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Jaime Bayly - Relato

No me digas que fue un sueño

Uno de los hechos más sorprendentes e inolvidables que me han ocurrido ha sido conocer a Borges. Lo conocí dos años antes de que muriera. Era julio o agosto de 1984, no recuerdo el mes, recuerdo que era 1984 y era invierno en Buenos Aires y yo estaba leyendo las Obras Completas de Borges en tres volúmenes. No sé por qué había viajado a Buenos Aires, en realidad siempre he visitado Buenos Aires sin ninguna razón particular, por el inexplicable placer de estar en esa ciudad. Me gustaba alojarme en hoteles del centro. Todavía no había publicado mi primera novela. Leía hechizado a Borges. Estaba poseído por la mágica gracia de Borges para encontrar el adjetivo exacto con rigor matemático. Me parecía que Borges era el gran escritor en lengua española de nuestro tiempo y que todos los demás estaban a muchas leguas de distancia. Además, los libros de entrevistas a Borges o de conferencias de Borges o de conversaciones con Borges me hacían estallar en risas. Su sentido del humor, su desprecio por el peronismo, el tango y el fútbol, siendo argentino, o en parte argentino, me parecían admirables.

Nunca imaginé (fue la mano de Dios) que, caminando por la calle Lavalle, de pronto vería a Borges con sombrero, tomado de la mano de una mujer joven, de ojos rasgados, muy delgada, casi espectral, que yo sabía que era entonces su novia y asistenta, María Kodama, y que luego terminaría siendo su esposa, la mujer que lo llevó a morir en Ginebra porque así lo quería Borges, no así los amigos de Borges, como Bioy Casares. Lo cierto es que vi en la calle a Borges con sombrero, protegido por un paraguas que le llevaba María, caminando con distraída elegancia inglesa por el centro de Buenos Aires, y me pareció un momento fantástico, pensé que estaba soñando. Borges hablaba con María, ella asentía, él se dejaba guiar, parecían caminar sin apremio, la gente no lo reconocía ni se le acercaba, eso me sorprendió.

El presidente era entonces Alfonsín y el país estaba sumido en el caos (como de costumbre) y recuerdo que aquel día era uno de huelga o paro general, de modo que los comercios, casi todos, estaban cerrados, y no circulaba transporte público y había menos gente deambulando por las calles. La razón de la huelga o el paro general se me escapaba, pero en la Argentina siempre he tenido la sospecha de que las huelgas, los paros, los feriados religiosos y los asuetos militares se inventan por una razón que es inherente a la esencia misma del argentino, a saber, la alergia al trabajo, la natural proclividad al descanso, al reposo, a la ingestión de pizzas y empanadas, al cultivo de viejos fervores como el fútbol o la política o algún otro encono de esa naturaleza.

Borges y María caminaban delicadamente, como si estuvieran pisando la nieve, como si pudieran resbalarse, y él estaba físicamente en esa calle del centro de Buenos Aires, pero su mente parecía estar en algún lugar remoto, en un tiempo antiguo, quizá hablando algún dialecto escandinavo, al menos a mí me pareció evidente que los zapatos gastados de Borges se movían respondiendo las órdenes de una zona del cerebro de Borges que podríamos denominar “la zona argentina” o “la zona real”, pero las palabras que salían como murmullos de su boca provenían de otra región de su cerebro, una zona que podríamos llamar “la zona fantástica” o “la zona laberíntica” o “la zona de las bifurcaciones infinitas”.

Sin advertirlo, de pronto me encontré siguiendo a Borges y María. Los seguí a prudente distancia, tratando de no incomodarlos. Poco más allá, cruzaron la calle (nadie los saludaba, algunos parecían reconocerlo, pero nadie se acercaba a pedirle un autógrafo y menos una foto) y entraron en una confitería y se sentaron a una mesa en la esquina, alejada de la exposición a la calle. Entré en la confitería y me senté a una mesa cercana y pedí un café y un tostado de jamón y queso. María Kodama me miró con abierta, inequívoca hostilidad, como si quisiera decirme: Sé que nos estás siguiendo, no se te ocurra acercarte, estamos hartos de los impertinentes como vos. Fue la suya una mirada de gélida advertencia, que enseguida esquivé con timidez. Comprendí que no debía acercarme, que sólo podía contemplar al genio tomando un té y comiendo un tostado como el que luego me sirvieron. Le temblaba un poco la mano cuando se acercaba el tostado a la boca.

En un momento, María se levantó y caminó al baño. Tuve entonces la osadía (de la que nunca me he arrepentido) de acercarme a Borges y decirle: “Es usted un genio, Borges”. Borges se sobresaltó levemente y me preguntó: “¿Qué me dijo?”. Por lo visto no me había oído bien. Levanté un poco la voz, no demasiado, y le dije: “Estoy leyendo sus Obras Completas y quiero decirle que es usted el gran genio de nuestro tiempo”. Borges sonrió, la mirada extraviada, moviendo la cabeza como si no estuviera bien asida al cuello, como si pudiera caérsele, y dijo: “Bueno, muchas gracias, pero no sé si le conviene leer mis Obras Completas, yo le sugiero que lea mis Obras Incompletas”. Me reí. Borges sonrió, le gustó que celebrase su ironía. “¿De dónde es usted?”, me preguntó, sorprendiéndome. “Soy peruano”, le dije. “¡Peruano!”, dijo él, como si le hubiese dado una buena noticia, lo que me halagó. “Siéntese, por favor, permítame invitarle un té”, dijo Borges. Luego levantó el brazo derecho e hizo el ademán de llamar al camarero, a un camarero imaginario.

