Una explosión de optimismo naïf
La severidad del mundo cinematográfico no le va a perdonar tan fácilmente a Mike Leigh, un hombre que hace películas de las que afloran sentimientos amarguísimos y situaciones afligidas y tremendas («Vera Drake», «Secretos y mentiras», «All or nothing»...), que cambie drásticamente de punto de ... mira y nos regale una comedia optimista con un personaje tan eufórico, pintoresco y alegre que cuesta digerirlo al primer golpe de vista, entre otras cosas porque tiene el mismo encantador y seductor físico que la cacatúa de moño naranja de Borneo. Se llama Poppy y es una especie de Amelie parlanchina y chistosa, que da clases a los niños y que toma clases de conducción... Su evidente y único atractivo consiste en que está recubierta de una gruesa mano de ingenuidad y de un modo de ver la vida absolutamente en colores, lo cual conduce la película por una desbocada alegría con ligeras e inapreciables irisaciones de pesadumbre por ese personaje tan feliz sin motivo.
No es difícil acordar que Sally Hawkins, que interpreta a la peculiar Poppy, es lo más notorio de esta película (hasta el jurado del último Festival de Berlín lo vio y le dio el premio de interpretación), pues su modo de acomodarse dentro produce incluso la sospecha de que el molde no sea tanto el personaje como la propia actriz.
Como un míster Bean sin malicia ni codicia, Poppy encuentra constantemente montañas que escalar en la más leve rampa, y parte de la gracia y del encanto de esta película perfectamente titulada consiste en ver cómo se desenvuelve la feliz chica en dichas situaciones: en una clase de flamenco (salvo que uno ya le haya tomado ojeriza al optimismo de Poppy, es una escena entre muy graciosa y muy bochornosa) o en una clase de conducción, acompañada por un profesor de autoescuela (genial Eddie Marsan) que podría presidir una reunión de psicópatas.
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