PENSAR ESPAÑA SIN TABÚS
Juan Pablo Fusi: «La refundación de España es innecesaria»
En su último libro ‘Pensar España’ (Arzalia), este miembro destacado de la Real Academia de la Historia va saltando por las tesis de los grandes intelectuales del siglo, por los hitos culturales y por episodios seleccionados para intentar desgranar los cambios que ha padecido la nación
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Iniciar sesiónDiscutida o discutible. Vertebrada o invertebrada. Imperial o provinciana. Gloriosa o decadente. Fallida o fallona, como la selección de fútbol de cara a puerta… La nación española bascula, como no podía ser de otra forma en un país de gigantes o molinos, entre los extremos ... más absolutos según amanezca el día. El historiador Juan Pablo Fusi (San Sebastián) ha dedicado gran parte de su obra a estudiar la España contemporánea o, más concretamente, a comprender a quienes desde 1898 han pensado la nación como una preocupación, un problema.
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En su último libro ‘Pensar España’ (Arzalia) , este miembro destacado de la Real Academia de la Historia va saltando por las tesis de los grandes intelectuales del siglo, por los hitos culturales y por episodios seleccionados para intentar desgranar los achaques que ha padecido la nación desde que su cuerpo apareciera una mañana de julio flotando a la deriva en las aguas de Cuba.
–Con el Desastre del 98 nace España como preocupación, ¿fue una derrota tan desastrosa?
–Desastre es la interpretación que desde muy pronto se dio en medios intelectuales y periodísticos. España, un poder hegemónico durante dos siglos y que todavía en el XVIII era una gran potencia, comprendió que tenía que renovar el Estado y construir un Estado nación. Era una nación, usando el término orteguiano, desvertebrada y alejada de la Europa más desarrollada. La conciencia de la marginalidad hace que esa derrota humillante y contundente en Cuba y Filipinas, final definitivo para los restos del imperio, se convirtiera en la preocupación por España y por una nación probablemente fallida.
–Hablan de nación atrasada una generación de intelectuales brillantes, ¿no eran ellos mismos la prueba de que el país no podía ser tan fallido?
–En la España de 1900 a 1931 coexisten tres generalizadas irrepetibles, la del 98, la del 14 y del 27, que son la base de nuestra cultura contemporánea. Si se piensa en ellos, uno se pregunta de qué estaban hablando al decir que había un fracaso, pero es que la historia siempre es compleja y contradictoria. No es un caso tan raro que haya una generación brillante de intelectuales a la vez que hay una catástrofe. La cultura alemana donde se impuso Hitler en unas elecciones era excepcional.
«Hay naciones que tienen obsesión con su identidad, su evolución y con su papel en el mundo, un pensamiento crítico a veces muy existencialista»
–En todo caso, ha quedado un género en sí mismo en torno a pensar España.
–La ambición de estos intelectuales era llevar España a la Europa desarrollada, y eso generó una obra literaria ensayística muy rica y valiosa para los historiadores. Unamuno, Azaña, Azorín, Marañón, López de Ayala... Son excelentes aportaciones al género literario, que ponían a España en una situación agónica y no reparaban en errores de un Gobierno o de otro, sino en la situación del país al borde del naufragio.
–Tal vez el primer problema está en el sujeto con el que estos y otros españoles comparaban el país.
–El término de comparación es algo que siempre hemos escogido mal en España. Nos hemos mirado en el espejo de Gran Bretaña, de Francia, de Alemania, y no en el de otros países más cercanos, que en algunos casos estaban peor que nosotros. Hay naciones que tienen obsesión con su identidad, su evolución y con su papel en el mundo, un pensamiento crítico a veces muy existencialista y agónico. Pasa así, por ejemplo, en Rusia, Italia o Portugal... Ellos también entraron en una crisis existencial a principios del siglo XX.
–¿Esta visión tan negra de los intelectuales provocó un daño en la autoestima de los españoles?
–Probablemente no. Estas ideas coexistieron con un cierto populismo españolista, que se tradujo en esas fechas en manifestaciones de españolidad bastante tópicas. Si se analiza la literatura taurina, los cuplés, la zarzuela, los sainetes y más adelante la cultura deportiva, se entiende que hay otra manera de estar instalado en España que coexiste con el pesimismo crítico de los españoles. En todo caso, creo que el pensamiento crítico también tiene aspectos positivos, eso que decía Ortega de que hay que decir del revés la historia española, no ser tan enfático, tan empachoso, sin tanto Viriato ni tanta historia espléndida. Bajo su punto de vista, España es un país relativamente modesto y lo que hay que hacer es apretarse la cabeza para tratar de recuperar las pérdidas del XIX.
