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Gonzalo Quintero Saravia: «La guerra contra Gran Bretaña que dio la independencia a EE.UU. fue el mayor éxito de España en el siglo XVIII»
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La sublevación de las colonias británicas se enmarcó en una guerra mucho mayor entre las grandes potencias europeas en la que la participación española fue decisiva, como destaca 'El enemigo de mi enemigo' (Alianza), la última obra del historiador Gonzalo Quintero Saravia
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Iniciar sesión«La declaración de independencia era una petición de auxilio a Francia y España». El historiador y diplomático Gonzalo Manuel Quintero Saravia (Lima, 1964), autor de 'El enemigo de mi enemigo' (Alianza Editorial), interpreta el documento de los 'padres fundadores' en Filadelfia en 1776 ... como una forma de internacionalizar la lucha que los colonos británicos en Norteamérica habían emprendido y atraer así a las potencias europeas, sin las cuales la victoria se antojaba imposible.
El año que viene se conmemorarán los 250 años de aquella declaración que daría lugar a los Estados Unidos de América, hoy la primera potencia mundial pero entonces un puñado de pequeñas colonias en un rincón poco prometedor de Norteamérica.
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'El enemigo de mi enemigo', de Gonzalo M. Q. Saravia: al rey lo que es del rey
Manuel Lucena Giraldo -
El borrado de España
Richard L. Kagan
Lo que pasó a la historia como Guerra de la Independencia o Revolución Americana es objeto de revisión por los investigadores, que tratan de situar el conflicto en su verdadera dimensión: una disputa mucho mayor, a escala global, entre los grandes colosos del momento, en la cual la revuelta colonial no pasaba de ser un teatro más. Y la entrada de España en la contienda fue el factor clave que inclinó la balanza.
La llamada Guerra de la Independencia fue «mucho más que eso», afirma Quintero Saravia en una calurosa mañana de septiembre al pie del Palacio Real desde donde Carlos III gobernó medio mundo.
La desconocida conquista de Míchigan por los españoles
El periodista de ABC Manuel Trillo, autor de 'La conquista española olvidada' (Crítica, 2025), saca a la luz la toma del fuerte inglés de San José en 1781 tras rescatar en EE.UU. el acta de posesión original. Aquí avanza cómo fue su hallazgo
Para empezar, la propia decisión de las colonias de declarar su separación de la metrópoli fue un intento de no ser vistos como unos simples territorios rebeldes, sino como auténticos estados capaces de negociar con Francia y España, señala el experto, doctor en Historia por la Universidad Complutense y en Derecho por la UNED, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia y de la Academia Colombiana de la Historia.
Jugada de riesgo
Apoyar a unos revoltosos que se alzaban contra su rey era una jugada de riesgo, pero la Corte de Carlos III decidió hacerlo en defensa de sus propios objetivos estratégicos, que quedaron por escrito en el pacto con Francia antes de declarar la guerra a Gran Bretaña. El primero de ellos, recuperar Gibraltar, que desde que Gran Bretaña se lo arrebatara en la Guerra de Sucesión española (1701-1713) era una china en el zapato.
Pero los intereses de Carlos III se extendían por muchos otros frentes, a uno y otro lado del Atlántico: recobrar Menorca, reafirmar la presencia en el Caribe, impedir el avance de los ingleses en Centroamérica, revertir sus derechos para el palo de tinte en el Yucatán y expulsarlos de la costa del golfo de México y la Florida.
Los americanos necesitaban imperiosamente a España. «Con Francia sólo no bastaba», recalca Quintero Saravia. La Marina de Luis XVI era inferior a la británica y sólo añadiendo la de Carlos III se conseguiría la superioridad naval. España y Francia sumaban 129 navíos de línea en 1781, frente a los 117 británicos, según Larrie D. Ferreiro, autor de 'Brothers at Arms' (editado en español como 'Hermanos de armas', Desperta Ferro) y finalista del Premio Pulitzer.
Ferreiro sostiene que el dominio de los mares era clave: «La Guerra de la Independencia no se ganó en Yorktown, sino a través de las alianzas marítimas», afirmó en un reciente simposio en el Constitution Hall de Washington, a unos pasos de la Casa Blanca, bajo el título 'España y el nacimiento de los Estados Unidos'.
Dos tercios de EE.UU.
