Mi reliquia invisible de Francisco
Mientras podía caminar, dedicaba casi una hora en el vuelo de ida a saludar a los periodistas, uno por uno en nuestros asientos. Era momento de hacer bromas, compartir noticias familiares o contarle alguna anécdota
Muere el Papa Francisco a los 88 años

Sin haberlo merecido, tengo reliquias invisibles de cuatro santos —dos de ellos ya canonizados— que, lógicamente, nunca podré entregar a nadie. Pero sí puedo compartir algunos recuerdos especialmente intensos de muchos años como observador de primera fila de Francisco, especialmente en los viajes ... internacionales.
Mientras podía caminar, dedicaba casi una hora en el vuelo de ida a saludar a los periodistas, uno por uno en nuestros asientos. Era momento de hacer bromas, compartir noticias familiares o contarle alguna anécdota. Alguna vez me permití darle «consejos» como en un vuelo a Nairobi en 2015, cuando una parte de la Curia era desleal y arreciaban las críticas exteriores: «Por favor, no se deje frenar por las resistencias».
Se quedó pensativo y serio mientras repetía: «las resistencias…». E inmediatamente con el gesto enérgico de empujar fuerte con los puños cerrados de las dos manos, me dijo: «Las resistencias no frenan… ¡impulsan!». Pude comprobarlo muchas veces. Reaccionaba como los ciclistas que, al llegar a una cuesta muy empinada, se alzan del sillín para pedalear más fuerte.
En otra ocasión le escribí un largo correo para comentarle tres problemas serios que, en mi opinión, no estaba abordando con suficiente energía. Al día siguiente me llamó por teléfono y empezó con una broma: «Bueno, ya leí su encíclica…».
Naturalmente, también le pedía consejos. Una vez, sobre mi propio trabajo profesional: «¿Nos aconseja alguna virtud especialmente a los periodistas?». Esperaba una respuesta espiritual, pero él prefirió ir al centro de ese trabajo en un consejo que vale para todos: «No perder detalle y decir objetivamente lo que pasa».
En una ocasión muy incómoda nos dio un extraordinario signo de confianza. Fue en la conferencia de prensa del vuelo de regreso de Dublín, en agosto de 2018, el día que un ex nuncio mentiroso y corrupto publicó en cuatro países, de la mano de poderosos conservadores americanos, un manifiesto en que pedía la dimisión del Papa por no haber castigado a un cardenal norteamericano que, durante los pontificados anteriores, había abusado sexualmente de seminaristas y sacerdotes jóvenes.
Al preguntarle por ese tema explosivo, Francisco nos respondió: «Leed atentamente el comunicado y juzgad vosotros. Yo no voy a decir hoy ni una palabra. Pero me gustaría que vuestra madurez profesional haga este trabajo: os hará bien». En menos de una semana de investigación periodística el cuadro estaba claro: el nuncio había mentido sistemáticamente como peón de una poderosa operación italoamericana para desestabilizar al Papa.
Mencionaba, al comienzo, mis cuatro reliquias invisibles. Una es de san Juan Pablo II, a quien pedí que me hiciera la señal de la cruz en la frente, como había hecho en 1974 san Josemaría Escrivá de Balaguer. Después pedí el mismo gesto a Benedicto XVI un día en su biblioteca, y también a Francisco en su primer vuelo internacional, el 22 de julio de 2013, rumbo a Río de Janeiro para participar en la Jornada Mundial de la Juventud.
Cuando le dije que le iba a pedir un favor me dirigió una mirada curiosa, pero al añadir «que me haga la señal de la cruz en la frente» estalló en una sonrisa y en un entusiasta: «Sí, sí, ¡por supuesto!».
Esa sonrisa era el mismo premio que recibí de san Juan Pablo II cuando volábamos hacia Roma al regreso de un viaje a Kazakstán y Armenia en septiembre de 2011. El Párkinson le había robado la expresión del rostro. Pero, ante mi inesperada petición y quizá como reflejo repentino, sonrió abiertamente durante una fracción de segundo. Esas sonrisas de santos, junto a las de mis padres, son mis recuerdos más entrañables.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete