Muere la cantante Mari Trini, delicada voz de la melancolía y la soledad
ABC
María Trinidad Pérez de Miravete... simplemente Mari Trini
MANUEL DE LA FUENTE
MADRID. Como un gorrioncillo ha dicho adiós. Se ha despedido como vivió, desde la ardiente intimidad, desde la siempre defendida torre de su soledad. Como un ave de primavera ha dicho adiós. ... Con un leve temblor y un último aleteo de sus alas. Ha dejado de volar, ha dejado de cantar de rama en rama, ha callado su discreto gorjeo, y duerme ya el trino de Mari Trini, la voz que tantas veces nos hizo compañía, tantas décadas disco a disco a nuestro lado, canción a canción, en las que como en un hombro amigo apoyamos nuestras penas, y dejamos descansar esos desastres íntimos con frecuencia ineludibles.
Ahora, hoy, desde la noche del lunes, ya no volverán a asomar en su pico aquellos versos, aquellos poemas que escribió «huyendo de la soledad, cuando la vida se apaga y las manos tiemblan ya...» Sesenta y un años que hoy parece que se nos han ido en un suspiro, más de cuatro décadas de música, sesenta y un años que estuvo con nosotros María Trinidad Pérez de Miravete, aunque nosotros, todos nosotros, sencilla y cordialmente, preferimos llamarla Mari Trini, siempre ahí, a pesar de que tantas veces nada sabíamos de ella, siempre hilvanando esa música que tenía el don de meterse entre los pliegues de nuestras idas y venidas por la vida.
El lunes, en un hospital de su tierra murciana, el ave carroñera de la muerte cobijó a Mari Trini bajo sus plumas podridas. El mismo pajarraco de mal agüero que ya la acorraló con siete años, que la dejó otros siete recluida en el nido de su cama, que la puso en el trance de la extremaunción, que le dio un cursillo intensivo de soledad y la enseñó a agarrarse a la existencia con uñas y dientes y sobre todo con su arte. Pero en esa cama igualmente hizo nido su música, allí se hicieron imprescindibles los versos de su admirado, leído y releído Pablo Neruda, y en ese lecho también aprendió que el mejor medio de viajar es la mente, y fue entonces cuando empezó a escribir esos poemas huyendo del desamaparo, de la tristeza, y preguntándose «quién a los 15 años no dejó su cuerpo abrazar», mientras ella se ponía a levantar su casa de «lluvia, amor y fuego».
Y, en cuanto pudo, principios, muy principios de los años sesenta, dejó atrás, ligera, ligerísima de equipaje, un hogar dividido y unos padres separados, y para Madrid que se fue siendo una adolescente, con la guitarra al hombro, con la guitarra en bandolera, un puñado de sueños en la mochila, un racimo de estribillos en la garganta, un vestido negro y unas camperas, disfrazada como ella decía del personaje de sí mismo, tal vez de la actriz de cine que toda la vida soñó con ser.
Rebelde con alguna causa
La misma adolescente (luego contaría que tuvo que hacer un viejo truco con unos algodones bajo la ropa interior) menuda y delgadita que hechizó al director de Holywood Nicholas Ray, que vio en ella a una rebelde con unas cuantas causas, y que se la llevó a Londres, a aquel Londres de la década prodigiosa, aquel Londres cantante y sonante, aquel Londres de minifaldas y «beatlemanía» para que Mari Trini aprendiera y se curtiera. Y dicho y hecho: aprendió y se curtió al lado de Peter Ustinov, de Polanski, de Paul McCartney y hasta de la Dietrich. Amistades de las que se aprende a vivir y se aprende a cantar y contar. Amistades de las que beber y vivir la inspiración. Y luego París, claro. El París de Gilbert Becaud y de Jacques Brel («Ne me quitte pas», por supuesto), el París de Adamo y Silvie Vartan, aquel París en el que la Piaf acababa de decir adiós a la vida en rosa, la Piaf, a la que nadie entre nosotros le cantó nunca como Mari Trini, porque nunca el francés y aquel «Non je ne regrette rien» nos sonó tan bien, tan rotundo, tan hondo, tan profundo y desgarrado.
