El orden perturbado

JAVIER DEL REAL

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Estos días se publicaba una declaración de Plácido Domingo en la que afirmaba tener dudas ante la posibilidad de repetir en Madrid el último éxito que le dio el papel del corsario Boccanegra. Y lo decía no porque pensara que las circunstancias pudieran ser menos ... favorables o notara cierto decaimiento, sencillamente porque la materia de «Ifigenia en Táuride» es más proclive al drama que a los personajes, léase a las personas. Con esta premisa por delante se comprenderá el entusiasmo general con el que ayer concluyó la primera representación del título y las aclamaciones dispensadas a todos y cada uno de los participantes que las recibieron con independencia de su condición, del cariño que a cada cual se le tributa, o de la mayor o menor influencia que en ellos pudieran haber tenido los simpáticos bacilos encargados de repartir catarros de manera indiscriminada. Se avisó al comienzo, con especial énfasis en el estado de Domingo que fue el último perjudicado.

¿Cómo entonces se explica semejante triunfo? Fundamentalmente porque tras algún que otro esfuerzo y roce fue fácil adivinar la gran calidad de fondo de un montaje que tiene muchos, muchos puntos a su favor, que van desde la capacidad del director musical Thomas Hendelbrock para conciliar un sonido muy trabajado, a la minuciosa dirección escénica de Robert Carsen plagada de ideas formidablemente realizadas, pasando por un reparto sólido y muy bien integrado. Por partes, no cabe duda de que Susan Graham es la Ifigenia de nuestros días, del mismo modo que Frank Ferrari un Thoas con aplomo, Paul Groves canta a Pílades con un acabada línea y Domingo le añade al joven Orestes aplomo y experiencia. Y que todos ellos, y los demás, reúnen de manera pareja intensidad, vibración y anchura, además de una buena proyección gracias un escenario cuya geometría potencia las voces y las carga de corpulencia, amén de exigirles precisión en el gesto y la postura.

Carsen trae hasta Madrid una propuesta escénica suficientemente probada tras su estreno hace algunos años en Chicago, y, en estado puro, vuelve a demostrar la capacidad de la buena representación para hacer presente lo que no se ve. Evoluciones contundentes, asociaciones de memoria tan armadas que el propio devenir escénico se convierte en mejor narración que los subtítulos. Todo ello con los elementos justos y una iluminación de una sutileza sorprendente. Los antiguos ya descubrieron la virtud educativa de las imágenes que acabaron por ser la escritura de los iletrados. Valga el símil porque algo de eso hay aquí como forma de comunicación, más a través de los sentimientos que de las verdades que se pudieran mostrar, de lo que se intuye antes que del relato mitológico que, aquí se demuestra, importa como metáfora y no como estricto relato.

La suerte ha sido que también Thomas Hendelbrock sabe modelar el entorno acústico que semejante empeño merece y de qué manera era posible conseguirlo con los medios a su disposición. De esta manera, el foso amplía el sutil entorno del escenario, la vivacidad de la acción cuando esta se produce o hace posible la misteriosa presencia de un coro que siempre oculto alumbra la coreografía de los figurantes. Razones así explican el triunfo de ayer. Incluso la predicción de Domingo. Uno más, aunque no uno menor, en una propuesta digna de disfrutarse.

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