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Carmen Laforet «Con «Nada», por fin hice algo»

Nací en Barcelona, en casa de mis abuelos paternos, durante la época de las vacaciones escolares. Mis padres vivían entonces en Toledo, porque mi padre era al mismo tiempo estudiante de arquitectura

La escritora en la biblioteca de su casa

Nací en Barcelona, en casa de mis abuelos paternos, durante la época de las vacaciones escolares. Mis padres vivían entonces en Toledo, porque mi padre era al mismo tiempo estudiante de arquitectura en Madrid y profesor de dibujo en la Escuela de Maestría Industrial en Toledo.

Mi madre era toledana y estudiaba magisterio, cuando mi padre ocasionalmente dio unas clases de dibujo en la Normal de Toledo. Así se conocieron. La familia de mi madre era modesta. Mi abuelo era guarda de una finca en Carmena -un pueblo de la provincia toledana- cuando mis padres se casaron. Mi madre no llegó nunca a ejercer su carrera de maestra mas que con nosotros, sus hijos, (al margen de nuestros estudios en el colegio) pero tenía el arte de enseñar, de interesar. La afición a la lectura -esa pasión devoradora de nuestra infancia y adolescencia-, ella la plantó como una semilla en nosotros. Ahora recuerdo con cierto asombro que a nosotros nos divertían mucho las lecturas de los clásicos castellanos. Creo que fue uno o dos años antes de su muerte i-nesperada (murió el día en que cumplía treinta y tres años) cuando organizó las lecturas en alta voz en las sobremesa. Ella leía un trozo del Quijote o del Lazarillo de Tormes y al final pasaba el libro a uno de nosotros para que leyésemos también uno o dos párrafos. Cada día era un capítulo el que leíamos. Como yo, que soy la mayor de mis hermanos, tenía trece años cuando mi madre murió, y como todos recordamos como algo estupendo estos ratos de lectura, creo que fue un experimento afortunado de educadora con arte el que ella hizo con sus niños. Otros libros que nos leía mi madre -siempre a solicitud nuestra- eran los del naturalista Fabre o sobre la vida de los pájaros y los insectos. Nosotros teníamos nuestros cuentos infantiles, pero en casa había una buena biblioteca que siempre estuvo a nuestra disposición. Mi madre nos quitó el miedo o la pereza de leer todo lo que se nos antojase sin más limitación que nuestra mayor o menor comprensión del texto según la edad.

«La primera bicicleta»

Vivíamos en Canarias, al terminar su carrera de arquitecto, mi padre pidió el traslado de su cátedra a la Escuela Industrial de Las Palmas. Mis hermanos Eduardo y Juan nacieron allí.

En la isla de Gran Canaria pasé mi niñez y mi adolescencia. La personalidad de mi padre que era un deportista polifacético llenó mi infancia de sol y de aire libre. Deportes de mar -aparte de la natación, los paseos en balandro, la vela inclinada a veces hasta casi rozar el agua-. Excursiones de montaña. La primera bicicleta cuando apenas llegaban nuestros pies a los pedales ... La casa estaba llena de copas de plata -trofeos deportivos de mi padre-. Había participado en carreras ciclistas en su juventud y sobre todo en campeonatos de tiro al blanco. En una ocasión fue campeón de España en tiro al blanco con pistola. Le gustaban las armas de fuego. Tenía una colección de ellas y había instalado en el jardín de nuestra casa en Monte Coello un campo de tiro. Nos hacía participar en todas estas aficiones suyas. A mí a veces me obligaba y yo me resistía a esas imposiciones. Mi padre no comprendía que a mí no me gustasen las armas. Decía que no hay nada tan femenino como «una pistolita», en el bolso de una mujer. No sé de dónde habría sacado esa idea. En todo caso, yo, hasta ahora no he llevado nunca una pistolita en el bolso. Mi feminidad falla en este sentido.