Y el gorrión aprendió a volar solo, y a volar alto, y cruzó los Pirineos, y Aute y Patxi Andion también le prestaron sus versos, y el recordado Waldo de los Ríos su sapiencia, y llegaron sus primeros discos, que ahora más que nunca se antojan verdaderamente inolvidables, que entonces, tiempo de landismo musical, nos supieron a gloria: «Mari Trini» (1969), «Amores» (1970), «Escúchame» (1971), «Ventanas» (1973)... repletos de palabras enteras y verdaderas, cuando por aquí hablar y cantar estaba tan mal visto, cuando eran verbos extremadamente sospechosos, cuando una simple palabra bastaba para sanarnos de tanto hastío, de tanta oscuridad.
Un hueco en la memoria
Y volaba Mari Trini, y volaban los premios, las giras, los programas de televisión, y tantas canciones que se iban haciendo un hueco en nuestra memoria: «Te amaré, te amo y te querré», «Un hombre marchó», «Ayúdala», «Cuando me acaricias», «Yo no soy ésa», «Amores», aquellos «amores que se vuelven viejos antes de empezar a amar, porque el amor es un niño que hay que enseñar a andar». Y más y más álbumes, siempre reinventándose a sí misma, convertida de hecho y por derecho en una de las más personales e intransferibles voces de nuestra canción de autor, cuyas siempre emotivas y emocionadas maneras y versos seguía plasmando en nuevos álbumes como «El tiempo y yo» (1977), «Sólo para ti» (1978) y, sobre todo, «A mi aire» (1979), y «Oraciones de amor» (1981) y «Una estrella en mi jardín» (1982), elaborados de la mano de aquella institución de la música española que era la productora Maryní Callejo, que fuera directora artística de Los Brincos y Los Relámpagos, entre otros muchos. «No hay naufragios. Solamente hay estrellas. Y a mí se me ha caído una estrella en mi jardín. Las dos cosas. Una noche una estrella cayó en mi jardín y se quedó conmigo. Lo voy a decir cantando. ¿No crees?», le contó entonces a Adolfo Marsillach en una preciosa entrevista firmada por el actor, director y dramaturgo.
Nunca la política metió la mano entre sus pentagramas, y quizá por ello el viento de los cambios no se la llevó por delante como a otros compañeros de verbo más encendido e incendiado. Porque ella siempre prefirió cantarle a la independencia, a la infancia perdida, a las despedidas, a los adioses, a la soledad, esa soledad que había vivido tan en primera persona y desde niña, ella quiso cantarles a esas cosas cotidianas que son imprescindibles para seguir caminando por las aceras de la vida y cantándole, sobre todo, al amor, porque, como ella decía, «siempre hay que cantarle al amor y al mar».
Mari Trini cató de muchos vasos musicales. Grabó con Los Panchos, hizo rancheras, boleros, canción de autor, hizo versiones fantásticas de clásicos como el «Avec le temps», de Leo Ferré, y hasta pisó las orillas del rock en discos como «Espejismos», del año 1990.
Las sirenas del famoseo nunca la engañaron. Ni las del conformismo. Discreta, ardiente defensora de su intimidad, luchando siempre a brazo partido por cada milímetro de su vida, debatiéndose alguna vez en la mar borrascosa de la depresión, Mari Trini siguió cantando mientras pasaban a su lado, efímeros, fugaces, los modos y las modas. Siguió cantando, canción a canción, verso a verso, discos que rellenaron muchos huecos, que por centenares y centenares de miles (diez millones llegó a vender, lo que le valió la entrega en 2005 de un disco multidiamante por parte de la SGAE) se fueron apilando en las estanterías de nuestra alma, a cuyas puertas de vez en cuando, callada, delicada y tiernamente Mari Trini volvía y volvía a llamar.
Como un gorrión ha dicho adiós. Ahora, ya va con sus canciones en el pico, de rama en rama por las arboledas del cielo.
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