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Jueces, monstruos

«TODAS las artes han producido sus maravillas: el arte de gobernar no ha producido más que monstruos». El lector de Saint-Just -yo lo soy casi compulsivo- sabe lo que sigue al axioma que abre la reflexión constitucional del joven revolucionario con un pie ... ya en la guillotina: la certeza de que los hombres «no recuperarán su libertad en tanto que los legisladores no instauren la justicia entre ellos». La democracia no reside en otro sitio. Vano sería ceder a la ilusión de que nos basta con ir hasta las urnas en regulares ciclos cerrados: elecciones las hubo siempre en los más variados tipos de dictadura; de Franco a Chávez, de Stalin a Hitler, Honecker, Ahmadineyad o Castro. Cuando en agosto de 1789 el Abad de Siey_s fuerza la inclusión en el preámbulo constitucional de la fórmula «una sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la división de poderes determinada no tiene Constitución», sabe bien lo que está en juego: todo. Ese todo que Europa conoce desde que Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, lo dejase caer con elegancia en el capítulo cuarto del libro XI de su Espíritu de las leyes: «Para que no sea posible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder».

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