La revisión deslumbrante de Zóbel

Fue Zóbel un artista nacido en Manila en 1924, educado en Harvard y enamorado de la cultura española, pero, especialmente, rendido a los encantos del Museo del Prado, en el que disfrutó realizando versiones/estudios de pinturas canónicas. Cuando generó esos «ejercicios de admiración» a los maestros del pasado ya tenía en su curiosa mirada las huellas de la fascinación por Joan Miró o Josef Albers, pero sobre todo Rothko, cuyas obras había podido conocer en Estados Unidos.

La magnífica exposición que se le dedica ahora en el Museo del Prado, formada por 42 pinturas, 51 cuadernos y 85 dibujos y obras sobre papel, permite revisar sus procesos, desde su inicial atención a la caligrafía «como una forma de arte abstracto» a las «conversaciones con los grandes maestros», convertido en un singular 'copista' del Prado. Con una concepción profundamente reflexiva del dibujo, este autor tuvo querencia por Velázquez y su forma de captar la realidad alejado del tremendismo, aunque también reaccionó al Greco, a Goya, Zurbarán o Ribera.

En cierto sentido, Zóbel, como demuestra el cuaderno que dedica casi enteramente a 'Las Hilanderas', deconstruye la pintura que contempla para conseguir tejer él mismo su propio espacio plástico.

Los comisarios de esta muestra sugieren que sus obras tienen –utilizando terminología benjaminiana– el carácter de «imágenes dialécticas», componiendo obras en las que no se trata de imitar lo visto, sino de activar la imaginación a través de la memoria, en una narración que remite inevitablemente a la experiencia de la finitud.

Las «metáforas abstractas» de este creador confirman que tuvo la lúcida determinación de sortear el historicismo para sacar provecho vital, en el sentido nietzscheano, del pasado. El mismo Zóbel hablaba de «la cosa proustiana en la pintura», buscando con sus «pinceles de niebla» inyectar emoción en paisajes que tienen algo de parpadeo.

La pasión por el arte impulsó a este cosmopolita y políglota (que llegó a traducir al inglés la farsa lorquiana 'El amor de don Perlimpín con Belisa en su jardín', que ilustraría con dibujos caricaturescos y cercanos a la estética de la Bauhaus, en la que es su primera obra plástica conocida en su juventud) a fundar, como resultado de su ardor de coleccionista, la Ateneo Art Gallery en Manila y el Museo de Arte Abstracto Español en Cuenca (1966), así como a donar al Prado una cantidad importante de dibujos de maestros españoles de los siglos XVI y XVIII.

Aquel copista del Prado con la tarjeta número 342, que le daba «derecho a silla», regresa al Museo para tornar visible un intenso ejercicio de rememoración, demostrando que la Historia del Arte no es otra cosa que la de las miradas que se depositaron sobre los cuadros. «Me gusta que me deslumbren», decía, y, sin duda, esta deslumbrante 're-visión' hacer recordar que en la ceguera puede darse la máxima lucidez y que, desde el lecho del dolor, surge la esperanza de un juego artístico y vital que termina por ser lo más serio.