«Quise ser pintora»

La afición al manejo de las armas debió ser heredada por mi padre de ascendientes militares -todos los que yo sé que fueron militares son de la rama vasca de nuestra familia-. El último militar que recuerdan nuestras crónicas familiares fue mi bisabuelo Mariano Altolaguirre y Zumalacárregui que era hijo de una hermana de los generales Tomás Zumalacárregui (carlista) y Miguel (liberal). El apellido Laforet es francés; lo he recibido en línea directa de un bisabuelo francés casado con una sevillana. Los padres de mi padre eran sevillanos, con ascendencia francesa mi abuelo, y vascongada mi abuela. Mi abuelo Eduardo Laforet era profesor de dibujo en el Instituto Balmes de Barcelona -el único instituto oficial que había entonces- y pintor. Sus siete hijos sabían pintar y dibujar. Mi infancia estuvo llena de referencias a pintores y escultores. Mi casa llena de cuadros. Los primeros libros que la generosidad de mi padre nos dejó manosear sin reñirnos, sin importarle que estropeásemos su buena encuadernación, fueron los de la gran colección de reproducciones de los Grandes Museos de Europa. Mi aspiración secreta en la infancia era llegar a ser una gran pintora. Me parecía lo más grande, lo más importante, lo más maravilloso que se puede llegar a ser.

En cuanto a la música mi padre fracasó conmigo. Entre sus muchas aficiones estaba la del piano. Creo que tocaba muy bien el piano. Aunque en mi infancia he oído sus interpretaciones muchas veces, no puedo juzgarlo. Siento como una mutilación mi mal oído musical y al mismo tiempo agradezco que después de las primeras lecciones de piano (a las que me resistía pasivamente), mi madre, al descubrir un día que a la hora del estudio. yo estaba haciendo escalas mecánicamente y al mismo tiempo leía un cuento que había colocado en el atril, decidiese suprimir esas clases que no merecía por mi falta de afición.

«La Virgen con un habano»

De los recuerdos de mi infancia respecto a cosas de arte se me ha quedado grabado el cuadro de Murillo heredado de la familia sevillana de mi abuelo paterno y que era lo más importante que teníamos en casa. Una Purísima del tamaño de las del Museo del Prado, pero en mi recuerdo mucho más bella, porque el cuadro, que no había sido restaurado nunca, tenía una pátina (de suciedad seguramente) que a mi juicio lo hacía más poético y un pequeño desgarrón o quemadura entre los dedos enlazados de la Virgen. A mí, de niña, no me cabía duda de que el pintor había reproducido a la Virgen fumando un puro habano. Quizá por eso en mi adolescencia no se me ocurrió nunca la idea de fumar. Aún cuando ya sabía que jamás se le ocurrió a Murillo representar a la Virgen con un puro entre los dedos, la idea del puro o del humo del cigarrillo se mezclaba confusamente en mi inconsciente con el humo de los sacrificios, con el sahumerio del incienso. Hasta los veinte años no fumé mi primer cigarrillo y lo hice con cierta aprensión. Pero desgraciada o felizmente, (no lo sé) no me supo a incienso. Me gustó.

Mi vida en Canarias tuvo complicaciones familiares a partir de la muerte de mi madre, porque a la segunda mujer de mi padre no le gustábamos en absoluto ni mis hermanos ni yo. Esto tuvo su lado bueno: disfruté una independencia de la familia mucho mayor de la que se acostumbraba entonces en las muchachas. A mediodía, después de las clases podía quedarme -por ejemplo- en la playa -solitaria entonces en invierno, aunque no hay invierno en Canarias- y nadar un rato, en vez de volver a casa a la sagrada hora de la comida familiar.

«El hambre de la posguerra»

