FARIÓN DE AFUERA
El Plácido indispensable
Berlanga nos legó un apresurado catálogo de miserias para reflexionar sobre la naturaleza egoísta del ser humano
JOSÉ MIGUEL GALARZA
LA muerte de Luis García Berlanga ha sido valorada de un lado a otro con unanimidad cierta. Ya cada vez más escasas las veces en que nos ponemos de acuerdo, casi siempre en los panegíricos, en las horas siguientes a su marcha se ha hablado ... del cineasta valenciano desde todos lados de su personalidad poliédrica: director, guionista, liberal y ácrata según terciara, elegante y dandi, polemista egoísta, erotómano y pornógrafo a cara descubierta, Berlanga no dejaba indiferente y, por lo leído, el mundo del cine le perdonó siempre sus pecados veniales y sus salidas de pata de banco. Más allá de eso, parece que todos convenimos en la genialidad de su obra, especialmente de un trío de retratos de la España de su primer tiempo de adulto. «Bienvenido, Mister Marshall», «Plácido» y «El verdugo», rodadas entre 1953 y 1961, a las puertas del desarrollismo que empezó a engordar a la famélica sociedad superviviente a la Guerra Civil.
De ese trío imprescindible de películas, siempre he creído en «Plácido» como una de esas facturas que cuando se conoce nos provoca la pregunta inevitable: «¿Cómo no la vi antes?». Yo la descubrí ya talludito, pasada por La 2 de TVE una noche a una hora imposible. Recuerdo mi comentario de crío recién bajado de la montaña rusa al día siguiente. Abordé en la redacción de «La Gaceta de Canarias» a Eduardo García Rojas (compañero de oficio que porta en su cabeza una enciclopedia de cinefilia) y le comenté alborozado mi «hallazgo». Eduardo, siempre lacónico y comedido, sentenció inapelable: «Sí, es una obra maestra». El comentario tiene el valor que le damos cuando lo firman personas a las que tenemos por referentes. Eduardo lo es en materia de séptimo arte.
Desde aquel lejano año noventa y poco, he vuelto a ver «Plácido» creo que media docena de veces. Para los desconocedores del film, no esperen un metraje largo (83 minutos), colorines (luce en ese blanco y negro tan característico de un 1961 cualquiera), efectos especiales, ni estrellas de Hollywood. Porque lo maravilloso de «Plácido» es cómo de una historia de Navidad con personajes arquetípicos se puede generar poco menos de hora y media tan apasionante. Como 18 horas en la vida de una pequeña ciudad de provincias alrededor de la campaña «Siente a un pobre en su mesa» se convierten en el retrato de una España hipócrita que aún hoy, en color y en alta definición, lo sigue siendo igual. Un fresco de rasgos comunes que no cambian ni la democracia menos imperfecta.
Ese fue el mensaje que lanzaron Berlanga y los guionistas (el imprescindible Azcona entre ellos) para salvar a una censura que medio siglo después no entiende uno como no prohibió a secas la película, espejo, como era, de todas las miserias morales que ni aquel régimen ni éste acabaron. En lo cinematográfico, tampoco descubro nada, hay un momento de la película sencillamente imposible de concebir ni en el más ingenuo sueño de cualquier cinéfilo. En la casa de los futuros suegros del protagonista Gabino Quintanilla (José Luis López Vázquez) se sucede, en una secuencia sin cortes que parece no acabar nunca, un desfile interminable de personajes que interpretan su papel con una sincronización y una naturalidad tales que por un rato aquello no es ficción, sino el producto de una cámara oculta rodando una noche cualquiera de una casa cualquiera.
«Plácido» no es sólo una obra maestra. «Sólo» son también 83 minutos que dejan chico el manual de historia, un discurso sesudo sobre valores, la visita guiada o la lección magistral mejor concebida. Hace cincuenta años, Berlanga nos legó —estoy por asegurar que sin vocación terapéutica, ni moralina alguna—, un apresurado catálogo de miserias de obligada visión para reflexionar sobre la naturaleza egoísta del ser humano.
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