–¿Cómo llega España a este estado de marginación que identifican los intelectuales?
–Si se suma la Guerra de Independencia, que es un desastre para España; la pérdida de los territorios en América, que es verdad que eran ya muy autónomos pero afectaron mucho a Sevilla y Cádiz; el caos del reinado de Fernando VII, no solo por la etapa represiva sino por la incompetencia gubernamental y el endeudamiento; y las guerras carlistas, se comprende la situación de España, que hacia 1840 estaba literalmente sin Estado. Era pobre, pequeño y débil justo cuando otros países estaban despegando. España se quedó en la periferia de la Europa del capitalismo moderno. Azaña decía que el Estado español no tenía capacidad de actuar más allá de unos pocos kilómetros de Madrid. Hay provincias enteras donde a lo mejor hay solo una pareja de guardias civiles…. Se hacen carreteras, túneles, se amplían puertos, hay minería, ferrocarril, pero a un ritmo muy alejado del de países como Francia.
–¿Es ese estado enclenque el responsable de que surjan nacionalismos excluyentes en la periferia del país?
–Los nacionalismos como el vasco, el catalán o el gallego, aunque en este último caso con menor fuerza por estar menos articulado, no surgieron en España porque hubiera un nacionalismo español fuerte que oprimiera la periferia, sino, al contrario, porque había un estado débil y la vertebración del país como nación había sido limitada y frágil en su proceso. En la Transición hubo un esfuerzo por crear un estado de autonomías, con una transferencia de poderes extrema a las regiones, y un intento por proceder a la construcción nacional y cultural de un proyecto común sin llegar a la ruptura. Era esperable que entonces hubiera lealtad constitucional, pero no se produjo. ETA no la mantuvo; el PNV, sí y no; el nacionalismo catalán desde 2010 tampoco. La lógica de todo nacionalismo es la nación soberana, la independencia.
–¿Fueron los nacionalismos el obstáculo para que la España moderna lograra antes una democracia y un desarrollo pleno?
–Los nacionalistas son un problema grande en cuanto introducen una filosofía política que hace de la nación, el pueblo y la tradición el objeto y el sujeto de la política, cuando en una democracia liberal lo son el individuo y los derechos individuales. Aparte, el nacionalismo es una reacción emocional de masas que introduce factores identitarios en política que lesionan la constitución de un país como sociedad abierta y plural. Muchos de estos nacionalismos minoritarios son divisivos y abren no solo conflictos entre las regiones y el estado central, sino también una fractura muy profunda en el interior de esos territorios. Es un tema muy complicado y distorsionador de la evolución tranquila de la eficacia y buen gobierno de una democracia.
«Lo que ocurre ahora es una cuestión muy de este Gobierno, que ya lo anticipó Zapatero, en su decisión de hacer de forma permanente, no solo con oportunismo electoral, una especie de bloque democratico entre la izquierda y los nacionalismos periféricos»
–A la vista de los sucesos recientes, parece que la Transición no terminó de resolver los problemas de identidad.
–Al decir que no resuelve el problema de identidad ya se le está dando la razón a los impulsores del procés. El ordenamiento español de la Transición y el estado de las autonomías es un instrumento, como lo es el de estados federales, regionales o la constitución americana, para que las regiones, provincias o estados con identidades fuertes se integren en un proyecto democrático. A partir de ahí, la responsabilidad de que eso funcione o no la tienen los intérpretes, no la partitura.
–¿También el nacionalismo español es un obstáculo para la democracia?
–Para empezar, el nacionalismo español es difícil de identificar. Una cosa son los sentimientos nacionales y otra el nacionalismo estructurado políticamente. Imagino que se puede hablar de nacionalismo español en los años 30 y ahora han aparecido algunos movimientos que se proclaman nacionalistas españoles. Ahora bien, los partidos políticos liberales del XIX, los republicanos de centro y izquierda, como el PSOE, no se han definido nunca como defensores de una exaltación de la idea de España. Son partidos nacionales que sienten una preocupación por su país, sí, como es lógico en alguien con proyección pública.
–Para ciertas corrientes de izquierda la bandera, el himno, los símbolos y grandes fragmentos de la historia de España se ha convertido hoy en un problema en sí mismo.
