanta gente que murió, tanta gente que soñó con liberar a Nicaragua. Me parece que se volverían a morir si vieran esto.
—SR: Un escritor está armado frente a ese estado de indefensión emocional. Yo lo tomo como aprendizaje. He conocido mejor la tela en la cual yo tengo que trabajar, que es el tejido humano. Es un privilegio poder hablar del poder, y de todas las máscaras a través de las cuales el poder se presenta, y de las personas que encarnan ese poder, habiendo estado ahí, conociéndolas directamente y no por referencias. Para poder hablar del poder hay que haber pasado por una situación como ésta, así como para hablar del amor hay que haber estado apasionadamente enamorado, decepcionado y traicionado. No son cosas teóricas.
—¿Han imaginado cómo sería ese regreso a Nicaragua?
—SR: Siempre he imaginado la vuelta con mi mujer. Pero yo no volvería de cualquier manera, tendría que volver a un país vivible, habitable, democrático, políticamente abierto. Tendría que volver a un país donde Carlos Fernández Chamorro pueda ejercer su derecho al periodismo, que las universidades no estén bajo la égida del régimen, que no haya adoctrinamiento, temor, terror. Que no haya presos políticos. Esa es la única Nicaragua posible para mí. Quizá por eso es más difícil pensar en el regreso.
—GB: Yo me imagino llegar a Nicaragua como cuando triunfamos en el 79. En un avión todo viejo y arruinado, y que llegue al aeropuerto sin papeles y me digan: «compañera, usted no necesita pasaporte, este es su país». Un país donde exista la libertad, donde estemos construyendo y reconstruyendo todo lo perdido. Sé que sería una gran felicidad.
La conversación se acaba como empezó, con un paisaje. «Me hace mucha falta el verdor y estoy esperando que el árbol que está afuera de mi ventana eche brotecitos. Todavía no se le ve. Cuando se fue ese árbol, cuando se le fue el verde, ay, sentí como tristeza, porque era mi pedacito de verde», dice Gioconda. Y Sergio: «Es que en Nicaragua todo el año es verde». Y ella: «Ahorita cerca de mi casa están abriendo las terrazas. Estamos como reverdeciendo. Va a volver el verdor. Va a volver. Y Madrid es una ciudad bien verde, afortunadamente».
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