Hazte premium Hazte premium

Jueces, monstruos

«TODAS las artes han producido sus maravillas: el arte de gobernar no ha producido más que monstruos». El lector de Saint-Just -yo lo soy casi compulsivo- sabe lo que sigue al axioma que abre la reflexión constitucional del joven revolucionario con un pie ya en la guillotina: la certeza de que los hombres «no recuperarán su libertad en tanto que los legisladores no instauren la justicia entre ellos». La democracia no reside en otro sitio. Vano sería ceder a la ilusión de que nos basta con ir hasta las urnas en regulares ciclos cerrados: elecciones las hubo siempre en los más variados tipos de dictadura; de Franco a Chávez, de Stalin a Hitler, Honecker, Ahmadineyad o Castro. Cuando en agosto de 1789 el Abad de Siey_s fuerza la inclusión en el preámbulo constitucional de la fórmula «una sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la división de poderes determinada no tiene Constitución», sabe bien lo que está en juego: todo. Ese todo que Europa conoce desde que Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, lo dejase caer con elegancia en el capítulo cuarto del libro XI de su Espíritu de las leyes: «Para que no sea posible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder».

Garzón es un arquetipo de Ancien Régime. Uno de aquellos jueces cortesanos que sabían cuan fuente de fortuna podía ser su cargo, puesto al dócil servicio del monarca. Era así. Necesariamente. No por perversidad de los magistrados. No. Esa perversidad, es cierto que existía a veces. Pero perversos han sido siempre los hombres. Lo serán: va en la condición del predador hablante. Y eso no explica nada. La cesión automática ante un poder irresistible viene de la necesidad que impone su monopolio. Cuando toda la carrera de un funcionario está en manos de un solo jerarca, nadie tiene el derecho de exigirle que sea un héroe. Héroes los hay, desde luego. Pero héroe, en semejantes condiciones, es sinónimo de suicida: ejerza de ujier o de juez de alta instancia. Quien todo debe a uno, y todo de ese uno puede perder, ejecuta sólo lo que el uno dicta; las más de las veces, ni siquiera necesita que se lo dicte: lo adivina. ¿Alguien recuerda la admonición de Felipe González al alto magistrado que, a su lado, rendía homenaje fúnebre a un colega asesinado: «pero es que nadie se ocupa de decirles a los jueces lo que tienen que hacer»? Sí. Alguien se ocupa.

En España no existe división de poderes. Y no es azar o accidente. La Constitución del 78 era, al menos en eso, cauta. Vino luego la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. Los socialistas sabían que era imprescindible quebrar la autonomía de los jueces. Había que poner la designación de cargos del poder judicial en manos de los partidos políticos. Y acumular así en manos de la casta un poder sin límites legales y, a ser posible, indefinido; o, en su defecto, lo más largo e impune posible. Eran los años GAL, los años Filesa, los años en los cuales el Estado acabó por convertirse en el más peligroso delincuente de España. Sin castigo. O casi. Apenas tres meses de cárcel para un ministro y un viceministro. Nada para el Jefe. Un par de decenas de asesinatos. Al menos dos desapariciones «a la argentina». Miles de millones robados. Tres meses de cárcel para un ministro y un viceministro. Ni un mal día para el Jefe. Y un texto legal que lo pudre todo. Hasta hoy. Garzón no es nada más que su criatura; la que mejor comprendió la regla del juego: todo vale. Sí, «todas las artes han producido sus maravillas: el arte de gobernar no ha producido más que monstruos».

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación