30 ANIVERSARIO
La obra de arte en la era de las buenas causas
Los conflictos entre la libertad artística y la moralización de la cultura han marcado el debate en los últimos años, tanto entre el público como entre los creadores
Marilyn Monroe en 'La tentación vive arriba'
En su introducción a 'El canon occidental', publicado en 1994, Harold Bloom se quejaba de tener que defender una y otra vez el valor de la belleza como algo autónomo. «Fue un error creer que la crítica literaria podía convertirse en un pilar ... de la educación democrática o de mejora social (...) El estudio de la literatura, por mucho que alguien lo dirija, no salvará a nadie», subrayaba ahí. Ha pasado más de un cuarto de siglo desde entonces, y de aquel lamento académico hemos pasado a un mundo en el que cada vez más le exigimos ética a la estética, entendiendo que la creación artística es un medio para levantar un mundo mejor, y que debe plegarse a este fin. Por eso eliminamos las escenas racistas de 'Desayuno con diamantes' (eso se hizo hace unas semanas en la cadena británica Channel 5) o le reprochamos a Paul Thomas Anderson que uno de los personajes de ' Licorice Pizza ' haga mofas de lo japonés (en una reciente entrevista en 'Indiewire'). Los periódicos de los últimos años están llenos de ejemplos así: la prohibición de 'Maus' y 'Matar un ruiseñor' en escuelas estadounidenses, ambas por la violencia y crudeza de su lenguaje, las más de diez mil firmas que se entregaron para retirar un cuadro de Balthus del Metropolitan de Nueva York, por sexualizar a una niña, o la censura de la Universidad de Reading de parte de un poema griego de Semónides de Amorgos por misoginia. Son muestras que reflejan una cierta remoralización de la cultura que amenaza con restringir los límites de la libertad de expresión y creación.
Al otro lado del teléfono, Edu Galán repite que vivimos en una época «puritana y pacata y censora». Más allá del gusto del público, refinado o no, cree que se están estableciendo unos nuevos límites a la libertad artística. «Parece que la obra de arte debe defender unos determinados valores, y se está instalando un miedo en los autores al linchamiento. Todo esto deriva en un arte aséptico, hecho a gusto del espectador, diseñado para que no moleste y transmita el mensaje que hay que transmitir... La comedia es lo que peor está encajando en este modelo, lo que más controversia genera: porque es difícil que tenga mensaje, muy difícil. De ahí que ahora las galas no tengan presentadores ni apenas chistes», razona el humorista, que ha descrito en 'El síndrome Woody Allen' cómo opera el mecanismo de la cultura de la cancelación. Con ese nombre se ha designado un fenómeno complejo que ha marcado el debate reciente, y que engloba no solo el señalamiento y marginación de obras incorrectas, sino también el de los autores que no cumplen con los códigos de buena conducta, ya estén vivos o muertos. Del propio Woody Allen a Plácido Domingo, de Louis C. K. a Norman Mailer.
No es casualidad que la mayoría de las polémicas vengan del otro lado del charco. De hecho, Woody Allen nunca ha tenido problemas para vender sus libros ni para estrenar sus películas en España, y Louis C. K., que reconoció haber utilizado su situación de poder para masturbarse delante de varias compañeras de profesión, actuó en Madrid el pasado 8 de marzo, día internacional de la mujer. «Este movimiento nace en las universidades estadounidenses, pero provocado por una lectura demencial de varios teóricos europeos, especialmente de Foucault, Lacan y Derrida. Ellos trataban de mostrar que la identidad subjetiva es un artificio puro, y que por tanto no existía la identidad masculina o la femenina o de ningún tipo, y que había que derribar estas etiquetas paranoides porque lo que existía eran identidades subjetivas y fluidas. Y allí, en lugar de la supresión de la identidad, se apuesta por la atomización, y se crean múltiples identidades, cada una con unos derechos diferenciados, y eso obliga a la sociedad a operar por cuotas», explica el filósofo y columnista de ABC Gabriel Albiac. Fran Lebowitz resumió en 'Pretend It's a City', el documental que le dedicó Martin Scorsese, el efecto de esta mentalidad en la sensibilidad contemporánea: la gente, decía, se asoma a los libros como si fueran espejos, cuando siempre fueron ventanas.