De Canarias recuerdo a mis amistades y aún sigo siendo amiga de muchas compañeras de Bachillerato. El don de la amistad elegida libremente ha sido una de las riquezas de mi vida. Durante la Guerra Civil, la amistad con una joven profesora de Literatura, Consuelo Bu-rell, que venía de Madrid y había estudiado en el Instituto Escuela fue muy importante para mí. Ella me habló de la inquietud intelectual de la preguerra en la Universidad, me descubrió la importancia de la Institución Libre de Enseñanza en nuestra cultura, me contó anécdotas de escritores, de profesores eminentes que eran sus amigos o padres de sus amigos. Deseé conocer a todas aquellas gentes, admiré y quise antes de conocerlas a muchas personas cuya amistad, cuando llegué a Madrid, me parecía, y me sigue pareciendo, un honor y a otros a los que nunca llegué a conocer personalmente porque fueron exiliados desde la terminación de la Guerra Civil. En cuanto a la guerra, era una cuestión que no se tocaba mas que para comentar las batallas. Mi familia era apolítica; en Canarias no hubo bombardeos ni posibilidades de un frente cercano. Yo, a mis quince años, vivía el ambiente general de entusiasmo patriótico -como se decía en nuestra zona franquista- de las victorias y las derrotas. Estaba deseando que se «liberasen» pronto todas aquellas pobres gentes sometidas a horrores que nos narraban los periódicos y la radio.

En 1939, recién terminada la Guerra Civil, fui a Barcelona para estudiar en la Universidad. Encontré la ciudad hambrienta que he descrito en «Nada». Pero el hambre no era capaz de quitarme la alegría de vivir. Barcelona fue maravillosa para mí. El don de la amistad es mi riqueza como acabo de escribir aquí. A través de cada amigo descubro un mundo nuevo. Y había muchos mundos que descubrir. Tenía yo amistad con muchachos catalanes que habían sido evacuados a Francia al final de la Guerra Civil y habían vuelto después de comenzar sus estudios universitarios en Montpelier empujados en este regreso por la guerra europea. Entre ellos, centrando aquel grupo con su personalidad, una muchacha, Concha Farré, cuya amistad, hoy, treinta y tantos años después, sigue teniendo la misma fuerza, seguridad y encanto que entonces, para las dos.

A Concha la encontré estudiando, ella, por segunda vez, su Bachillerato después de haber asistido a la Universidad en Francia. Su título de Bachillerato catalán no servía para los estudios oficiales de entonces. Estudiaba con espíritu deportivo y voluntad de hierro. Trabajaba unas horas por las mañanas. Solíamos reunirnos ella y yo en el Ateneo con sus amigos y una vez por semana ella nos llamaba a todos para que fuésemos a su casa. Era que había llegado el paquete, que, sorteando toda clase de dificultades, le enviaba su familia. Un paquete con embutidos, queso, golosinas y un enorme pan blanco -el mayor lujo en aquel tiempo- para que Concha reforzase su alimentación, que la familia imaginaba (con toda razón) que era deficientísima. Aquel paquete se abría una vez a la semana en la salita de Concha y desaparecía en diez minutos, consumido por todos nosotros y regado con un porrón de vino.

«El peligro es una aventura»

Luego se hablaba en catalán -que yo entendía pero mi pereza me impedía hablar- del antiguo reino de Cataluña y de otras cosas y problemas, de los que yo me iba enterando. El novelista D. H. Lawrence en una carta a Huxley si no recuerdo mal dice que él cree que existe una amistad jurada más profunda, más fuerte, más indestructible que el amor y el matrimonio, una amistad que puede darse entre un hombre y otro hombre o entre dos mujeres o entre un hombre y una mujer, pero, añadía, «yo nunca he encontrado semejante amistad aunque sé que existe». Puedo asegurar sin miedo a equivocarrne en el punto de mi vida a que he llegado, que yo sí he encontrado semejante amistad, y que me ha sido dada, no una, sino -para mi suerte- varias veces en mi vida. Estas amistades no desfallecen ni en la lejanía ni en los años. Dos de estas amistades las encontré en Barcelona en el año cuarenta. Una es Concha, la otra es Linka Babecka, que había llegado a Barcelona por primera vez al mismo tiempo que yo; pero ella huyendo con su familia de la invasión alemana y rusa en Polonia.

