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Bernaola, un corazón pautado

Guardo entre mis tesoros más valiosos una grabación de la Misa de Réquiem de Mozart, con Sergiu Celibidache al frente del Coro y la Orquesta de la RAI. Me la regaló Carmelo Bernaola como broche final a una larguísima discusión sobre el talento de un director, entonces, de moda. Es un «membrillo», sentenció Bernaola y, a la mañana siguiente, tras invitarle a un vermut, me entregó el disco al tiempo que me decía: «Los coros con orquesta se dirigen así, no como ese cursi al que defendías anoche». Así era el gran hombre que acaba de dejarnos: un equilibrado cóctel de pasión y generosidad servido con la efervescencia de la vida en copa de curiosidad incontenible y con una inmensa guinda de amistad.

Celibidache era uno de sus grandes maestros, el más querido, con Goffredo Petrassi y Olivier Messiaen. No sé si nos lo dijo en broma o en serio, pero, en vísperas del nacimiento de La Clave, de José Luis Balbín, para la que había escrito una bellísima sintonía, ante los elogios de Rafael Benedito, subrayó el genio de Otxandio: «Pues ahí está Messiaen». Lo más conocido de su obra viene por ahí, por la televisión y el cine, le puso música a más de ochenta películas y series. Alguna tan popular y pegadiza como «Verano Azul», la de Antxon Mercero, a otras tan delicadas como -mi preferida en su aportación al cine- La casa sin fronteras, de Pedro Olea, pasando por las cuasi zarzuelas de las películas de Antonio Giménez-Rico.

Carmelo (Alonso) Bernaola era un desmedido tipo humano. Le conocí en el Retiro, una mañana de domingo. Todavía tocaba el clarinete en la Banda Municipal de Madrid y se escondía bajo una gorra de plato, la del uniforme, dos o tres números menores a la de su talla. De las mejores cosas que me han pasado desde entonces figura su amistad, compartida con Luis Ángel de la Viuda, Luis Sáez y unos cuantos burgaleses más. Porque, vasco hasta sus últimas consecuencia, y del Atleti de Bilbao, tenía por segunda patria su experiencia vital castellana en la prudente cura de socialismo y vasquismo que, tras la Guerra Civil, emprendió su familia. Amaba el frío, el viento, la lluvia y odiaba y temía «al cabrón del sol» y al demonio de la calor. Lo mismo se apasionaba con unos arreglos de pasodobles famosos para grabar en Londres que se entregaba a sus laberintos dodecafónicos por los que era respetado en todo el mundo. Ahora, mientras escribo, escucho su Sinfonía en do y, tal era su fuerza, que no me vienen las lágrimas a los ojos sino que siento unas inmensas ganas de vivir. Como le definió Baura, Bernaola era un contagio de fuerza y de serena y sabia insensatez. Ruega por nosotros.

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