así se llevó el códice
«Vi al deán salir del despacho y oí que no cerraba bien la puerta»
Tras robar el libro, lo metió en su coche y se fue a tomar café a un paso de la catedral
C. MORCILLO
Manolo se levantó ese lunes 4 de julio al alba, como casi todos los días de su vida, y se echó un gabán al hombro porque el tiempo en Santiago depara frescuras incluso en verano. Remedios, su mujer, ya trasteaba por el piso de Milladoiro. ... Cogió su viejo Citroën Xantia y se acercó a la catedral, su otra casa, en la que desplegó durante tanto tiempo su arte para las «chapuzas» eléctricas y lo que tocara porque él andaba dispuesto a echar una mano.
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A las 7,15 ya estaba allí plantado. Rezó un rato, oyó la primera misa del día a las 7,30, puntual según su costumbre, y se acodó en una esquina . Pensó que cada año venían más peregrinos y eso que todavía faltaban veinte días para el Día del Apostól. Los canónigos, los vigilantes, la mujer de la limpieza, el trasiego de puertas adentro del templo... Todos lo vieron sin reparar en él, perdida la curiosidad a fuerza de costumbre.
Cruzó saludos y pocos parabienes y se dirigió a los aseos, a mano derecha del claustro
Manolo deambuló por las dependencias, con sus habituales bolsas de plástico en la mano, se acercó a algunas capillas, rezó o fingió que lo hacía, quizá con su plan cabalgándole por dentro o quizá, lo más probable, rumiando sus cosas sin más. Nadie notó nada anormal. Cruzó saludos y pocos parabienes y se dirigió a los aseos, a mano derecha del claustro, vigilado por cuatro cámaras de seguridad. A un paso, los Archivos, la Sala Capitular de las grandes reuniones, el despacho que entonces como archivero utilizaba el deán José María Díaz , casi todo en hilera. Cuando abandonaba el servicio, Manolo vio al deán salir de su estancia. Iba apresurado para celebrar misa. Y no oyó el golpe al cerrarse la puerta. Faltaban unos minutos para las doce de la mañana.
Una mirada de desprecio
Siguió con la mirada al deán y sintió desprecio. Nunca había querido solucionar lo suyo, el dinero que le debían, y era lo justo, pensó. También que el Códice solo era un libro más, a él le traían sin cuidado ese montón de hojas viejas que no entendía, pero cómo lo veneraba don José María y el resto de canónigos. No se lo pensó. Esta oportunidad era tan buena como cualquier otra . Nunca lo habían pillado y esta vez tampoco lo harían. Estos curas no se enteraban de nada.
Siguió con la mirada al deán y sintió desprecio
Cruzó el vestíbulo, se metió en una de las estancias del archivo con la copia de llaves que tenía y de allí pasó a la minúscula sala repleta de estanterías donde descansaba el Códice, protegido solo por un paño rojo. Un investigador americano había dejado las llaves de la sala en la entrada, como le había indicado el deán, tras consultar acompañado una duda sobre una abreviatura. Manolo agradeció no haber olvidado esa mañana el gabán. Echó un rápido vistazo, se coló por una sacristía, evitó las cámaras de seguridad que conocía de sobra y salió de la Catedral andando con paso tranquilo, tal y como grabó una cámara.
Cinco pos-it amarillos
Dudó si tomarse su café de todas las mañanas en el «Quintana» o en el «Santiagués», sus bares de cabecera a un paso de la catedral, y al final se decidió por el primero. Pero antes se dirigió a su coche, sacó el envoltorio y metió el Códice Calixtino en el maletero. En el «Quintana» le dieron los periódicos en cuanto entró porque ya conocían de sobra su afición a hojearlos... y sus rarezas. Como cuando se sorprendía porque no tuvieran cambio de 500 euros para pagar la consumición. Manolo volvió a Milladoiro, dejó el coche en el garaje sin preocuparse por sacar el libro y comió con su mujer. A última hora de la tarde, se pasó por el aparcamiento de la calle Cruces y sacó el manuscrito recalentado del maletero.
Dudó si tomarse el café en el «Quintana» o en el «Santiagués»
Lo miró de refilón, sin entender a qué tanta devoción por el mamotreto, y vio marcados con un pos-it amarillo el inicio de cada uno de los cinco libros que lo componen y alguna otra página, de la misma forma, con la letra inconfundible de don José María. Ese puntillismo le hizo detestarlo más.
Manolo, poco dado a sentimentalismos y menos desde que el maldito ictus casi lo arranca para el otro barrio, buscó unos periódicos -tenía varios de junio guardados que ya había leído- y envolvió el Códice. A continuación lo metió en una bolsa de plástico y lo introdujo en una caja de cartón. Entonces pensó que cualquier día tenía que decidirse a tirar ese montón de trastos que se le estaban acumulando. No esa tarde, desde luego.
Imaginó la que se iba a armar cuando los curas descubrieran la falta del libro y sonrió sin contenerse vislumbrando el disgusto que se llevaría el deán y los otros canónigos. Ese no era su problema. Tiempo de sobra habían tenido para pagarle lo que le debían.
Como Pedro por la Catedral
Ese es el relato, con más o menos adorno, que Manuel Fernández Castiñeiras esbozó cuando se decidió a confesar a última hora tras ponerle las pruebas en la mesa. Explicó que se fue llevando lo que quiso y que andaba por la Catedral sin que nadie se lo impidiera . El Libro de Horas, un facsímil, y los otros diez del propio Códice hallados se los fue llevando poco a poco.
«Un día don José María salía con muchos papeles en la mano del archivo»
«Un día don José María salía con muchos papeles en la mano del archivo. Yo estaba por allí. Lo llamaron por teléfono y los dejó apoyados en un poyete en el claustro. Siguió hablando y se fue para dentro. Yo los cogí y me los llevé en la bolsa», contó. Uno de los papeles era el facsímil de un Libro de Horas, con salmos y rezos medievales. Cada vez que quería se colaba en el despacho del archivo y en otros. Como un vulgar cleptómano cogía todo lo que estaba a mano, incluida la correspondencia de los canónigos.
«(...) Figura entre los manuscritos eclesiásticos como auténtico y digno de aprecio excomulgando y anatematizando con la autoridad del Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a todos los que acaso molesten a sus portadores en el camino de Santiago o a los que lo lleven o lo roben de la Basílica del Apóstol después de que allí esté ofrendado». La excomunión para el ladrón recogida en el Códice, en una carta apócrifa de Inocencio II, según explica Xosé López, traductor al gallego del manuscrito, es ahora la preocupación menor para el electricista que arrinconó nueve siglos de historia en una caja de cartón.
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