Mi noche del Cavia
En este artículo, publicado el 7 de julio de 2001, el escritor contaba cómo con el gran galardón de ABC cumplía el deseo de su carrera
Muere Alfonso Ussía, maestro del columnismo español
El presidente del Jurado, nuestro premio Nobel don Camilo José Cela, marqués de Iria Flavia, acostumbra a repetir una oración de siete sílabas que resume la constancia ante las adversidades que depara la vida, y la esperanza en las ilusiones y los sueños. «El que ... resiste, gana». En la noche de hoy, se culmina un deseo que hace años se me antojaba fábula o espejismo. Entrar a formar parte de la relación de escritores y periodistas que desde 1920 me han precedido en el honor de obtener el «Premio Mariano de Cavia», el premio por antonomasia del columnismo español. Todavía existía el bulevar de la calle de Velázquez, y los taxis de Madrid circulaban de negro con su línea roja, y en España se respiraba el primer aire de libertad, no por la apertura de un Régimen político, y sí por la proliferación del «Seat Seiscientos», aquel diminuto vehículo que hizo libres a los españoles para al menos, amarse sin pasar por la vicaría. En España gobernaba el general Franco, se inauguraban pantanos y obras públicas, se soñaba con la libertad de opinión y de asociación política, volvían los primeros exiliados, se principiaban a cerrar desde la aparición de las primeras grietas en el muro del sistema, las heridas físicas y anímicas de nuestra Guerra. El mundo occidental nos daba, simultáneamente, la mano y la espalda, y la mitad de España, la derrotada, se abría poco a poco paso por entre la espuma densa de los vencedores. El Real Madrid era lo único que ganaba siempre fuera de nuestras fronteras; toreaban Antonio Ordóñez, Antonio Bienvenida y un jovencísimo Curro Romero. ABC abrió sus páginas a ilustres y magníficas firmas de la derrota, tesoro perdido por el exilio o el destierro. En Portugal, exilio y destierro, Su Augusto Abuelo, Señora, propugnaba casi desde la soledad la reconciliación y la recuperación de la soberanía en el pueblo español, sin límites ni excepciones, como un ente compacto y unido donde los conceptos Victoria y Derrota carecían de lugar y sitio. En España era denostada su figura, humillada su imagen y silenciada su palabra, excepto en esta Casa, que siempre le ofreció su lealtad plena y antigua. También en España, Señora, con dificultades y desaires, desde la separación física y con murallas de intereses encontrados y aparentemente insalvables, se formaba Su Padre el Rey, en un ambiente de desafecto profundo y de lucha constante. En Portugal teníamos a un Rey con todos los deberes cumplidos y ninguno de sus derechos reconocidos, y en España a un Príncipe que recibía, simultáneamente, el apoyo y el desdén de un Régimen que se creía eterno. En Portugal, la Casa Real se mantenía gracias a la ayuda desinteresada de algunos españoles, y en Madrid, el Príncipe se veía obligado a aceptar caminos marcados que él asumía con tanta tristeza como silencio, y que muchos, entre los que yo me encontraba, no comprendíamos en su justa medida. Aquel viejo Rey que fue el Conde de Barcelona, y el Rey que hoy tenemos en España y nos ha devuelto la libertad, fueron príncipes formados desde la carencia, las calumnias, la indefensión, la estrechez, las limitaciones y, en ocasiones, desde la sencilla y llana desolación. Gracias a esos sacrificios, los de ambos, gracias a la estricta aplicación que uno y otro realizaron del deber sobre los derechos, gracias a las ejemplares presencias en sus vidas de Doña María y de la Reina Sofía, el pueblo español olvidó el viejo debate Monarquía-República por inoportuno, obsoleto e innecesario. Pero esa normalidad que hoy se impone tiene un bagaje de sacrificios personales y resistencias calladas que no pueden olvidar los españoles de hoy, la generación pujante que nació y se formó en la libertad y la prosperidad, en la facilidad de los derechos ante todo y en el camino sin obstáculos ni espinas.
Muchos años después, los sueños de aquel joven lector de ABC se fueron cumpliendo uno tras otro. El primero, ingresar en esta Casa, ya con la libertad plena recuperada; el segundo, no ser expulsado de ella, respetando la libertad de los Luca de Tena para hacerlo. El tercero, con el otoño vital instalado en sus melancolías, ganar el «Cavia», que lo es todo para todos, pero más aun para quienes nos hemos formado día tras día en las páginas de ABC. Y lo hago como último del siglo XX o primero del siglo XXI, dato que aporto para mi biografía sin la esperanza de que interese a nadie. Y lo hago compartiendo mi noche deseada con Indro Montanelli, ganador del «Luca de Tena», el gran maestro del periodismo independiente europeo. Y comparto la noche de mis sueños con el gran dibujante Fernando Puig-Rosado, que ha ganado nada menos que el Premio «Mingote», el que Juan Ignacio creara para anclar en la Historia de ABC el apellido del más genial dibujante, pintor, filósofo, botánico y editorialista de su larga historia. Un grande de la literatura de hoy, Francisco Umbral, también «Cavia», en sus tiempos de distancia con ABC, escribió que lo mejor de nuestro periódico era la grapa y el dibujo de Mingote. Al día siguiente recibió un telegrama de gratitud de nuestro Antonio que es resumen de su talento. «Gracias en nombre de la grapa».
Sucede que este «Cavia» lo he ganado por resistir. Por no dejarme vencer por mi propio desánimo en la soledad diaria, el temblor diario que procura la obligación de todo columnista. Por haber intentado respetar mi verdad, que no tiene que ser la verdad, y encontrado una Casa donde mi verdad siempre ha sido respetada aun cuando no coincidiera con su línea editorial. Por haber rechazado toda proximidad al poder político establecido y por no tener, desde la concepción democrática liberal-conservadora, ningún complejo de inferioridad ni del pecado original, que tanto ha perjudicado a algunos.
