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Debutar con maestría

Lola Mascarell | MIKEL PONCE

Un amigo de la infancia con inclinaciones filosóficas pronunció en cierta ocasión delante de mí un oráculo que no he olvidado jamás: «Créeme, lo que más nos gusta a todos es estrenar». Lo dijo así: con esa vaguedad genérica en donde caben todos los estrenos del universo. Los materiales y los de la inteligencia, los físicos, los amorosos e incluso los metafísicos, que, si bien se mira, también son estrenos y sorpresas. Estrenar, destapar, inaugurar, emprender: sí, a todos nos gusta aquello que supone un acto fundacional, aquello que representa un descubrimiento. En los estrenos, el mundo se nos aparece con forma de regalo, de paquete bien envuelto para que lo abran nuestras manos ávidas de nuevas realidades.

En el ámbito de la literatura, no existe mayor regalo para un lector que el acto de estrenar un espléndido poeta y un gran libro. Me refiero no solo al hecho de leer por vez primera un texto que nos asombra, sino que además se dé la feliz circunstancia de que dicho texto sea el primero de su autor. En la lectura, créanme, lo que más nos gusta a todos también es estrenar. Conocer un primer libro logrado nos infunde una extraña sensación de pioneros, de mayores cómplices en la complicidad que todos los poetas necesitan. Es como si nosotros, con nuestra lectura, con nuestro entusiasmo, colaborásemos en un nacimiento, en una venida al mundo: al mundo de la poesía.

Oscar Wilde, célebre acuñador de aforismos irrebatibles, dijo que a un primer libro se le pueden perdonar todos los defectos, salvo uno: que carezca de encanto. A Mecánica del prodigio, de Lola Mascarell, se le pueden encontrar todas las virtudes que exige un buen libro de poemas, pero una en concreto por encima de todas: la abundancia de encanto. De encantos muy distintos.

Este libro, que se escribió hace cinco o seis años (a los veinticuatro, más o menos, de la edad de su autora) asombra por su brillantez verbal, por la tensión con que se combinan en todos los poemas los hallazgos junto con los prosaísmos, la palabra lujosa junto con el decir más próximo. Pocos poetas de su generación —de cualquier generación en activo— tienen tan buen oído como Lola Mascarell (aunque, quizá, ese buen oído pueda hacer a veces demasiado musicales sus composiciones).

Siendo, por encima de todo, alta poesía sin adjetivaciones, me parece que en algunos de sus mejores momentos se atreve a profundizar con maestría en asuntos temáticos del universo doméstico tradicionalmente femenino: las mujeres de la familia que cosen en grupo, la niña que salta a la comba y repite su canción.

Lo que creo que determina o no la existencia de un poeta, de un buen poeta, es un asunto de naturaleza óptica que necesita de dos movimientos: la mirada sobre el mundo, y la traducción en palabras de esa mirada que sobre el mundo se proyecta. Cuando se dan estos dos movimientos nos hallamos siempre ante un poeta con voz, con voz propia. Lola Mascarell sabe mirar desde la originalidad y decirla con exactas palabras que refulgen.

Algunos primeros libros tienen encanto, pero el encanto de algunos primeros libros también estriba en que no lo parecen. Nacen con madurez, como si viniesen de lejos. Algunos primeros libros, como Mecánica del prodigio, suponen al mismo tiempo un debut y una ratificación de maestría.

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