Parábola de los Países Bajos
«Los Países Bajos, que fueron un auténtico laboratorio de las reformas supuestamente 'progresistas' en el postconcilio»
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Iniciar sesiónUno de los miembros de la asamblea sinodal, el arzobispo de Utrecht, cardenal William Eijk, ha concedido una entrevista a la revista teológica internacional Communio, cuya lectura es interesante en esta recta final del Sínodo. Toda la entrevista es una especie de parábola sobre ... la fe, la descristianización y la nueva misión en los Países Bajos, que fueron un auténtico laboratorio de las reformas supuestamente «progresistas» en el postconcilio. Recordemos que Holanda era una potencia misionera y un país en el que la unidad con el Papa era seña identidad de un catolicismo acostumbrado a vivir en un difícil entorno político y cultural. Pero entre 1965 y 1975 el número de los que se profesaban católicos descendió a la mitad. «No está usted sentado ante un hombre desesperado», contesta con humor el cardenal a su entrevistador, tras hacer recuento de todo lo que vino después.
Eijk ha sido testigo de aquel entusiasmo que buscaba construir una «nueva iglesia» rompiendo con el pasado en los años 70, lo que cosechó muy pronto el amargo fruto de una desafección creciente en el pueblo. También es consciente de que los números dorados de la época anterior eran ficticios, porque predominaba un catolicismo sociológico, de mera herencia familiar, sin profundidad ni verdadero compromiso personal. No puede negarse que la travesía de la Iglesia en los Países Bajos en estos últimos cincuenta años ha sido dura. Un factor decisivo, a juicio del cardenal, fue el individualismo derivado de una rápida prosperidad económica: se diluyó el sentido de la comunidad, cada individuo se situaba en el centro y poco a poco se perdieron los vínculos con la Iglesia, de la que cada uno tomaba lo que quería, como en un supermercado religioso. Pero no sólo la Iglesia ha sufrido, sino toda la sociedad. Al perderse el vínculo con Dios se ha ido borrando el reconocimiento de los derechos inalienables de la persona, mientras que la definición y el alcance de esos derechos lo asume ahora el Estado.
Tras años de demolición, el cardenal observa que en todas las parroquias hay cada vez más jóvenes que piden el bautismo o la confirmación, «personas entre 20 y 50 años que, por así decirlo, aparecen de la nada«. Y añade que, aunque a las nuevas generaciones no se les han dado criterios para distinguir el bien del mal ni pilares ni objetivos para la vida, hay preguntas que «surgen de modo natural», porque en todo ser humano «está sembrada una apertura al Misterio». La cuestión es cómo se responde a esa apertura. El Primado de los Países Bajos tiene claro que el intento de hacer que la Iglesia asuma las modas culturales del momento no sirve para recuperar a los que se han alejado. Por el contrario, allí donde se proclama íntegramente la fe y se celebra la liturgia con dignidad, las iglesias están llenas, «se trata de poner a Cristo en el centro». De hecho, en su diócesis no faltan iniciativas misioneras que reflejan ese espíritu de «salida» que el Papa quiere insuflar a toda la Iglesia. Eijk se ha implicado de manera constructiva en el diálogo sinodal y deja una advertencia seria: cuando se pierde la unidad en la proclamación de la fe, la Iglesia pierde su credibilidad, porque la gente tiene la impresión de que ni ella misma sabe realmente lo que es.
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