La familia de Linka fue desde el primer momento mi segunda familia, mi familia de adopción mutua. Vivían en la calle de Montcada en una casa propiedad de la familia catalana de Linka. Aquellos barrios de alrededor de Santa María del Mar los he recorrido centenares de veces. Con mi familia polaca vivía yo pendiente de los avatares de la guerra europea. Yo estaba segura -y Linka también- del triunfo aliado y de que luego se abrirían las fronteras, se llenarían las panaderías de pan y las librerías de libros interesantísimos, y todo seguiría su curso. Por el momento, el mundo entero estaba militarizado y era peligroso. Pero el peligro también es una aventura. Aún me dio Barcelona otro mundo de conocimiento. No recuerdo por qué circunstancia me encontré reunida muchas tardes en una tertulia que se hacía en el Palacio de la Virreina que era el centro de la recuperación artística de posguerra. Estos amigos que se reunían allí (casi todos pintores en ciernes) cumplían su servicio militar en estas tareas. No sé si me equivoco pero me parece que yo era la única chica que solía reunirse allí con aquellos muchachos. Alguna vez Linka vino conmigo.

Y la calle. Mis encuentros callejeros con gentes de todo tipo -aquella viejecilla en una mañana del barrio chino, a quien invité a un café con churros (milagrosamente tenía dinero para eso en aquel momento y los churros eran algo ina-preciable) y me contó su vida, y el muchacho pintor que se empeñó en hacer mi retrato -era un buen retratista- y desesperado renunció a ello porque no le salía mi expresión. Y la pandilla proveniente de la (Universidad con quien iba a la playa algunas veces (me pusieron una multa -doy fe de ello- por tomar el sol en traje de baño sin cubrirme con el albornoz, con el agravante de que mi traje de baño no tenía faldas).

«El cielo de Madrid»

En septiembre de 1942 me trasladé a Madrid. Tomé contacto con la familia de mi madre y entré en su mundo y en sus recuerdos recientes de la guerra. Seguí el contacto íntimo con mi familia polaca que ahora vivía en Madrid también. Me matriculé en la facultad de derecho y me iba a estudiar al Ateneo, por las tardes, muchas veces, hasta que lo cerraban, a media noche. Luego me iba andando por la soledad magnífica de aquellas calles sin coches, bajo el cielo alto y estrellado (el transparente cielo del Madrid de entonces) hasta la casa donde yo vivía al final de la calle Pardiñas. La madre de Linka y yo comenzamos a «hacer turismo», unas veces solas, otras con Pedro el novio y luego el marido de Linka. Tomábamos alguno de los trenes -siempre abarrotados- que salían hacia las ciudades vecinas. Algunas veces, al llegar a nuestro destino, hemos tenido que descolgarnos por una ventanilla al andén, tan llenos iban, no sólo los compartimentos sino los pasillos, de gentes y maletas y sacos con comestibles y gallinas vivas que a veces se escapaban cacareando de las bolsas de paja en que iban metidas. Todo aquello nos parecía el precio, nada caro, de la alegría que íbamos a recibir descubriendo las viejas ciudades castellanas y los campos que las rodeaban. Los trenes eran lentísimos y salíamos de ellos negras de carbonilla, pero nos solíamos bañar en el río -que hubiese cerca (recuerdo el Tajo y el Adaja)- pero si era primavera claro está; o en verano. Recuerdo que cuando íbamos a Ávil a, el tren tardaba en llegar cinco horas por lo menos, si no había retrasos: que siempre los había.

«El ruidoso éxito de "Nada"»

Haciendo estas cosas escribí mi primera novela de enero a septiembre de 1944. Ya era hora de que yo hiciese algo. Al terminar la novela no sabía qué hacer con ella ni a quién dársela para ver si interesaba su publicación. Linka me envió a un amigo suyo que, aunque en aquel momento no ejercía su profesión, era periodista y crítico literario. Cerezales era socio entonces de una pequeña editorial especializada en libros de historia. A Cerezales le gustó mi novela y me informó que, en Barcelona, la Editorial Destino había anunciado en su revista un concurso de novelas; el Premio Nadal, que se otorgaría por vez primera en enero del año 45. Envié la novela al concurso con la esperanza de que interesase su publicación si no me daban el premio -cosa que me parecía casi imposible-. Pero obtuve el primer Premio Nadal -el Premio Nadal 1944- dotado con cinco mil pesetas. La novela, desde su publicación en la primavera del cuarenta y cinco obtuvo un éxito ruidoso que me sorprendió y sorprendió a todo el mundo. Creo que yo andaba aturdida. Me parecía que un éxito literario no debía incluir el interés por la persona, de su autora, pero me llovían intervius y preguntas. Comprendí que no escribiría nada más hasta que se pasase todo aquello y dejasen de preguntarme: «¿qué preparas ahora?».

