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Artes&letras castilla-la mancha

Un extraño en Toledo

Relato del escritor toledano sobre los últimos días de la vida del Greco

Un extraño en Toledo colección familia guerrero

por martín sotelo

Cuando los días en cama vencieron a los días de trabajo en el taller, eligió el convento de Santo Domingo el Antiguo como lugar de descanso para sus huesos y los de todos sus descendientes. Para siempre jamás, estipula, textual, el contrato, pero está demasiado acostumbrado a reclamar lo suyo en interminables pleitos y litigios, y conoce demasiado bien el país, un país ignorante de paz incluso en la muerte, como para creérselo. Al final le habían cedido una cripta en la iglesia con la condición de que él mismo edificase su propio altar mortuorio .

Y aquí está, un día más, ornando el retablo de su propia sepultura , en la misma iglesia donde pintara sus primeras obras nada más llegar a Toledo. Estampa pinceladas con violencia, casi con furia, combatiendo así el temblor de unos dedos cada vez más agarrotados . Hace semanas que las telas se amontonan en su enorme taller, inconclusas, cubiertas para protegerlas del polvo y recostadas impotentes contra las paredes. Sabe que nunca más volverá a pintar, que ya no puede , por mucho que María se empeñe en mantenerlo limpio y en poner cada cosa en su sitio, como aguardando su regreso. Se acabó, se repite, arrodillado ante el retablo que acuchilla con el pincel, bajo la bóveda en donde sepultará su rostro (para siempre jamás, recuerda, y sonríe amargamente) más pronto que tarde.

-Se hace tarde, padre.

-Sí. Lo sé.

Padre e hijo atraviesan la noche agarrados del brazo , de camino a casa, bajo una luna enferma que cuando no se escabulle entre los tejados deformes ilumina sus pasos lentos por callejuelas truncas, preñadas de sombras: en cada recoveco sombrío, un anhelo, en cada callejón, pasos apresurados tras el sonido de un beso, en cada zaguán, estocadas, bajo cada ventana enrejada, un suspiro, tras las recias puertas, bostezos y ronquidos, en el interior de ermitas, iglesias y sinagogas, recaudación de monedas, en los mismos muros de los conventos, cartas de amor escondidas en los finos huecos que dejan las piedras.

Aprendió a descifrar el carácter de sus habitantes , el suyo propio, contemplando atentamente esta ciudad que le recuerda a la de su infancia y bajo cuyos cielos tumultuosos tantas veces caminó, de un lado para otro, dando pasos sin sentido, andando siempre sobre lo andado, perfilando el eco adelgazado de perdidas sombras que le enseñaron a librar su mano de ataduras, a hacer visible lo invisible y a retorcer y disolver las figuras en la luz de un espacio irreal . Por fuera, una escenografía noble y ampulosa, que se contempla admirada a sí misma, ensimismada y exaltada por la fe, esa fe que hizo levantar inmensas catedrales, y que aún se cree invencible a pesar de la reciente y rotunda derrota, tratando con orgullo de apuntalar, digna y soberbia, antiguos muros esplendorosos que se resquebrajan irremisiblemente, y en donde la aparición milagrosa del mismo Cristo en cualquier calle a plena luz del día no dejaría de ser una escena normal y cotidiana; causaría el mismo asombro, o el mismo desdén, que el hombre de palo de su amigo Giovanni doblándose agradecido ante cada limosna que le daban. Por dentro, ruinas exaltadas, un laberinto de ideales sombríos reprimidos en cuevas y túneles por cuyas resquebrajaduras se filtra la lluvia sucia que goteará eternamente y en donde se amontonan, arrumbados, vergonzantes, todos esos impulsos soterrados que han ido horadando el interior de la ciudad como venas recias y tortuosas por las que circula la sangre que mantiene con vida y sostiene las fachadas impasibles, sobrias y altivas de regidores, letrados, médicos, notarios, clérigos e hidalgos viejos cuya expresión sonámbula, grave, dura, alucinada, con ojos que no miran hacia dentro sino hacia fuera, tantas veces retrató por encargo.

Nadie se acordará de ellos, piensa . Ni quiénes eran, ni qué hicieron, ni en qué pensaban ni por qué sufrían. Y él ¿qué hizo?, ¿qué deja? Apenas unos pocos muebles y un ajuar bastante pobre. Y esto poco habrá que venderlo en subasta pública para poder hacer frente a los muchos meses de renta que se le deben al casero y a sus muchas deudas. Hasta a la pobre María, que siempre ha estado allí, y que es quien más lo cuida cuando está postrado en cama, llevándole tisanas y ungüentos y animándole para que vuelva a entrar en su taller, le debe su jornal desde hace ya tiempo. Espera que los casi doscientos cuadros que tiene en su taller puedan venderse y obtener así un dinero, aunque piensa que no, porque están sin terminar y así se quedarán; sus manos ya no sirven más que para aplicar algunas torpes, temblorosas y desesperadas veladuras en su retablo de muerte. Se acuerda de cuando su amigo sevillano Francisco Pacheco lo fue a visitar a su taller y le dijo que era un extraño, un extraño en Toledo.

De modo que no, concluye. Tampoco de mí se acordarán. Un pintor de segunda, incapaz en todos estos años de abrirse paso en la Corte, mal visto por todos al no haber pertenecido nunca a capilla o cofradía alguna y que acaba sus días en la ruina, acosado por acreedores, con un hijo al que siempre debió llamar sobrino y con algunos, pocos amigos que más que amigos fueron clientes y algunos allegados que debieron soportar, pacientes, sus extravagancias, sus derroches y su tozudez.

Al pasar por delante de la iglesia de Santo Tomé , el hijo detiene sus pasos y ambos se quedan mirando el pequeño pórtico, tras cuyos muros los contemplan l os asistentes a un entierro que es en realidad nacimiento . También él asistió a ese alumbramiento. Pero nadie encargará representar el suyo dentro de unos días, tal vez mañana, o el mes que viene, cuando Dios quiera. Mejor así, piensa, apretando el brazo de su hijo para retomar el camino a casa, en cuyo taller abandonado numerosos fantasmas nacidos de su mente le susurran cada noche que no tema, que nunca estará solo, que todos ellos lo acompañarán allá donde quiera que uno nazca para siempre jamás.

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