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LENGUAS MINÚSCULAS

A mi regreso de la Argentina, después de asistir al Congreso de Rosario, me llamaron no pocos amigos: «¿Pero qué has dicho?», «¿A qué escándalo has dado lugar?», «¿Cómo te las arreglas para encrespar a la multitud?». Les cuento lo que dije, les digo que sólo se escandalizaron, cómo no, los beatos de lo politically correct, les hago relación, en cambio, de los que piensan por su cuenta y me felicitaron, y muchos estaban presentes, esa mañana, en el Teatro El Círculo de Rosario, y en cuanto a la multitud que lo atiborraba, no se encrespó, más bien aplaudió con ardor. «Pues la prensa, la radio, la televisión dijeron que la habías armado».

Repaso la prensa española de esos días, obtengo de internet testimonios de la americana y advierto el origen del error. Yo me había referido a «lenguas minúsculas» y alguien lo transformó en «lenguas minoritarias». Alguien que desdeñaba o desconocía la notable diferencia de significado entre un adjetivo y el otro, y digo alguien porque se me hace muy duro creer que todos los corresponsales españoles, que firmaron o enviaron sus crónicas, compartiesen idéntica ignorancia. Alguno tal vez se lo contó a los otros, que estarían a aquella hora en distinto lugar, acaso en el contracongreso sobre las demás lenguas que había armado Pérez Esquivel, inevitable perejil de todas las salsas contestatarias, que no tuvo, por lo demás, demasiado relieve. Algunos diarios de aquel continente interpretaron lo de «lenguas minúsculas» como «lenguas tribales», lo que no altera sustancialmente la significación. Pero alguien dijo lo de minoritarias y esa noticia, de segunda mano, fue la que se trasmitió a España.

¿Cómo iba a desear yo la extinción de las lenguas minoritarias, si el español también lo es? Minoritaria con respecto al inglés o al chino mandarín, a escala mundial, minoritaria en países concretos, Filipinas o los Estados Unidos, minoritaria en Europa con respecto al alemán, al francés, al italiano y al ruso. No he perdido la cabeza hasta ese extremo. Yo dije lenguas minúsculas; pero habrá que contar, por su orden, lo que allí pasó.

Para la mañana del jueves 18 de noviembre estaba programada una sesión plenaria sobre identidad y lengua en la creación literaria, con una ponencia del escritor chileno Jorge Edwards, seguida de una mesa redonda de escritores, el nicaragüense Ernesto Cardenal, el mexicano Gonzalo Celorio, el español José María Merino y el argentino Juan José Sebreli, que yo habría de moderar. A continuación estaba prevista la presentación del Diccionario Panhispánico de Dudas, en el que hemos estado trabajando un buen puñado de años todas las Academias de la Lengua. Se empezó con retraso la sesión, resultó magnífica y convincente la exposición de Edwards, tras la que hubo un receso que añadió retraso, y comenzamos, ya muy ajustado el tiempo, la mesa redonda. Yo fui presentando a los participantes, que leyeron sus intervenciones, excediendo todos los diez minutos que se les habían pedido para dejar tiempo a la posible discusión. De brillante factura literaria la de Celorio; sólida, sobria y acertada la de Merino; lúcida, inteligente y perfectamente adecuada a la finalidad de la sesión la de Sebreli, y utilizo aquí los adjetivos que había ido yo anotando en mi cuaderno para cerrar la ronda de intervenciones y abrir el posible coloquio, aunque ya me iban llegando notas conminatorias de los organizadores, que me avisaban del tiempo agotado, de la inminencia del acto programado a continuación y de la necesidad de que prescindiera de discusiones y cerrara el acto, sin más, cuando acabara el último. Pero, bien mirado, el último era yo, y a la agobiante apretura de tiempo quien más había colaborado, desde la mesa, era Ernesto Cardenal, que había leído durante dieciocho minutos una comunicación seguramente confundida, pues por su contenido debía ser la que traía para el contracongreso de Esquivel, en el que él, como algún que otro ilustre invitado, se pasó más tiempo que en el nuestro. Porque del español habló poco, pero sí de las otras lenguas, de las que están en trance de desaparición. Se dolió de la cantidad de lenguas que desaparecen y de que, con cada una de ellas, se pierda una visión del mundo, y nos contó, orgulloso, que, cuando fue ministro de Cultura en su país, supo de una lengua que ya sólo hablaban cuatro ancianos y decidió establecer su enseñanza obligatoria para los niños de esa etnia. Todo eso lo tenía yo apuntado también para incluirlo en mi turno final de síntesis y comentario. Pero las avisos apremiantes me seguían llegando, con la orden de que no abriera debate, puesto que el tiempo se había consumido, y que redujera al máximo mi intervención de cierre.

