Dos años de pandemia en China: una historia sin final
El gigante asiático afronta un máximo de casos aislado del mundo y acorralado por una política de tolerancia cero para la que no hay vuelta atrás

Reza la máxima que la historia no se repite, pero rima. Dos años después de la aparición del coronavirus que desde China tomó el planeta, este ha regresado a su origen en forma de la variante ómicron. Un último verso que remarca cómo su estrategia ... de tolerancia cero ha colocado al gigante asiático en un camino opuesto al de la comunidad internacional, con sustanciales causas políticas y preocupantes consecuencias ante las estrofas todavía por llegar.
Dos nociones disonantes conviven al evaluar aquellos primeros días. Por un lado, el misterio quizá irresoluble sobre el origen del virus , el encubrimiento inicial de las autoridades regionales y la lentitud de la cúpula del Partido Comunista a la hora de dar la voz de alarma .
Por otro, el cierre de Wuhan con el que China compró tiempo, una oportunidad de anticiparse a la inminente catástrofe que otros países desperdiciaron. El coste de esa transacción lo pagaron los once millones de habitantes de la ciudad y, en particular, unos trabajadores sanitarios que enfrentaban sin medios ni descanso una dolencia misteriosa descubierta apenas dos semanas antes. Ante la saturación de los hospitales, los enfermos recibieron la orden de permanecer en sus casas, por lo que familias enteras se contagiaron y fallecieron sin asistencia médica. La provincia de Hubei, de la que Wuhan es capital, acumula 4.512 de los 4.636 fallecidos (97%) que las cifras oficiales registran hasta la fecha. El número real de muertos representa un segundo misterio.
Esta medida funcionó como un cortafuegos, minimizando la expansión de la pandemia por el resto del territorio. Más allá de las dudas sobre los datos gubernamentales, las calles no mienten: en China impera una normalidad relativa desde marzo de 2020. Cuando tras dos meses y medio el confinamiento de Wuhan llegó a su fin, las autoridades ya habían puesto en marcha los mecanismos necesarios para implementar su ambiciosa política de « Covid cero »: el gigante asiático no iba a convivir con el patógeno como la mayoría de países occidentales, sino que actuaría ante cada positivo para cortar la transmisión de raíz. Esto ha sido posible gracias a un exhaustivo protocolo basado en cuatro premisas fundamentales.
Una potencia aislada
El cierre de fronteras supone el punto de partida. Si el virus no ha estado presente en China ha sido, en gran medida, porque esta ha cercenado sus comunicaciones con el resto del mundo.
Tan solo 500 vuelos internacionales aterrizarán esta semana, frente a los 10.000 que lo hacían dos años atrás. Aeropuertos como el de Pudong en Shanghái, antes una de las más concurridas entradas, se han convertido ahora en enormes construcciones vacías reducidas a un único pasillo que conduce a los recién llegados hacia hoteles designados por las autoridades donde cumplirán hasta tres semanas de cuarentena.
Este aislamiento cuenta también con importantes derivadas políticas. El último viaje oficial de Xi Jinping fuera del país –a Myanmar– data de enero de 2020, y no ha mantenido encuentros personales con mandatarios extranjeros desde una reunión con su homólogo pakistaní Arif Alvi en marzo de ese mismo año. A partir de entonces, todas sus intervenciones en cumbres y eventos internacionales han sido telemáticas.
No hay visos de que esta tendencia cambie a corto plazo, con el inminente inicio de los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín en dos semanas; la celebración del Congreso del Partido en octubre, convocatoria en la que Xi comenzará un histórico tercer mandato que le consagrará como el líder más poderoso desde Mao; y la asamblea anual del aparato legislativo en marzo de 2023. Ante la progresiva marginación voluntaria de la potencia emergente, resulta inevitable preguntarse qué mundo encontrará China cuando por fin abra sus puertas, y al revés.

Múltiples frentes
Los siguientes puntos en su estrategia de prevención consisten en el rastreo por medio de herramientas digitales, junto a testeos masivos y confinamientos selectivos ante cada rebrote; más frecuentes a medida que el país enfrenta nuevas mutaciones. China ha logrado extinguir así varios focos de la variante Delta, el más virulento de todos ellos localizado en Xi’an –la mayor población en echar el cierre hasta la fecha–, cuyos 13 millones de habitantes cumplen un mes de cuarentena generalizada. Hasta que apareció Ómicron.
