Artículo
La licitud del piropo
120 aniversario de abc
Wenceslao Fernández-Flórez publicó este artículo en ABC el 20 de abril de 1928
W. Fernández-Flórez
Todo esto que se dice en favor del piropo, amigo mío, no tiene valor alguno. Es una postura insincera e hipócrita. Se lo digo a usted yo, que he realizado la experiencia decisiva.
¿Sabe usted lo que hice? Fui a visitar al señor Suárez ... después de haber leído su entusiasta defensa del chicoleo. Fui a visitarle, y le dije:
-Me importa conocer la opinión de usted acerca de un tema, que he de proponer en el periódico a los más destacados hombres y mujeres de España.
- ¿Una encuesta?
-Exactamente. La pregunta ha de formularse así, poco más o menos: “¿Es lícito toser frente a la nariz del prójimo?”.
El Señor Suárez tuvo un instante de desconcierto. Arrugó la cara en un esfuerzo, como si temiese haber oído mal, y se inclinó hacia mí.
- ¿En la nariz del prójimo? - repitió, casi mareado
- Sí, sí –reiteré.
Sopló:
-Verdaderamente …, el periodismo progresa hasta un punto que … Yo estoy sorprendido. Se lo juro. Nunca pude esperar que se intentase una información tan extraordinaria. ¿Dice usted que toser…?
-Toser.
- ¿… en la cara de otra persona; vamos, en sus mismas barbas?
- Aproximadamente.
- ¡Bueno! Nunca he oído nada igual. Eso no se le pregunta a nadie.
- ¿Por qué no? También se ha preguntado: ¿Es lícito el propio? Y si el piropo es, asimismo, el fruto de una mala educación.
- No. ¿Cómo es eso? El piropo es una costumbre nacional, de la que debemos mostrarnos orgullosos, porque nos la envidian en todas partes. Oiga usted hablar a los extranjeros que han visitado a España, y todos comentarán alegremente el piropo callejero, todos se habrán fijado en esta revelación de nuestra galantería, de nuestro culto a la mujer. El piropo es tan español como la mantilla, como los claveles, como el sombrero de ala ancha …
- Perdón. Que el vicio de piropear sea español, es discutible. Es, preferentemente andaluz y madrileño. Y si los extranjeros lo destacan en sus observaciones es por lo que contrasta con las normas generales de la educación. Puede ocurrir que lo aplaudan como aplaudimos lo pintoresco; pero se guardarán mucho de imitarlo, a pesar de ser bien asequible. Yo estoy también muy satisfecho de que haya negros que se tatúen, y que lleven un enorme anillo en el labio inferior. Esas peculiaridades estúpidas fomentan el afán de viajar. Si todos fuésemos iguales, no valdría la pena de movernos de nuestro rincón. Eso aparte, el piropo no revela galantería, no es un detalle del culto a la mujer, sino del hambre de mujer que padecen los españoles, de la honda y perturbadora preocupación sexual que nuestros intransigentes prejuicios han acumulado en la raza.
El piropo dirigido a la mujer que no conocemos es siempre, siempre, la insinuación de una grosera apetencia.
-Hay piropos delicados que no pueden lastimar la susceptibilidad más vidriosa, verdaderos madrigales.
-Sí, eso que un caricaturista llamaba con gran acierto hace unos días, “el piropo desconocido”.
-Muchas mujeres dignísimas gustan de oír “flores” a su paso por las calles.
-La mujer española está demasiado pendiente de su condición de mujer, y la culpa es nuestra, porque hace muy poco no le permitíamos que fuese más que eso: mujer. Yo no he leído, acerca de ese pleito del piropo más opiniones que las de artistas de teatro, en las que la belleza es, hasta cierto punto, un elemento profesional; y no hay en esta frase la menor intención insidiosa. Quiero decir que la extinción y el reconocimiento de su belleza por las multitudes ayuda al éxito de su talento … cuando lo tienen, porque con frecuencia deben el triunfo nada más que a su hermosura. Pero creo que es falso que a una mujer de sensibilidad delicada le agradece soportar las opiniones de los transeúntes acerca de su físico, por lisonjeras que sean.
El señor Suárez se puso en pie.
-Basta – dijo-. Por españolismo, por madrigalismo y por machismo, yo soy un ferviente partidario del piropo, alegría de las calles, sal de lo no sé qué…; porque nuestro sol… y nuestro cielo… y la caballerosidad española… (aquí muchas frases del Rastro retórico). Pero si quiere usted conocer mi opinión a propósito de su absurda encuesta, le diré enérgicamente que no consentiré nunca que me tosan en la nariz. Y nadie ni nada hará cambiar mi criterio. ¡Buenas tardes!
Me marché. Al día siguiente cuando el señor Suárez pasó ante mí, en delicioso coloquio con su novia, me detuve (yo había estudiado mi papel) con una mano en la cintura y la otra airosamente extendida, y dije a la joven:
- ¡Vaya con Dios lo bueno!
Y añadí muy respetuosamente:
- ¡Ole y ole!
El señor Suárez me miró con sorpresa. Continué, como si no lo hubiese visto:
- ¿Quién se ha muerto en el cielo, que van los ángeles de luto? Con sus ojos y un puchero asaría yo castañas. Si usted quiere que ruede, ruedo. ¿En qué pino busca usted zapatos para esos pies? A usted la he visto yo en una botellita donde se leía “Cerebos”.
El señor Suárez comenzó a ponerse estrábico. Dos pasos a retaguardia de su novia, me dediqué a recitar aquello de la abeja que confunde unos labios con una flor, y lo de los ojos claros, y lo de “el día que tú naciste…”, y lo de la joya bipartita de los labios…, todos los más tiernos y confitados madrigales que conozco. La muchacha sonreía alguna ve. El señor Suárez, bruscamente resuelto, se encaró conmigo:
- ¿Qué tiene usted que decirle a esta señorita? Esta señorita es mi novia, y usted un insolente. No puedo consentir que su audacia…
- Un momento -atajé-. ¿He faltado yo a alguien? ¿He dicho alguna grosería?
Los madrigales que tuve el honor de recitar están firmados por grandes poetas; nadie ha dicho nunca piropos tan ‘exquisitos’. Es lo mejor que hay en su género. Y ahora, permita usted que le recuerde…
Saqué del bolsillo el recorte del periódico donde se había publicado la entusiasta loa al piropo, suscrita por el señor Suárez.
- ¡Pero esta señorita es mi novia! -grito él-. Y no le tolero a usted ni a ningún nacido que la aborde en la calle para moscardear majaderías.
Cogió por un brazo a la joven y se alejó. Pude oírle gruñir:
-También, tú…, no sé cómo eres. Diríase que ponías buena cara a ese señor.
Cuando un maleducado se acerca a decir tonterías a una muchacha decente, la muchacha decente no debe oírlas. ¡Pues no faltaría más! Y, si se pone pesado -ya lo sabes para otra vez-, se llama a un guardia.
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