Francisco Pino, perfil a vuela pluma
Conocí poéticamente a Francisco Pino muy a comienzos de los años 70. Sólo cuando Jorge Guillén me advirtió que era intolerable vivir en Valladolid sin tener el menor roce con el «poeta más vanguardista de la poesía española», me decidí a dar el paso. Trabajo ... me costó, pues mi intimidez de profesor de Literatura me impedía traspasar la barrera de mis clases. Pero en 1974 Pino publicó un libro singular titulado la «Salida», que había publicado en Carboneras de Guadazaón (Cuenca) mi amigo Carlos de la Rica, y con este motivo el poeta dio una lectura en petit comite en la Librería Relieve de Valladolid. Pablo Rodríguez, que repartía relaciones públicas como el buen pan de Torozos, me metió el gusanillo en el cuerpo: «No te lo pierdas, te vas a quedar como tu propio apellido indica: de piedra». Y dicho y hecho, allí me presenté con la poquedad acuestas.
Pino tenía entonces 64 años y estaba en posesión de esa plenitud que da la madurez cuando se dominan los recursos de la vida. Tenía una voz potente, de modulaciones escénicas, que iba cambiando de registro conforme el escaso público se quedaba pasmado ante las palabras deslulmbrantes que caían en la sala como una cantinela bien templada. Su figura aristocrática, y de dandy bien conjuntado cuyos modales rezumaban pulcritud, contrastaba con aquella audiencia de izquierdistas que lucían sus mejores intenciones. Al final, cuando el diálogo desveló lo que los poemas constreñían, el Pino iconoclasta y ácrata acabó por conquistar las contenciones del protocolo parlamentario y poético de la audiencia. Aquello fue para mí un acontecimiento porque la palabra de Pino creaba una atmósfera enagenante. Pero había algo más que temperatura, cuando le permitías la escucha estabas perdido porque entonces desplagaba sus trampas y trallazos con un puntero inmisericorde.
A partir de aquí, y prácticamente hasta su muerte —hubo un tiempo pasajero de incomunicación—, tuvimos una relación de amigos en el sentido más cabal, equilibrado, y auténtico del término. Fuera de la poesía, nada tuvo cabida en esta reciprocidad y conocimiento. Y no digo esto como una limitación o consideraciones al margen. Lo afirmo rotundamente porque decir poesía en Pino era muchísimo más importante que ser amigo o cualquier otra consideración respetable o aborrecible. No he conocido a nadie que hiciera de esta realidad poética una obsesión en todos los sentidos y en todos los momentos de una relación literaria. Para qué engañarnos. Él mismo lo escribía sin ambages: «el hombre, de lo que es más egoísta, es de su poesía, mucho más incluso que del dinero. ¡Ay, si con éste se pudiese comprar aquella!».
No hablamos, por tanto, de cualquier tipo de poesía o de adopciones milagrosas. Para Pino se trataba de una búsqueda irrefrenable para llegar allí donde no fuera posible salir porque entonces ya no existiría otro entendimiento compartido. De aquí sus bandazos constantes entre tradición y vanguardia para ajustar esa vehemencia a una realidad contante. De aquí su insatisfacción permanente una vez finalizado el libro, sus agotadores poemarios hasta redondear su razón ardiente, sus múltiples facetas y etapas consumidas en poesía trabajada, sus experiencias sublimes y degradantes irrepetibles, sus estéticas desconcertantes, sus formas regladas y a veces inconcebibles. En fin, que toda su vida, durante 75 años, se orientó hacía un tipo de poesía que fundamentara una existencia distinta. Y porque perseguía esto, distinta fue su vida de principio a fin acariciando un fundamento que consideraba inalcanzable.
HOMBRE DE MATERIA FRÁGIL
Esta concepción vital puede conducir con alguna frecuencia a engaños y a mitificaciones realmente inexistentes. Me refiero a considerar al poeta como una especie de extraterrestre ajeno a la condición humana. La historia de la literatura nos impone con frecuencia ejemplos imposibles. Pino renegaba de esta condición divina del poeta constantemente, porque él era todo lo contrario: un hombre de materia frágil.
En este sentido, nunca conocí a una persona tan realista y pragmática como Pino. Su proverbial autoexilio en el Pinar de Antequera de Valladolid estaba sembrado de antenas exteriores y relatos mundanales. Su erotismo incontenible le lleva frecuentemente a la relación amorosa con una finalidad positivista: escribir poesía a través de incontables experiencias. Sus actitudes políticas, que fueron muchas y contradictorias, tenían idéntica provocación: que la poesía laminara de cuajo las estructuras del poder más abyecto. El catolicismo de Pino, que es uno de los tópicos más repetidos en libros y en plasma digital, tiene en cambio recovecos que rayan frecuentemente en la heterodoxia porque su acracia estructural le impide decir amén a ciertos dictados. Sus sentimientos personales bebían siempre de la contradicción filosófica y del arrepentimiento más atroz. Así fue el hombre que yo conocí.
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