Singularidades españolas
CUANDO el historiador, de dentro o de fuera, rechaza la excepcionalidad de la nación española y niega de plano los caracteres nacionales; o cuando, en estos tiempos duros, justifica nuestra corrupción comparándola con los abusos de otros países europeos, suele compensarnos (a quienes creemos, con Madariaga, que haberlos haylos) señalando alguna singularidad que no se ve en otros lugares. Y así, no hace mucho, Serafín Fanjul, luego de repasar historias lamentables de Francia, de Alemania e Inglaterra, denuncia al final de su Tercera de ABC una singularidad nuestra, a su juicio sin parangón posible: «La inhibición, cuando no la connivencia, de los gobiernos centrales desde 1978 ante la erradicación en Cataluña del castellano como lengua de enseñanza y administración». El ministro Wert tendrá un lugar de honor en la historia de España si rectifica esa inhibición imperdonable.
De 1978 acá he preguntado a colegas de Cataluña, a castellanohablantes, si dan clase en español o en catalán. Naturalmente, en la educación superior no hay problema, aunque «prefieren el catalán». En un momento de confusión el expresidente de la Junta de Extremadura, como se recordará, llegó a manifestar que su problema era que no tenía lengua diferencial como aquéllos. Y otros, extremeños o no, entendemos lo contrario: que es una suerte haber nacido en medio de una lengua universal; yo creo sentir el habla extremeña leyendo el Martín Fierro, escrito en Buenos Aires en español transparente por un señor llamado José Hernández. Pues bien: como los andaluces van regular en inglés, en lugar de cuidar la lengua materna, lejos de prestigiar los estudios de Magisterio seleccionando de entrada a los alumnos, como hacen en Finlandia, se nos intima a docentes de cursos sobredimensionados a dar una «educación bilingüe»; no educación bilingüe en español y andaluz, lo que al menos tendría gracia, sino que los profesores españoles demos en inglés nuestra asignatura, quizá con el fin de que nos convirtamos en extensión de Gibraltar. El problema de la invasión del inglés se ha planteado también en Francia, donde se ha dividido el mundo académico. Para el francés Michel Serres, profesor de la Universidad de Stanford, enseñar en inglés los retrotraería a la situación de un país colonizado en donde el idioma nacional no puede decirlo todo. Véase Le Monde, 10-5-2013.
No habría pues excepcionalidad ni carácter nacional, sino simplemente, como en otras, dos naciones: «two nations» —dijo Disraeli—, dos Francias (Renan), dos Italias (Jacini). Esto lo cuenta García Cárcel recientemente para que nos sintamos cómodos en nuestra piel. A mi juicio, como en toda sociedad, aquí hay dos Españas en pugna, que podríamos llamar la europea y la otra. Hay dos tipos de personas: las que avanzan como tales y las que prefieren tirar hacia abajo o hacia atrás y descompasan la buena marcha del país. Son manos negras que sabotean lo que sea en cuanto ven a alguien que camina hacia adelante; en cuanto comprueban que algo funciona.
Mírese cualquier estadística y obsérvese la vida cotidiana. Si bien en todas partes hay jóvenes que no encuentran trabajo, no son tantos como aquí. Si PISA certifica que sólo tres de cada cien escolares nuestros merece la nota de sobresaliente mientras en Europa son unos ocho; si los andaluces sólo leen el 50 por ciento y en Madrid el 70; si nuestros universitarios adolecen de faltas de ortografía que en otro tiempo no dejaban ingresar en el instituto, con diez años, etcétera, entonces comprobamos cómo la cantidad se convierte en cualidad, en otra dimensión. Y a nadie se le ocurre empezar por el principio: por la dirección profesional de los centros de enseñanza, que aquí se arreglan «democráticamente» en perjuicio de la cosa pública.
De modo que la pregunta por la posible implantación de algo parecido a la educación finlandesa está de más, porque desde tiempo inmemorial es lo que hemos hecho: imitarnos unos a otros. Nos gustan los coches suecos, pero no queremos su cadena de montaje y por eso echamos más horas, habladas y absurdas; nos encantan las películas americanas, pero no tanto su disciplina de trabajo; admiramos a los escolares y a los maestros de la escuela finlandesa, o eso decimos, pero suponemos sin más averiguaciones que aquellos horarios tranquilos y eficaces no funcionarían aquí. ¿Cómo así? Los de fútbol son idénticos: dos tiempos de 45 minutos, y los españoles estamos en cabeza; pero algunos profesores dan horas de hasta 60 o 70 minutos y ni los buenos alumnos se libran de un agobio que parece una costumbre ancestral.
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