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Crisis de nihilismo

ESTE clima de desaliento sociológico, este cansancio popular ante los reflejos autocomplacientes de la dirigencia, está incubando una rebelión nihilista contra la clase política. Entre un Gobierno incompetente y una oposición inapetente, la gente se ha entregado a un escepticismo amargo y derrotista que se parece mucho a una dimisión colectiva. Después, cuando llegue el momento de ir a las urnas, no se consumará la defección porque si hay una pulsión que nos puede es el sectarismo, y los españoles acudirán a las urnas motivados, a falta de mejor aliciente, por la muy cainita pasión de evitar el triunfo del adversario. Pero en las encuestas hay un retrato preocupante de una sociedad desmoralizada por falta de liderazgos.

En Grecia, en los recientes días airados de la rabia y el fuego en las calles, los ciudadanos en estado de cólera arrancaron los adoquines de la plaza Syntagma y los lanzaron contra las fachadas del Parlamento, institución a la que en su arrebato de furia calificaban a gritos de burdel. No había en la zozobra popular helénica un solo matiz de diferencia moral entre inocentes y culpables, ni un ápice de conmiseración por los probables justos de la Sodoma dirigente; aquello era una brutal impugnación de la política como responsable genérica de los males del pueblo. Y había empezado, como aquí, con esa crecida constante de la descreencia y el correlato irresponsable de unos partidos enfrascados en su autocomplaciente batalla por un poder que la gente no sabe para qué sirve porque desde luego no le sirve a ella.

Lo que, cocina de más o de menos, llevan tiempo proclamando los estudios de opinión pública es que la caída de popularidad y confianza de un Gobierno incapaz y de un presidente desacreditado no se corresponde con el presumible avance de una alternativa seductora. Se han roto los vasos comunicantes que suelen hacer funcionar los mecanismos de alternancia. Un retrato social tan persistente no puede ser una fabricación de ingeniería electoral, ni una percepción deformada; en todo caso, es el fruto de un esfuerzo insuficiente por la convicción de la política como servicio público. Y refleja una grave crisis de valores democráticos, en la medida en que da cuenta de un profundo abatimiento popular, de un verdadero déficit de esperanza. Más allá del jolgorio que puede producir al zapaterismo el estancamiento de la oposición -estancamiento relativo, porque al fin y al cabo le va ganando lentamente el pulso-, y por encima de la frustración que pueda causar a los populares la escasa rentabilidad de su esfuerzo, lo que queda patente es la postración ciudadana ante un desafío estéril. Cuando nadie cree en soluciones, las soluciones mismas dejan de existir, y sobreviene un vacío que se parece al caos. Y eso es lo que está ocurriendo en las tripas del cuerpo social español mientras los líderes políticos se enfrascan en una estéril y endogámica pugna sin eco.

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