Wuhan: la pandemia termina en su origen
El Covid-19 se extiende por China, el último país que se resistía a convivir con él, cuando se cumple el tercer aniversario del cierre de la ciudad donde comenzó la crisis

Tras infestar el planeta, la pandemia llega a su fin allí donde empezó. Nada queda de la barrera biológica que China interpuso ante el resto del mundo, tres años de aislamiento liquidados con calamitosas consecuencias. El virus, victorioso y universal, ya forma parte de ... la vida en la Tierra. Y mientras tanto, el júbilo por la vuelta a la normalidad, el miedo a una nueva oleada, el dolor silenciado, el sufrimiento innecesario. Todo cabe en Wuhan, cuyos habitantes aspiran a continuar, porque olvidar resulta imposible.
Sucede que sin saberlo una mañana nos levantamos, todos, en peligro. Arrastrados a un tiempo nuevo que, de entre todos los lugares peligrosos del mundo, empezó en un anodino pabellón: el mercado de Huanan. Me encamino de nuevo hacia allí, como he hecho varias veces desde aquella primera. Tal día como hoy en 2020 me encontré encerrado en Wuhan, uno entre siete reporteros internacionales encargados de contar qué sucedía allí cuando nadie sabía a qué nos enfrentábamos. Pero, a diferencia de todas las anteriores, en esta ocasión acudo con el talante torero del que se conoce –solo temporalmente– invulnerable, pues ese mismo coronavirus ya ha sido descabellado en mis entrañas con varias jeringas por estoque.
También en la intimidad queda el rastro de la desgracia. Ahora bien: algunos indicios, pocos, saltan a la vista en el espacio público. Las floristerías dedicadas por entero a coronas de luto. Varios ramos solitarios en medio de la acera. Una cabina de pruebas abandonada. Y, a la vuelta de la esquina del mercado, el cartel amarillo que cuelga de un escaparate. Alerta este de un «cierre temporal a partir del tres de enero» a causa de «operaciones de desinfección» en la calle adyacente. Ese tres de enero es, en realidad, el de hace tres años. El restaurante nunca volvió a abrir y ahí sigue el cartel desde entonces, susurrando que todo lo sucedido, en efecto, sucedió.

El origen
Pero nada ha cambiado tanto como el mercado. La frágil cinta policial que en aquellos primeros días impedía el acceso al interior dio paso a vallas de plástico, después a las actuales planchas de acero, decoradas con tintas chinas. Estas representan la delimitación entre la historia y la historia oficial. En una de ellas, una pintada proclama «Wo ai Zhongguo», «Amo a China». Quizá una protesta, quién sabe, en un país donde los manifestantes portan folios en blanco.
Tras sufrir el acoso de las fuerzas de seguridad en visitas pasadas, nadie acude hoy a mi encuentro; anticlimática circunstancia para un escenario donde el periodismo acostumbra a confundirse con la actividad delictiva. A mi lado solo hay otro peatón, que móvil en mano saca fotos como el que visita la Ciudad Prohibida. Algo está apartado para siempre al otro lado de las vallas, algo que ya no hace falta guardar con celo.
No todo el dolor, sin embargo, queda lejos. En particular después de que a finales de noviembre la política de covid-cero colapsara ante un rebrote fuera de control e históricas protestas sociales. Desde entonces el virus galopa por el país, desbocado y mortal, generando una sensación de retorno al pasado en un lugar al margen del tiempo. En Wuhan nadie quiere hablar al respecto. Solo una treintañera apodada Shishi acepta compartir su testimonio. No cabe pregunta ni aclaración alguna, solo lo escrito. «Hoy se cumplen tres semanas de la muerte de Papá», arranca.
«En 2020 nos preocupaba la suerte de la gente mayor en nuestra familia. Sentimos un gran alivio cuando la ciudad levantó el confinamiento. Sin embargo, tres años después Wuhan se reabrió por completo y al final Papá no logró escapar». Cuando la infección comenzó a asfixiar al anciano, una agónica visita al hospital les devolvió al principio de la pandemia. «Las ambulancias circulaban sin parar, la unidad de emergencias estaba llena de gente, había más de cuatrocientas personas esperando, los sanitarios estaban enfermos y ocupados...».
Tal era el colapso que no encontraron sitio para su padre. Su madre se quedó en el coche con él mientras Shishi y sus hermanos corrían frenéticos en busca de ventiladores. «Pregunté en cada farmacia sin parar de llorar, hasta que me avisaron de que un amigo había conseguido uno. Regresamos de inmediato, pero Papá ya no podía respirar. Yo sujetaba el aparato. Le vi coger aire, ¡pensé que estaba mejorando! Luego me di cuenta de que había sido su último aliento».
Nueva amenaza
Para alivio de tantos, el coronavirus ya se aleja tras haber rendido Wuhan. El interior del hospital Tongji, donde hace semanas cientos de personas hacían cola, luce casi vacío. «Tenemos muchos más recursos», explica una enfermera. En el crematorio de Hakou, uno de los más grandes, sigue sin estar permitido entrar. De acuerdo al protocolo, las ceremonias deben «simplificarse lo más posible» y los seres queridos de los fallecidos solo pueden acceder para recoger las cenizas.