«Tuve una crisis mística»

En 1946 termina un periodo de mi vida y comienza otro al contraer matrimonio con Manuel Cerezales. Este periodo de mi vida dura veinticuatro años, hasta que en 1970, Cerezales y yo separamos nuestras vidas.

Este periodo de mi vida no es sólo mío y no estoy autorizada a relatarlo. Creo que puedo decir que tuve cinco hijos, escribí algunos libros y bastantes artículos, recibí algunos premios literarios. Y desde luego dejé en un segundo plano de mi interés la labor literaria. Fue un periodo en que me fui sumergiendo, como en el fondo de un mar, en las alegrías, las tristezas, las urgencias de la vida doméstica. Toda mi aventura era interior. Tuve una crisis mística que enfoqué dentro del catolicismo al que pertenecía desde mi bautismo. Y las especiales circunstancias en que la religión católica se desenvolvía entonces en España me hicieron muy dura una lucha para aceptar toda una serie de imposiciones contra mi manera de ser esencial. Lucha que duró años hasta comprender que era como la de don Quijote con los molinos de viento: es decir, que no hacía falta para nada entender así la religión. Quedé exhausta y luego traumatizada cuando después de escribir en aquellos años «La mujer nueva», la novela obtuvo premios ruidosos y me creí obligada a contestar a cuanta pregunta se me hiciese sobre el tema de mi conversión religiosa.

Desde ese punto, poco a poco, mi aversión a escribir se fue haciendo grande. Después de hacer mis primeros viajes fuera de España, al final de los años cincuenta y principios de los sesenta, escribí, en un periodo más liberador y descansado, «La insolación», que es el comienzo de una trilogía estructurada en mi mente antes del comienzo de la primera novela. Sin embargo, no pude continuarla. Había en mí una resistencia interior, incomprensible para mí misma, entonces, para hacerlo.

El viaje a USA en 1965, el viaje a Polonia en 1967 fueron dos grandes experiencias para mí, cuyo fruto literario aún no he visto, pero creo que me ayudarán en el futuro. La narración del viaje a USA tiene un título escogido por mi editor que a mí me parece inadecuado. Se llama «Paralelo 35».

«Mi vida en el Trastevere»

El tercer periodo de mi existencia, desde 1970 hasta hoy, ha sido un periodo de esfuerzo por salirme de ese fondo ya agotado de mí misma, por desatar ciertas inhibiciones del pensamiento que, según creo ahora, me han impedido la creación -buena, mala o regular, pero libre- de nuevos libros. De este periodo, lo más importante hasta ahora, es esta época de mi vida en el Trastevere romano; mis encuentros aquí con la juventud del momento y mi compresión de esa juventud; mis encuentros con personajes tan importantes y admirados como María Teresa León y Rafael Alberti, mis vecinos en este barrio; mi encuentro con el novelista -también exiliado y amigo de Alberti desde la primera juventud, Pablo de la Fuente.

Este encuentro ha sido particularmente emocionante porque conocí a Pablo en su lecho de muerte, hace muy poco. Su inteligencia y su sentido del humor y su fuerza de espíritu no se borraron mas que en el momento de terminar la vida. Era enormemente joven a los setenta años. Me confesó su ilusión de toda la vida de que sus libros se publicasen en España. Asistimos a su entierro, entre gentes de distintas nacionalidades, un grupo de españoles. Rafael Alberti escribió y leyó en su despedida del amigo cosas muy importantes. Este encuentro con un escritor sin desánimo ni vencimiento -dejó sin concluir su última novela- me ha hecho comenzar a mí, con gusto, un libro sobre estos encuentros míos del Trastevere.

Esto es lo que preparo en este momento: el libro de los encuentros del Trastevere, y la continuación de la trilogía, cuyo segundo volumen hace cerca de tres años que está en pruebas de imprenta, esperando la segunda versión que me parece necesario darle.

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