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El enigma Laforet

La existencia de Carmen Laforet es un trayecto de «Nada» hasta la nada. Así ven Anna Caballé e Israel Rolón la biografía de la escritora: «Una mujer en fuga» (RBA)

El enigma Laforet

Estamos ante el número 36 de la calle Aribau. Ese oscuro piso del Ensanche donde vivió Carmen Laforet y la cercana Universidad neogótica ambientaron “Nada”, la novela que inauguró en 1944 el premio Nadal. Una veinteañera subía a los altares de la crítica que la comparaba con el “Bonjour tristesse” de Françoise Sagan. Laforet encabezaba con Cela y Delibes el canon de posguerra. Pudo vivir hasta el final de sus días de aquel título de referencia en los manuales literarios que en cada edición incorporaba nuevas generaciones de lectores. Pero el libro que Laforet reescribirá toda su vida fue el del desasosiego. Le abrumaba la fama, no soportaba las entrevistas, ni los cenáculos literarios. Casada con el periodista y editor Manuel Cerezales tuvo cinco hijos: una familia numerosa que acabó, también, agobiándola hasta separarse de su marido en 1970. Entre las cláusulas de la separación: el compromiso de no revelar en sus novelas aspectos de su vida conyugal. El temperamento bohemio de la escritora no se avenía con las convenciones sociales de su época.

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El “enigma Laforet”. Una mujer en fuga ¿hacia dónde? Anna Caballé e Israel Rolón se preguntan qué le llevó al silencio de Bartleby y la huida perpetua. En 1987, Rolón conoció a la escritora en la universidad de Georgetown. La vio rechazar el atril de la conferencia ex cátedra. Carmen Laforet, 66 años: “Con el pelo gris y abundante manchas oscuras en la piel, sin asomo de maquillaje, y un sencillo conjunto de falda y suéter de punto, también gris…” Le intrigó aquella mujer lacónica, “mostrando una actitud indiferente, y al mismo tiempo agotada, hacia sus propias novelas”. La profesora Caballé, la recuerda en la Menéndez Pelayo, agosto del 82; la misma impresión. Una mujer tímida que habla de su obra con un hilo de voz como si no fuera con ella… El manuscrito de “Nada” y la relación epistolar con Ramón J. Sender (el hombre que la amó sinceramente desde la distancia sin ser correspondido) fueron los primeros documentos de esa “mujer en fuga” que dejó como rastro más de seiscientas cartas que sus biógrafos han estudiado durante una década. Entre sus amistades, la tenista Lilí Álvarez que ejerció sobre ella una influencia religiosa y una ambigüedad sexual que Laforet mantuvo siempre oculta; o la autora de “Celia”, Elena Fortún. “Laforet buscó siempre, a lo largo de su vida, la figura materna que no tuvo”, apunta Caballé.

La página en blanco

La angustia de la página en blanco o la de los folios escritos sin convicción y lanzados a la papelera revelan la “grafofobia”. Según sus biógrafos, “Laforet cayó en la trampa de pensar que una literatura hondamente autobiográfica, como la suya, era, precisamente por ello, de naturaleza inferior a la verdadera creación. Y Laforet no tuvo el coraje suficiente, en su momento, para seguir su certero instinto, su más honda necesidad, de escribir sobre sí misma y sobre sus demonios, como había hecho en sus primeras novelas, lo mejor de su obra”. Al renunciar a la carga autobiográfica, aquella mujer de interiores adoptó formas narrativas que no le eran propias y su voz sonó impostada. “La habilidad de conservar ese equilibrio, como mujer, como escritora, como figura pública, era una fuerza mayor que iba más allá de sus capacidades físicas y que poco a poco fue minando su espíritu y su esencia humana y profesional”, añade Israel Rolón.

Errático historial

El historial errático de Laforet se acentuó tras la separación de su familia. Entre 1970 y 1977 se instala en Roma donde conoce a Alberti, Paco Rabal y un joven canario veinte años más joven, Lino Brito, que le ayuda a mitigar la soledad. Como explica Rolón, “aquellos continuos viajes a los Estados Unidos, Francia e Italia, y el exilio aún dentro de España, fueron su refugio, su tabla de salvación o mecanismo de defensa. La lucha fue muy grande y el desgaste físico fue mayor, hasta que se fue retirando en su propio mundo y encerrándose en sí misma”.

De sus editores -Vergés en Destino y Lara en Planeta-, recibía periódicamente generosas liquidaciones por derechos de autor, al mismo tiempo que iba aplazando una trilogía de la que sólo se conocerá en vida de la autora “La insolación”, título premonitorio de una decadencia anunciada. Del segundo libro, “Al volver la esquina”, acusa recibo de unas galeradas que nunca revisó: la novela verá la luz en edición póstuma. Comienza a escribir la tercera entrega, “Jaque mate”; otro título premonitorio: destruye el manuscrito. Son años de angustioso nomadismo, dejadez física e indumentaria, horas de depresión con cigarrillos en habitaciones de invitados.

De aquellas postrimerías nos habla Luis Antonio de Villena: “Una mujer desolada. Se la veía inestable, insegura, mucho mayor de lo que era, desarreglada, abstraída. Había algo en ella que denotaba una profunda anomalía…” Así, también, la vio Delibes. A la muerte de Carmen Laforet escribió una frase que bien podría ser epitafio: “Al fin descansó de la vida y la literatura”.

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