–Sí, pero eso para una parte de la izquierda, porque si nos fuéramos a Juan Prim, un progresista con un profundísimo sentido de España, o al propio Azaña, que decía que era español por los cuatro costados... Es más, durante la Transición la izquierda antepuso la restauración de la democracia a cualquier otra cuestión y aceptó todos los símbolos de España y la institución monárquica. Lo que ocurre ahora es una cuestión muy de este Gobierno, que ya lo anticipó Zapatero, en su decisión de hacer de forma permanente, no solo con oportunismo electoral, una especie de bloque democratico entre la izquierda y los nacionalismos periféricos. ¿Es eso la izquierda? ¿Y Savater dónde está? ¿Y Leguina? ¿Y Rosa Díez? ¿Son la izquierda o son una minoría que controla el partido socialista y han tomado esta opción?
–¿Comparte el término izquierda indefinida para designar a esta izquierda?
–No sabía que se usara ese concepto, pero es posible que sea así. Si es verdad, como parece, que hay una idea en la izquierda que gobierna de alianza estructural con el nacionalismo, desde luego supone un cambio con respecto a lo que ha sido tradicionalmente la izquierda incluso en la república, que podía ser lo que sea, pero desde luego no era eso. En la Guerra Civil se llegó a decir, por parte de historiadores catalanes, que los que lucharon fueron dos nacionalismos españoles: el nacionalismo español de izquierda y el de derechas. A Largo Caballero, Negrín y demás se les sigue identificando como nacionalistas españoles.
–Esta parte de la izquierda también es responsable de una revisión en términos muy críticos de la Transición, ¿por qué esta revisión?
–Supongo que por legitimar una refundación de España y el nuevo bloque democrativo integrado por el PSOE y los nacionalismos periféricos. Desde luego, me parece un enorme error histórico. La infravaloración de la Transición es todo un disparate historiográfico, pues se puede analizar muchas cosas sobre los problemas que derivan de la entrada en Europa, de la Constitución o de la recuperación económica, pero lo que es indudable, y no creo que haya nadie que lo ponga en duda, es que España se transformó de una forma muy rápida en una democracia consolidada. Es incomprensible, desdeñable y despreciable; no encuentro palabras para repudiar cualquier interpretación de ese tipo. La refundación de España es innecesaria. La constitución es una excelente partitura y necesita que los músicos no desafinen y la interpreten bien.
–Para los republicanos de 1931, el Rey era el obstáculo para que España alcanzara la democracia, pero en 1975 el Rey fue la solución para traerla. ¿Dónde está el punto intermedio?
–Eso no significa que no fuera un problema en 1931, y eso no significa que no exista la trayectoria que llevó a Don Juan Carlos a abdicar en 2014. Como institución, la monarquía en 1975 fue la solución porque era «un marco razonable para la democracia» y, dado que es así también hoy, no es necesario entrar en un debate complicadísimo sobre la forma del estado. Hay muchas repúblicas que son detestables desde el punto de vista democrático, por ejemplo Venezuela, China, Corea del Norte o China ... La forma del estado no es lo que importa, sino la democracia como tal. En una monarquía parlamentaria la figura de los reyes es más protocolaria que ejecutiva. Por qué entonces adentrarse en caminos de perplejidad y quién sabe si de naufragio.
–Ortega afirmó que Europa era la solución para esa España sin vertebrar, ¿no era una manera de abstraer responsabilidades y minusvalorar el país?
–Ortega tiene unas cuarenta frases de una utilidad extraordinaria para el historiador y el periodista, muy gráficas y contundentes. Podríamos añadir que la solución española era hacer educación, universidad, ciencia y desarrollo económico como se hacía en Europa. Al decir esa frase estaba haciendo una apelación a la modernidad de España, pero yo no lo sacaría más allá de esa idea de regeneración hecha por españoles y en España. También habla, por ejemplo, de las provincias en pie, de revitalizar las ciudades fuera de Madrid no por razones étnicas o identitarias, sino porque consideraba que el hombre medio estaba en las capitales de provincia. Hagamos, decía, de esa España localista la vertebración español que no hay.
–Europa parecía la solución, pero ahora que España está en la UE es también un foco de problemas.