El evento, organizado por el Queen Sofía Spanish Institute, las Daughters of the American Revolution (Hijas de la Revolución Americana) y la Fundación Ramón Areces, en colaboración con la Oficina Cultural de la Embajada española y con el asesoramiento del propio Gonzalo Quintero Saravia, reunió a destacados especialistas y sirvió de aperitivo para los numerosos actos que se avecinan con motivo del 250 aniversario de la declaración de independencia.
Junto al dominio de los océanos, España ofrecía otras ventajas con las que Francia no contaba. Mientras que esta había perdido todas sus posesiones en América del Norte, los españoles disponían de dos tercios de lo que hoy es territorio continental de EE.UU. Gracias a ello, podían proporcionar a las tropas rebeldes los suministros que necesitaban a través de Nueva Orleans y el Misisipi, sorteando el control británico de sus puertos coloniales. Además, los astilleros de La Habana permitían reparar los buques en caso de sufrir daños, «una ventaja táctica monumental», destaca Quintero Saravia.
Del mismo modo, les podían hacer llegar dinero en pesos acuñados en la ceca de Ciudad de México, una divisa muy demandada por los propios americanos ante la devaluación de la suya.
«Con la entrada de España, el bando aliado podía golpear donde quisiera, cuando quisiera y como quisiera»
Gonzalo Quintero Saravia
En definitiva, con España en la guerra «el bando aliado hispanofrancés podía golpear donde quisiera, cuando quisiera y como quisiera», mientras que los británicos debían redistribuir ahora sus fuerzas para defender las costas de Inglaterra, Gibraltar o la India, sin poder concentrarlas contra los insurgentes norteamericanos.
En un primer momento, el apoyo español se tradujo en el suministro encubierto de armas, municiones, pólvora, pertrechos, mantas, tiendas de campaña… Ya antes incluso de la primera refriega con los casacas rojas en 1775, comerciantes españoles buscaban armas para los colonos, que se hicieron llegar inicialmente por medio de la empresa Roderique Hortalez et Cie. y luego de la bilbaína Gardoqui e Hijos. A ello se sumarían ingentes sumas de dinero, tanto en forma de subsidios como de préstamos.
En múltiples frentes
A partir de la declaración de guerra en 1779, esa ayuda dejó de ser secreta y España se convirtió en parte beligerante junto a Francia, pasando a llevar la voz cantante. El gobernador de la Luisiana, el malagueño Bernardo de Gálvez, se adelantó al enemigo y le arrebató por sorpresa los fuertes del bajo Misisipi, la Mobila (hoy Mobile, Alabama) y Pensacola (Florida). A su vez, en el norte, los españoles taponaron la acometida británica desde Canadá, primero con una defensa heroica de San Luis (hoy en el estado de Misuri) y luego con la audaz conquista en pleno invierno del fuerte inglés de San José, nada menos que a orillas del lejano lago Míchigan, tras una travesía de cientos de leguas sobre el hielo y la nieve organizada por el teniente de gobernador de la Alta Luisiana, el navarro Francisco Cruzat, como ya expliqué en el libro 'La conquista española olvidada' (Crítica).
Más allá de Norteamérica, la guerra se libró en múltiples frentes de cuatro continentes. Se intentó asaltar Gibraltar, se reconquistó Menorca, se intentó invadir la costa inglesa, se expulsó a los británicos de Centroamérica y el Yucatán, se tomó las Bahamas y sólo el apresamiento del comandante francés impidió apoderarse de Jamaica. En el pulso entre Gran Bretaña y Francia, la lucha se extendió a puntos tan distantes como Senegal o India.
En realidad, la llamada Guerra de la Independencia o Revolución Americana fue una más «de las muchas guerras de competencia imperial en el siglo XVIII entre las potencias europeas» y, en esta ocasión, «el mayor éxito que tuvo España». «Se lograron todos los objetivos menos Gibraltar», destaca Quintero Saravia, que apunta que incluso también este pudo conseguirse, ya que Londres propuso intercambiarlo por Puerto Rico. El conde de Aranda, embajador en París durante las negociaciones de paz, rechazó finalmente el cambalache pues no compensaba hacerse con «ese montón de rocas» -como lo llamaba el conde de Floridablanca, ministro de Estado-, a cambio de permitir que la isla caribeña se convirtiera en una amenaza permanente para las ricas posesiones en América.