«Creo que hay una tendencia del lector, del espectador, del consumidor en general, progresivamente solipsista y en ocasiones infantilizada, porque de alguna manera hemos acabado interiorizando que tenemos derecho a ser complacidos constantemente. Y que la función de los demás es complacernos, y que debemos juzgarlos y valorarlos en la medida que aquello que hacen satisfaga nuestras demandas o no», nos contaba el cineasta Rodrigo Cortés hace unos meses. ¿Y qué tiene que ver esto con la cancelación? «La censura ha existido siempre, era un mecanismo del estado para blindarse, pero hoy se ha atomizado, se ha convertido en un factor de autodefensa gremial», subraya Albiac. Por eso hay quien defiende, como Ezra Klein, autor del reciente 'Por qué estamos polarizados', que las discusiones sobre la libertad de expresión son, en el fondo, discusiones sobre el poder. Formas de alterar el 'statu quo'.
Esta tensión no solo afecta a las creaciones artísticas, sino también a la opinión pública. En julio de 2020, más de ciento cincuenta intelectuales firmaron una carta difundida en la revista 'Harper's' en defensa del debate abierto. «El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura: hay una intolerancia a los puntos de vista contrarios, un gusto por avergonzar públicamente y condenar al ostracismo (...) Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos de literatura», denunciaba el texto, que contó con el apoyo de figuras tan dispares como Noam Chomsky, J. K. Rowling, Steven Pinker o Salman Rushdie. Mark Lilla , que ha alumbrado ensayos como 'El regreso liberal' o 'Pensadores temerarios', fue uno de los impulsores de aquella iniciativa, y asegura a ABC que algo ha cambiado desde entonces: ahora los casos de cancelación saltan rápidamente a las noticias y todo el mundo puede ver lo que está pasando. «Por desgracia, esto ha proporcionado munición a la derecha trumpiana aquí, pero la culpa es de los llamados progresistas que utilizan estas tácticas», apostilla.
De esta remoralización de la cultura opina que muchos creadores están renunciando voluntariamente a su libertad, restringiendo su campo de acción: «Estamos en un momento no sólo en el que muchos escritores y artistas están estrechando su mirada para evitar los problemas y pseudoproblemas políticos contemporáneos, sino que algunos, especialmente los jóvenes, piensan que deben hacerlo. Están perdiendo la oportunidad de cultivarse interiormente y desarrollar su propia sensibilidad». Otros muchos se autocensuran por miedo. «No tenemos leyes que fijen lo que pueden o no decir los académicos o los periodistas; no hay censores del gobierno ni del partido. Pero el temor a la turba de Internet, el acoso laboral o la presión de los iguales está produciendo algunos resultados similares. ¿Cuántos manuscritos estadounidenses permanecen ahora en los cajones de los escritorios, o no han llegado a escribirse, porque sus autores temen un juicio arbitrario? ¿Cuánta vida intelectual se ahoga ahora por miedo a cómo se vería un comentario mal redactado si fuera sacado de contexto y difundido en Twitter?», se preguntaba Anne Applebaum en un extenso artículo publicado en 'The Atlantic' y titulado 'Los nuevos puritanos'.
La cuestión no es baladí, sino central para la democracia, pues es en los límites donde se definen los principios. «Si alejamos a todas las personas difíciles, exigentes y excéntricas de las profesiones creativas en las que solían prosperar, nos convertiremos en una sociedad más plana, más aburrida y menos interesante (...). Las artes, las humanidades y los medios de comunicación se volverán rígidos, predecibles y mediocres. Los principios democráticos como el estado de derecho, el derecho a la autodefensa, el derecho a un juicio justo, incluso el derecho a ser perdonado, se marchitarán», alertaba la premio Pulitzer al final de su disquisición. Christopher Hitchens llevó hasta las últimas consecuencias esta intuición, y defendió, ante el espanto de muchos colegas, el derecho de los simpatizantes nazis a negar el Holocausto: eso también era libertad de expresión. «Lo hago porque creo que un derecho es un derecho y también porque sé que si este derecho se niega a una facción, no se detendrá allí», argumentaba él, en una batalla que hoy está perdida.
¿Y dónde queda la obra de arte, después de todo? «Ha dejado de importar la obra de arte misma, su belleza, su perfección, su ley individual, y lo que importa es su interpretación, el discurso sobre la obra, el mensaje», contesta Javier Gomá , creador del concepto 'ejemplaridad pública'. Él sostiene que estamos ante una consecuencia nefasta de «la desorientación general de las humanidades», que nos ha llevado a abrazar «ocurrencias envueltas en un discurso alti- sonante bastante infantil». «Se rechaza el arte que no tiene mensaje, cuando lo único que no debe tener el arte es mensaje. El gran arte da que pensar y mucho, pero nunca, nunca, se convierte en mero pensamiento. La ansiedad por el mensaje delata la ausencia de verdadero arte y su transformación en catecismo», remata.
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