«Hace dos o tres semanas estaba al borde del colapso», reconocen los guardias de seguridad apostados a la puerta. «Algunas familias tuvieron que esperar hasta veinte días para que los cuerpos fueran incinerados. Esta oleada fue mucho más grave que cuando la pandemia golpeó por primera vez en 2020, hubo muchos más muertos, la mayoría ancianos». La funeraria vuelve a operar como de costumbre. Solo unos pocos cadáveres llegan cada jornada y las cenizas se entregan tras una espera estándar de dos o tres días. Desde el exterior se divisa una pancarta colgada sobre la fachada del edificio: «Sé un ciudadano civilizado, haz que la ciudad se sienta orgullosa».
No obstante, la llegada del Año Nuevo Lunar amenaza con volver a provocar el desastre. Esta festividad, la más importante del calendario chino y causante de la mayor migración humana regular del mundo, se celebra sin restricciones por primera vez en tres años. El ministerio de Transportes calcula que, a consecuencia, se producirán un total de 2.100 millones de desplazamientos. Las autoridades temen que esta movilidad lleve el patógeno desde las grandes ciudades, que como Wuhan ya han rebasado el pico de contagios, hasta las áreas rurales, dotadas con muchos menos recursos. Allí, por ejemplo, apenas el 1% de los trabajadores médicos ha cursado estudios universitarios.
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El propio Xi Jinping expresó su inquietud este miércoles durante un discurso televisado, en el que por primera vez hizo referencia a la crisis que el país enfrenta tras el colapso de la política de covid-cero. «Lo que más me preocupa son las áreas rurales y los agricultores. Las instalaciones son relativamente débiles, por lo que la prevención es complicada y la tarea ardua», apuntó.
Sin embargo, el líder chino concluyó su intervención con una nota optimista, asegurando que «la luz está delante de nosotros, la persistencia es la victoria». El mismo mensaje, palabra por palabra, empleado en el pasado para defender una estrategia sanitaria convertida en utopía propagandística, cuyo abandono de la noche a la mañana sin aviso ni preparación causó el caos.
Tras semanas de ocultamiento, las autoridades chinas añadieron ayer 13.000 nuevos fallecimientos al cómputo nacional, que se añaden a los 60.000 reportados la semana pasada, cota que multiplica por diez los datos oficiales hasta entonces pero que sigue despertando suspicacia. La firma británica Airfinity ha elevado sus estimaciones de muertes diarias de 25.000 a 36.000 a partir del 26 de enero a causa de los desplazamientos.
El silencio de Wuhan contiene también el mismo hartazgo que provocó las históricas manifestaciones. «¿Quién puede creerse la cifra oficial de muertes?», protesta el señor Zhao mientras conduce por las calles. «Todas las personas que recogía estos días tenían tos e iban al hospital. El Gobierno ha fracasado, tardaron demasiado en iniciar la reapertura. Ahora es imposible que nadie se responsabilice de todo lo que ha pasado». En el origen de la pandemia, pese a todo, la vida sigue. Pero, como aprendieron en 2020, nadie sabe qué puede suceder mañana.
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