Tanto el levantamiento colonial como el conflicto internacional que se desató a continuación hundían sus raíces en el fin de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), en la que Francia y España -que se incorporó a última hora-, cayeron derrotadas frente a Gran Bretaña. Los franceses perdieron todos sus territorios en Norteamérica, mientras que los españoles se vieron forzados a entregar la Florida para recuperar La Habana y a hacerse cargo de la Luisiana, un inmenso territorio al oeste del Misisipi con el que Versalles les compensaba por sus sacrificios y que, de caer en manos británicas, habría supuesto una gran amenaza para el corazón del imperio.
En las provincias inglesas, entre tanto, fermentaba el descontento con Londres por hacerles pagar los elevados costes de la victoria sin siquiera preguntarles. Ese rencor larvado estalló en abril de 1775 en Lexington y Concord, en Massachusetts, y enseguida España vio en la revuelta una oportunidad para «reposicionar el legado de la Guerra de los Siete Años», explica Gonzalo Quintero.
«Tomar partido por los rebeldes respondía a la vieja práctica de crear problemas en el territorio de tu enemigo»
Gonzalo Quintero Saravia
Para la monarquía española, respaldar a los rebeldes podía ser un peligroso ejemplo para los súbditos de sus propias posesiones. Sin embargo, en ese momento era difícil adivinar que de la emancipación de aquellas colonias, relativamente insignificantes, surgiera la poderosa nación que hoy conocemos como Estados Unidos. La población de Ciudad de México triplicaba, como mínimo, a la de Filadelfia o Nueva York, y mientras en los dominios españoles había ya 19 universidades, en los británicos tan sólo tres centros de educación superior. La autora Eliga H. Gould reduce la América anglosajona de entonces a una mera «periferia» de la española.
Abundando en esta idea, Gonzalo Quintero invita a comparar la modesta casa del gobernador en Boston con la impresionante plaza del Zócalo de Ciudad de México o la plaza de Armas de Lima. En este sentido, recuerda que la declaración de 1776 proclamó trece repúblicas por separado, que no se unieron hasta la Constitución de 1787 y no contaron con su primer presidente, George Washington, hasta 1789. Además, la fórmula republicana únicamente había prosperado antes en territorios pequeños, como Génova, Venecia u Holanda, nunca de grandes dimensiones, por lo que el conde de Vergennes, ministro de Exteriores francés, les auguraba poco futuro. «No se puede pretender que tuvieran la visión de cuál iba a ser la situación 50 años después», señala Quintero Saravia.
Tomar partido por los insurrectos seguía, por tanto, «la vieja práctica entre imperios» de «apoyar problemas en el territorio» del rival, señala el autor de 'El enemigo de mi enemigo', un título cargado sin duda de intención.
Amnesia colectiva
La historiografía estadounidense, aunque en buena medida también la española, condenó al olvido durante siglos la indispensable aportación de España al nacimiento de Estados Unidos. Las causas son variadas. Entre ellas, los roces entre los dos países una vez que se consumó la independencia de las colonias y que ambos pasaron de ser aliados a vecinos a lo largo de miles de kilómetros de frontera y rivales por el dominio de Norteamérica. Pero también la visión deformada de España como «todo lo que no es Estados Unidos», según ha consignado el profesor Richard L. Kagan, participante en el mencionado simposio en Washington.
La Guerra de Cuba de 1898 agudizó esos prejuicios y resucitó la leyenda negra. Ese año se reeditó un libro inglés del siglo XVII que recogía las exageraciones de Bartolomé de las Casas bajo el macabro título de 'Las horribles atrocidades cometidas por los españoles en Cuba. Un relato histórico y verídico sobre la cruel masacre y asesinato de veinte millones de personas en las Indias Occidentales cometidos por los españoles'.
No obstante, hay motivos para un moderado optimismo. La historiografía, a ambas orillas del océano, está tratando de situar en sus justos términos la guerra que dio lugar a a EE.UU. «Se ha ido ampliando el campo de estudio de la Revolución Americana», tanto en el ámbito geográfico como en el de sus protagonistas. Para que eso permee a la sociedad se precisa difusión, algo en lo que contribuye una minoría hispana en EE.UU. que ya alcanza los 60 millones de personas y que «quiere ver reflejada su historia», señala Gonzalo Quintero.
«Cada generación tiene el derecho y la obligación de interpretar su propia historia. No se ve igual el pasado desde una sociedad europea de principios del siglo XIX o del XX que de principios del siglo XXI. Cada generación mira hacia atrás desde donde está y, como el 'desde donde está' cambia, cambia la visión del pasado», afirma. El tiempo dirá si esta generación sitúa el papel de España donde corresponde.
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