En ese momento vi que María Kodama salía del baño y me lanzaba una mirada esquinada. Me jodí, pensé. Esta mujer viene a echarme de la mesa, me dije. Borges comentó, como hablando consigo mismo: “Mi bisabuelo peleó en la batalla de Junín, no sé si usted lo sabe”. Me sorprendió su exquisita cortesía, la impensada amabilidad con la que trataba a un forastero como yo, al que además no podía ver. Le dije: “Sí, me parece que he leído el poema en el que lo menciona”, dije. Luego Borges, mientras María se acercaba, recitó: “Alta en el alba se alza la severa/faz de metal y melancolía/un perro se desliza por la acera/ ya no es de noche y aún no es de día/ Suárez mira su pueblo y la llanura/ ulterior, las estancias, los potreros/ los rumbos que fatigan los reseros/ el paciente planeta que perdura/ Detrás del simulacro te adivino/ oh joven capitán que fuiste el dueño/ de esa batalla que torció el destino/ Junín, resplandeciente como un sueño/ En un confín del vasto Sur persiste/ esa alta cosa, vagamente triste”. Borges sonrió. Le dije: “Es usted un genio. Nadie ha definido mejor al Perú: esa alta cosa, vagamente triste”. Borges pareció ensimismado.

Enseguida dijo: “Mi bisabuelo Manuel Isidoro Suárez comandó un regimiento de caballería que decidió la batalla en la pampa de Junín. La batalla duró una hora o poco menos. No se disparó un solo tiro. Fue a sable y lanza. Mi bisabuelo atravesó con su lanza a un español. El español había tomado prisionero a un coronel amigo de mi bisabuelo, el coronel Olavarría. Mi bisabuelo mató al godo y le dio la libertad a su amigo. Manuel Isidoro Suárez, mi bisabuelo: uno de los hombres más valientes del ejército de la independencia. Fue él quien comandó una carga de caballería (casi todos eran peruanos y colombianos, mi bisabuelo era uno de los pocos argentinos) que decidió la batalla de Junín”.

María Kodama me preguntó: “¿Quién es usted? ¿Qué hace sentado aquí? ¿Es usted periodista?”. Borges sonrió, paciente, generoso, y dijo: “No, no, María, este señor es mi amigo, es peruano, conoce el poema que le escribí al coronel Suárez, mi bisabuelo, héroe de la pampa de Junín”. Me conmovió que Borges me llamara su amigo. No lo era, desde luego. Era sólo un extraño, un impertinente. Pero Borges parecía necesitar desesperadamente un pretexto, una coartada para evadir la realidad y refugiarse en el mundo perfecto de las palabras.

Me levanté de la mesa: “No quiero molestar más, me retiro, ha sido un honor, Borges”, le dije, y no quise decirle “maestro”, sabía que le hacía gracia o le incomodaba que lo llamasen “maestro”, creo que prefería que le dijeran Borges y por eso le dije así, Borges. María Kodama celebró mi decisión: “Muy bien”, dijo, con una mirada despoblada de afecto, extranjera a la ternura.

Borges, el brazo tembloroso, buscó mi mano, estrechó débilmente mi mano derecha, y entonces dijo, casi balbuceando: “Me parece que alguna vez leí a un poeta peruano”. No supe qué decir, no quería pronunciar un desatino, sabía que los gustos literarios de Borges eran arbitrarios, impredecibles, por lo general a contracorriente, en minoría. Prudentemente, pregunté: “¿Le gustó ese poeta peruano?”. Creo que a Borges le pareció apropiado que, siendo yo peruano, considerase la posibilidad de que cualquier poeta peruano pudiese ser malo, o de que no fuese bueno sólo por ser peruano. Borges respondió: “La niña de la lámpara azul.” Dije: “Eguren, José María Eguren”. Borges dijo: “Eguren, claro, Eguren”. Luego recitó: “En el pasadizo nebuloso/ cual mágico sueño de Estambul/ su perfil presenta destelloso/ “la niña de la lámpara azul” (dijimos, a la vez). Borges se rio y dijo, como haciéndome una confidencia: “La niña de la lámpara, bueno, está bien, pero el azul, no sé, ya me parece decorativo, ¿sabe usted?”. Me reí, creo que Borges le gustaba sentir que alguien celebrara su sentido del humor, tal vez por eso añadió: “Una lástima el azul, yo soy muy sobrio, un puritano, y el azul ahí ya es demasiado para mí”. Me reí, pensé que estaba viviendo un sueño, ignoré a María Kodama, dije: “Un exceso, claro”. Borges me corrigió: “Más que un exceso, una orgía”. Me reí y dije: “Adiós, Borges. Debo volver al Perú, esa alta cosa, vagamente triste”. Borges, sonriendo, me hizo adiós. María Kodama me dijo con la mirada: No quiero verlo más. Pero años después, ya muerto Borges, volví a verla, y ella por suerte no me recordaba.

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