China identificó la semana pasada la primera transmisión local en la ciudad portuaria de Tianjin. Horas después, otras dos aparecieron en Anyang, población en la provincia de Henan, 500 kilómetros al sudoeste. El vínculo común era un estudiante que viajó de un punto a otro a finales de diciembre. De acuerdo a cifras oficiales, la variante no ha provocado una explosión de casos como en otros países; algo extraño dado el tiempo transcurrido entre el primer contagio y su detección, más de una semana. Como apuntaba mordaz el analista Bill Bishop en su boletín ‘Sinocism’, «Ómicron parece comportarse de manera diferente en China».
El gigante asiático registra estos días el mayor número de casos activos desde el estallido de la pandemia: hasta nueve localidades, entre ellas la capital Pekín, han identificado la mutación y muchas otras luchan contra rebrotes de delta. El hecho de que el Gobierno haya conseguido mantener cada nuevo foco bajo control no debería llevar a dar por sentado que siempre será así.
Ciencia y propaganda
La llegada de Ómicron preocupa sobremanera a las autoridades, pues estudios recientes apuntan que las vacunas chinas solo proporcionarían una protección leve contra esta variante.
Es el caso, por ejemplo, de un estudio llevado a cabo por el departamento de Microbiología de la Universidad de Hong Kong, según el cual «la mayoría de personas no producen niveles suficientes de anticuerpos séricos después de recibir dos dosis». Sus autores han declinado la propuesta de ABC de comentar sus polémicos hallazgos.
China optó desde el primer momento por desarrollar vacunas propias contra la Covid, acción motivada tanto por la necesidad de asegurar el suministro como por el deseo de emitir una imagen de autosuficiencia. Las soluciones de Sinovac y Sinopharm han sido administradas a 1.200 de sus 1.400 millones de ciudadanos (85%), y la inoculación de una tercera dosis de refuerzo ya ha comenzado. Además, el país ha vendido 1.600 millones de jeringas y donado otros 165 millones, según datos de la consultora especializada Bridge. Sin embargo, ambas vacunas son inactivadas y, por tanto, menos eficaces que las occidentales, que emplean la novedosa técnica del ARN mensajero. La decisión de no importar vacunas extranjeras demuestra cómo, en ciertos ámbitos, los cálculos propagandísticos priman sobre los científicos.
Más allá de la salud
El control de la pandemia se ha convertido en una cuestión central para la legitimidad política del Partido Comunista. El desastre que en un momento llegó a etiquetarse como «el Chernóbil chino» no ha desestabilizado al régimen, sino todo lo contrario: lo ha fortalecido.
El curso de los acontecimientos ha terminado de convencer a la cúpula del Partido Comunista y a la mayoría de la población de la superioridad de su modelo frente al caos de las democracias occidentales. El Gobierno, asimismo, ha recurrido a la desinformación para lavar cualquier culpa.
Empezando por insinuar que el origen del virus no estaría en Wuhan, sino en un laboratorio militar de Estados Unidos. Después, culpando de los sucesivos rebrotes a la importación de productos congelados, episodios que no se han reproducido en países donde estos son habituales y la pandemia también estaba controlada , como Nueva Zelanda o Taiwán. El último ejemplo ha tenido lugar esta semana: ante la aparición del primer caso de Ómicron en Pekín, las autoridades han apuntado que el enfermo había recibido correo internacional procedente de Canadá. Estos esfuerzos por rescribir la historia sobre la marcha no calan más allá de sus fronteras, pero sí en una audiencia doméstica cautiva de los medios oficiales.
Mientras tanto, la variante Ómicron se extiende por el mundo. La menor gravedad de sus efectos sumados al blindaje de las vacunas resulta en una inmunidad híbrida que invita a pensar que, aunque sea consecuencia de la incapacidad de frenarla, esta nueva oleada podría ser la última. El fin de la pandemia quizá esté a la vista. No así en China, que ha quedado desprotegida bajo el peso de su escudo. El Partido Comunista no puede dar marcha atrás a un modelo cerrado sin comprometer su estabilidad, tanto sanitaria como política. Aquí, dos años después, la historia y sus rimas todavía no han acabado.
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