Mañana, cuando pase este aire de felicidad rotunda y los minutos de hoy se hagan paisaje de memoria y recuerdo, volveré, como todos los días, a partir de cero, a examinarme con mis lectores y a seguir temblando ante el folio en blanco. Ya lo dijo Benchley: «Tardé treinta años en darme cuenta de que no tenía aptitudes para escribir, pero ya era demasiado tarde».
España, Señora, es la que amamos como Patria y recelamos como Estado. España nos ha dado la cuna, la tierra, la palabra, el arte, la Historia, el talento, el ingenio, los paisajes, el dolor, la tragedia y el alma. El Estado es el que nos debe dar y sólo nos quita, el que ofrece y recula, el que dice que ampara y arruina. Por eso, España no se puede romper, en tanto que el Estado siempre está empeñado en simular sus grietas.
España, como nación, como Patria, sufre desde hace treinta años el salvaje acoso del terrorismo y la intolerable complicidad de partidos políticos, instituciones y grupos sociales que han resuelto sus conciencias con el silencio y acordado el «dejar hacer» para alcanzar sus utópicos objetivos. Mueren los españoles, no los estatalistas. Sufren los españoles, no los estatalistas. Estatalistas somos tan sólo cuando el Estado no nos reconoce lo que hemos ganado y sí, en cambio, nos exige, con voracidad depredadora, depositar en sus arcas más de la mitad de los rendimientos de nuestro trabajo. Seis meses escribimos para el Estado, doce meses y toda la vida para España. Sin rendimiento alguno lo haríamos si sintiéramos la compensación de nuestras angustias. El terrorismo y sus cómplices, entre los que no debemos omitir a un amplio sector de la Iglesia Católica de las provincias vascongadas, ni a buena parte de su acomodada burguesía cristiana, no quiere asesinar al Estado, sino a España. Sabe que el primero se humilla y la segunda resiste, más aun, cuando la piel que desean cortar a trizas de nuestro cuerpo ha sido durante siglos, la más querida, cuidada, gozada y admirada del conjunto de nuestra Patria. Y quedan allí centenares de miles de vascos, que por vascos precisamente se sienten españoles, Patria y no Estado, amor y no impreso a rellenar en ventanilla, a los que no podemos abandonar desde el egoísmo y el desconsuelo, porque resisten ¿y ganarán¿ con la sola fuerza de la idea, de la palabra, de la tolerancia y de la libertad. Algún día, cuando se cumpla el heptasílabo de Cela, reconoceremos la grandeza de esos héroes de nuestro tiempo, que lo son, precisamente, por el solo hecho de no abandonar su sitio y el de sus mayores y mantener las raíces de sus árboles cada día más fuertes y profundas. Árboles que mueren por España, no por el Estado que admite a los asesinos reunirse en grupos políticos legales, que legitima la complicidad, que legisla su existencia y que aprueba incluso, sus ayudas económicas.
España, que fue tierra de emigrantes, es hoy paraíso, como puerta de Europa de acogida. Falta de información o demagogia, el problema de la inmigración clandestina y fraudulenta puede llegar a convertirse, junto al terrorismo, en la nube permanente del futuro. Para eso está el Estado, para resolverlo. No podemos admitir, como seres humanos, como ciudadanos de una nación libre y desarrollada, que en nuestro país exista el negocio de la esclavitud. La acuarela de las prostitutas en la Casa de Campo de Madrid se repite en casi todas las ciudades de España, en copias más o menos fidedignas. En la puerta de la Europa libre y llamada solidaria, de la Europa rica y próspera, de la Europa civilizada y magnánima, soportamos con indiferencia absoluta la indignidad y la barbarie de la vieja esclavitud. No me refiero a la prostitución, viejo oficio con amplio futuro. Hablo de la esclavitud, del negocio de la trata de mujeres, que llegan a España importadas por las mafias y aquí son explotadas, masacradas, martirizadas y expoliadas sin límites ni derechos. Al claro día son repartidas, al claro día son explotadas, al claro día son maltratadas y heridas, y al claro día son recogidas para al día siguiente encadenar su existencia de yeguas a nuevos galopes de carne humillada.
Esta Casa es antigua, Señora, y por ello culta y medida. Estuvo a punto de desaparecer, pero el coraje de Guillermo Luca de Tena lo impidió. Los que pertenecemos a ella sabemos hasta qué punto la envidian quienes más la denigran, hasta qué punto la desean quienes más la niegan. Mientras no se demuestre lo contrario, cien años de información, cultura, libertad e independencia e inteligencia nos sostienen. La última generación se ha hecho con las riendas y el futuro se abre con nuevas expectativas. No obstante, mi melancolía, que es una sensación tan honorable como constitucional, me anima a mirar hacia atrás, y recordar a cuantos han colaborado desde la más alta cumbre de la sabiduría al más modesto quehacer que comprende una empresa periodística, a mantener esta Casa y a esperar todo de ella para el mañana.
Hoy es noche de casi felicidad, que la felicidad completa es patrimonio exclusivo de los tontos. Gracias, Señora, por alzar con Vuestra Presencia esta sensación de dicha en mi noche de los Cavia. Gracias a todos los que depositaron su confianza en quien tan escasas garantías les ofrecía. Al Jurado por premiarme, a los lectores por leerme, a los míos y mis amigos por soportarme. Olvidemos las tristezas y colaboremos con nuestra palabra a que no se agrieten las tres sílabas más bellamente unidas de nuestro idioma: España.
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