Prescindí, pues, de valoraciones elogiosas, pero como dialectólogo que he sido, como investigador de campo que fui, como lingüista de vocación y de profesión que soy y como persona con algo de sentido común, no podía pasar por alto las miméticas e irreflexivas aseveraciones del poeta Cardenal, que no sólo él recita y reitera: hace no muchos años le oí decir a un entonces gerifalte de la Unesco, compungido, en una entrevista veraniega, que en lo que quedaba de año iban a morir setenta u ochenta lenguas y que eso era una desgracia para la Humanidad, que habría que poner todos los medios para que siguieran vivas todas esas lenguas. Como idéntica copla la repiten, ya se ve, personajes ilustres, supuestamente sabios y conscientes, y la oyen o la leen millares de personas que ni son tan prestigiosas ni tienen por qué saber el funcionamiento histórico del lenguaje, me vi en el deber de moderar lo oído y recordar en cuatro minutos unas cuantas obviedades que los devotos del multiculturalismo olvidan casi siempre. Dije que allí, en aquel teatro repleto, estábamos unas mil seiscientas personas, que representábamos a los cuatrocientos millones de hablantes del idioma que nos reunía, el español, que las lenguas son, ante todo, instrumentos de comunicación y vehículos de cultura en su dimensión escrita y que los grandes idiomas no suelen servir de seña de identidad para nadie, porque el nuestro, sin ir más lejos, es una lengua plurinacional y multiétnica y se habla en más de veinte naciones. Que si no hubieran ido desapareciendo lenguas en el transcurso de la historia, porque en sus hablantes triunfó la fuerza de intercambio sobre el espíritu de campanario, no habríamos alcanzado el nivel de civilización en que nos hallamos y sólo existirían lenguas mínimas, lenguas de tribu o incluso simplemente familiares. Recordé que, a pesar de todo, existían aún hoy en el mundo cuatro o cinco mil lenguas, pero que la mitad de ellas, al menos, las hablaba menos gente de la que estaba presente en el teatro, y la mitad de esa mitad eran lenguas tan minúsculas que no contaban con más hablantes de los que pudieran caber sobradamente en un palco. Que muchas de esas lenguas minúsculas se van extinguiendo es evidente, pero no hay que lamentarse, porque eso quiere decir que sus posibles hablantes, los que las han ido abandonando, se han integrado en una lengua de intercambio, en una lengua más extensa y más poblada que les ha permitido ensanchar su mundo y sus perspectivas de futuro. Añado ahora que una lengua desaparece cuando muere la última persona que la hablaba y lo único triste de ese suceso es la muerte de esa persona.

Los romanistas sabemos que el último hablante del dálmata, la décima lengua románica, fue Tuore Udaina Burbur, que murió en 1898, a los 77 años, y los vasquistas saben que la última hablante del roncalés, la novena lengua eusquérica, fue doña Antonia Anaut, una anciana completamente sorda de Isaba, que falleció a los 88 años, en abril de 1976, tras pasar los postreros años de su vida hablando roncalés sin que nadie la entendiera. Siempre es dolorosa la muerte de un ser humano, pero nadie se va a librar, igual si se lleva su lengua a la tumba que si la deja en el uso y empleo de los sobrevivientes. Lo triste, en el primer caso, es pensar en la final soledad de estas personas, aisladas en su lengua y sin poderse comunicar. En América y en África quedan bastantes de esas lenguas minúsculas y todo esfuerzo por mantenerlas no es más que una aberración reaccionaria, todo hay que decirlo. Esas pobres gentes tuvieron que padecer, históricamente, a conquistadores, encomenderos, exploradores y colonos. Y, por si no hubieran tenido bastante, hay quien pretende mantenerlas, desvalidas, en su exigua prisión lingüística, ajenas e ignorantes del mundo que con nosotros habitan, con todo lo bueno o lo malo que este les pueda ofrecer, para regalo acaso de obstinados antropólogos, entretenimiento de gramáticos imaginativos y orgullosa satisfacción de políticos desnortados y pusilánimes. Y para más inri, en nombre del progreso y la revolución. Naturalmente que deseo la extinción de esas lenguas minúsculas, la incorporación de sus hablantes a un mundo intercomunicado. Si las cinco mil lenguas que se cuentan en el planeta quedaran reducidas tan siquiera a dos mil, algunas cosas mejorarían en el panorama mundial que hoy se nos muestra, y, sobre todo, la suerte y la condición de tantos seres humanos en ellas aprisionados.

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