el tren de la bruja
Micción imposible y otras penalidades
Los marines desembarcados en Omaha en Día D sufrieron menos penalidades que quien debe usar servicio en una caseta
Guía de la Feria de Sevilla 2025: fechas, casetas, plano, toros y todo lo que tienes que saber
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Iniciar sesiónSe atribuye a P. G. Wodehouse la más descacharrante crítica gastronómica de la historia, cuando se le requirió opinión sobre un almuerzo al que había sido invitado. «Si la sopa hubiera estado tan caliente como el vino, el vino hubiera sido tan viejo como el ... pavo y el pavo hubiese tenido la pechuga de la camarera, el restaurante merecería la pena». No puede ser, de ninguna manera, la Feria una fiesta para gourmets porque no hay milagro que haga funcionar medianamente bien a más de un millar de negocios de hostelería efímeros. Sobre todo, si trabajan durante seis días a revienta calderas con impedimenta de campaña y personal atrapado con lazo.
En el establecimiento que regenta el casetero conviven (se entremezclan, más bien) el bar, la cafetería, el restaurante y el after hours con horario ininterrumpido de una de la tarde a cuatro de la madrugada, en los casos más relajados. No corre el aire entre quienes atienden detrás de la barra, el hornillo de camping calienta platos encima del congelador en un cuchitril al que llaman ostentosamente cocina y si algún camarero se aventura a abandonar su trinchera para despejar las mesas –siquiera para llevarse las cáscaras de cacahuete–, corre el riesgo de quedar atrapado por la multitud durante horas, como si hubiese ida a ver la salida de San Esteban. Los proveedores no dan abasto, por eso abunda el vino aguado y la pata de galgo famélico disfrazada de jamón. Si alguien comete la insensatez de pedirse un trago largo, más le vale que le mezclen la Coca-Cola con el líquido para desatascar las cañerías que con el etanol adulterado con el que se rellanan las botellas de «primeras marcas». Llamar a eso garrafón injuria gravemente al licor de garrafa. Demasiadas pocas cosas pasan.
Hubo marines desembarcados el Día D en la playa de Omaha que sufrieron menos penalidades que los visitantes de los servicios, obligados a guardar una cola kilométrica aplastados contra la pared. En agosto pasado, un bañista se despojó de la camiseta en Matalascañas y todavía tenía grabado en su lomo un misterioso 17 que, después de mucho cavilar, cayó en la cuenta de que era el número de la taquilla contra la que había esperado tres cuartos de hora para hacer pipí. Más vale implantarse una vejiga de titanio o tener una giba de camello en la que almacenar el líquido sobrante. De popó ni hablemos, por Dios bendito, porque podríamos terminar publicando un monográfico escatológico titulado 'El uso quimérico de la bayeta' o 'La escobilla imposible'. Los practicantes del submarinismo en apnea cuentan con la ventaja de no tener que respirar durante el minuto que dura la micción. A los demás, nos toca sufrir una peste más letal que la bubónica.
En el real no es concebible nada con unos estándares aceptables de confort –no es cómodo llegar ni irse ni desplazarse entre manadas de bípedos y cuadrúpedos ni las sillas ni el calor sahariano o las madrugadas heladoras ni el hacinamiento permanente ni socializar entre beodos ni el ruido abrumador: nada es cómodo–, se suele comer mal y beber peor. Su prestigio reposa sobre una repentina aceptación de la insalubridad y la suspensión durante una semana del respeto por la civilización. Algún niño nos despertará un día, como en el cuento de Andersen, al señalar la desnudez del emperador, o sea, la cutrez de Feria.
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