–Viendo los problemas enormes, la complejidad que es Europa, las dificultades burocráticas, con la aparición de populismos en Polonia, Hungría, Italia, la propia Francia, que responden a una insatisfacción con la difícil visualización que tenemos con lo que es el proyecto común, entiendo que haya gente con la tentación de plantear esa idea de que Europa es el problema y España la solución. Europa ha resultado ser muy difícil de articular, mucho más de lo que se pensó en esa primera Europa de los seis. Ortega decía que Europa eran muchas abejas y un solo enjambre, pero, en verdad, son muchos enjambres y muchas abejas . Casi 400 millones de habitantes con culturas y lenguas muy distintas. Tal vez haya que esperar muchos años hasta que la verdadera unión cristalice.
–Crecen los euroescépticos en Europa, pero no en España, ¿siguen creyendo los españoles que su única solución es estar allí?
–Ha calado la idea de que Europa es nuestra tabla de salvación y también pervive cierto complejo de inferioridad por nuestra marginalidad. Ha calado la idea de que Europa es igual a democracia y que nosotros necesitamos estar ahí a toda costa. Estas ideas son para los españoles más importante incluso que los beneficios materiales que nos ha reportado pertenecer a Europa. En los primeros veinte años, el beneficio neto para España fue de 90.000 millones de Europa y todavía hoy recibe más dinero de lo que da.
«Como historiador apoyo una preocupación permanente por nuestra propia historia, entre otras cosas porque el hombre no tiene otra cosa que su historia»
–La UE ha fracasado, por el momento, en sus intentos por crear una identidad común, un proyecto que emocione. ¿Por qué razones?
–Europa tiene una estructura económica, burocrática e institucional muy fuerte, pero no es una referencia emocional para nadie, ni tiene unas señas de identidad para hacer al español, al finlandes o al francés sentirse integrado. Tanto los días conmemorativos de Europa como los fundadores no le dicen al español medio gran cosa, y no le despiertan sentimientos. Algunos analistas reconocen que el modelo burocrático está terminando y que en Europa vamos a entrar en una etapa política.
–¿La nación española ha desistido de articular un relato sentimental para apostar por uno meramente económico y europeísta?
–Nuestro relato desde la Transición no está estructurado en torno a los Pactos de la Moncloa o las ayudas europeas, sino más bien en que España al fin encontró su lugar en el mundo, por fin somos una variable europea. Eso ha sido más importante a nivel emocional que los beneficios materiales. Sigue siendo necesario en España tener un sólido relato nacional, mejor si es democrático, porque siempre es esencial contar con un fuerte sentido de la Historia para estar en la vida pública.
–La Historia se está colando en el debate político cada vez más, ¿ha vuelto el interés de los españoles por su pasado?
–España vive en el mundo de lo efímero. Yo recuerdo exposiciones espectaculares de Felipe II y Carlos V en 1998, sobre Lorca, Buñuel, Carlos III y la Ilustración… Colas por las calles con motivo de una exposición de Velázquez. No hemos estado de espaldas a la Historia, no. España tiene una historia extremadamente interesante, y de 1500 a 1700 la más interesante sin duda. El patrimonio cultural español es apabullante. Como historiador apoyo una preocupación permanente por nuestra historia, entre otras cosas porque el hombre no tiene otra cosa que su historia. Es nuestra seña de identidad y nos entra por todas partes. Es bueno el interés crítico y el cultivo de la explicación del pasado, sin necesidad de retórica de exaltación de nada. Un conocimiento positivo y crítico.
–Usted en su libro desmiente esa idea extendida de que la Transición supuso un pacto del silencio en torno a la Guerra Civil y el Franquismo.
–Invito a la gente a que lea los anuarios de libros del Ministerio de Cultura de los años 1976, 1977 y 1978, y que vean cuales son los éxitos de ventas. La Guerra Civil era el tema dominante. Durante veinte años, cada diez o doce días salía un libro de la Guerra Civil. Novelas, cine, coleccionables, congresos, programas de televisión, 52 capítulos de una serie documental que hizo TVE, con una comisión de historiadores... Vivimos un tiempo de memoria efímera. La excitación del momento hace que se olvide lo que se ha hecho.
–En nombre de esa idea del pacto del silencio se justifica la necesidad de leyes de Memoria Histórica.
–Mire, eso ya es otra cuestión. Lo que sí creo es que la Guerra Civil y la preocupación por repetir los errores que habían llevado al conflicto fueron un hecho que basculó de forma permanente entre los que estaban haciendo la Transición. En la preocupación por hacer la democracia en España estaba el no repetir los fallos, a pesar de esas tres generaciones seguidas de brillantes intelectuales, que habían cometido los españoles en el pasado.
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