LA TRASATLÁNTICA
Estampida
Cervantes renovó la tradición moribunda de la ficción. Abrió el campo para que una forma renacentista de contar se graduara en modernidad
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Mariana Enríquez una de las autoras argentinas aquí mencionadas
No hay modo de saber cuáles, entre los libros que aparecen durante nuestro recorrido como lectores, se seguirán leyendo en el futuro. La noción de «calidad literaria» es, por decirlo gentilmente, esotérica: un acuerdo entre los diversos agentes de un vasto aparato profesional que ... genera narraciones afincadas en la variación de modelos prestigiados. A un grupo de especialistas les parece que un libro está escrito con equilibrio entre inteligibilidad e innovación, que incide en una preocupación política, y deciden publicarlo, criticarlo, recomendarlo, sumarlo a un programa de estudios.
Y el espacio de «lo literario» es resbaladizo: un libro puede ser bueno si es venerado en una capilla con un puñado de lectores y otro puede ser sospechoso debido a la exposición excesiva de quien lo escribió; hay obras completas que se borran en nombre de un solo volumen —la musa o el talento como una entidad sobre todo caprichosa— o gente tan premiada como sepultada en vida.
Lo que sí se puede medir con un poco más de claridad es el éxito de ciertas escrituras de ficción y su permanencia en el campo de «lo literario». Son libros protegidos por quienes tienen agencia en el aparto de la lectura local que suelen tener segundas y terceras vidas en otras lenguas como traducciones que llegan a las mesas de novedades de librerías no-especializadas.
Libros que se critican, se reconocen con distinciones —premios, becas, residencias— que les agregan valor y multiplican el acuerdo sobre su calidad fuera del ámbito en que fueron escritos. Hay una explosión de libros que desconfían de lo que hacía prestigiosa a una escritura hace muy poco tiempo y esa explosión puede ser calificada como exitosa. Son novelas y cuentos intrigados por la resistencia literaria de géneros de la narrativa que solían tener poco prestigio. Sólo en la literatura argentina reciente —por hablar de un caso en el que puedo ser imparcial— están los relatos de terror con intensas preocupaciones políticas de Samantha Schweblin y Mariana Enríquez; las novelas de Pablo Maurette o Michel Nieva que indagan en vías formales para describir un panorama distópico de ficción especulativa; la resignificación espectacular de las estrategias de la novela histórica de Gabriela Cabezón Cámara. Aunque por supuesto hay antecedentes —hay antecedentes para todo—, el fenómeno puede ser visto como una estampida fuera de las definiciones de lo literario latinoamericano; el ánimo de una generación para cambiar el juego.
Visto con perspectiva histórica, este movimiento hacia los géneros que antes tenían menor prestigio tiene algo de cervantino que emociona porque podría hablar de un momento inaugural. Cuando la realidad se volvió tan intrincada e incómoda que ni los testimonios de pícaros, ni las historias de amor entre pastores, ni las épicas de caballería funcionaban para indagar en ella, Cervantes renovó la tradición moribunda de la ficción agitando en una coctelera dos partes de picaresca, una de caballerías y otra de ternura bucólica. Con ello ofreció nuevas definiciones para el mundo que ninguno de los tres subgéneros podía investigar por sí mismo. Abrió el campo para que una forma renacentista de contar se graduara en modernidad.