Discurso íntegro de Elisa Pérez Vera en el XIV Premio Jurídico ABC-Cajasol 2025

La jurista recibió el galardón el 7 de julio en la sede de la Fundación Cajasol en Sevilla

Elisa Pérez Vera recibe el XIV Premio Jurídico de ABC

Elisa Pérez Vera, en un momento de su discurso al ser galardonada con el Premio Jurídico ABC-Cajasol Raúl Doblado

Elisa Pérez Vera

Excmo. Sr. Consejero de Justicia, Administración Local y Función Pública de la Junta de Andalucía.

Sr. Director de ABC de Sevilla.

Sr. Presidente de la Fundación Cajasol. Señoras, señores. Amigos, amigas.

Como resultará evidente en estas palabras, hoy es para mí un día de ... agradecimientos. En primer lugar, tengo que agradecer a las instituciones y a las personas que las encarnan que hayan pensado en mí a la hora de otorgar el premio a la Trayectoria Jurídica 2025. Un agradecimiento que no por obligado es menos sincero.

Cuando piensas en tí misma como parte del pasado, es gratificante saber que tu presente todavía importa. Y eso es lo que han hecho, Alberto García Reyes, Director de ABC de Sevilla, y Antonio Pulido Gutiérrez, Presidente de la Fundación Cajasol, junto con el resto del Jurado, Eduardo Osborne Bores, Pilar Blanco Morales Limones y Eusebio Pérez Torres. Muchas gracias a todos ellos.

En distinto plano, la presencia entre nosotros del Excmo. Sr. Conse-jero de Justicia de la Junta de Andalucía, don José Antonio Nieto Ballesteros, es testimonio de la importancia que la Administración autonómica concede al mundo del Derecho en nuestra Comunidad. Gracias, muchas gracias.

No obstante, el grueso de mis agradecimientos se dirige a mi familia y amigos. Soy consciente de que cada éxito, cada logro, cada nueva responsabilidad en mi larga vida profesional lo he alcanzado merced al apoyo, sin fisuras, de mi familia y al acompañamiento sostenido de compañeros que han sido, simultáneamente, mis mejores amigos.

Pues bien, esta apreciación cierta en términos generales, alcanza un significado especial cuando, como es el caso, se trata del reconocimiento a mi trayectoria como jurista. Y es que, la idea de trayectoria implica el de-venir de una vida en la que mantener la coherencia no siempre es fácil y en la que, sin el sostén de familiares y amigos, resulta difícil no naufragar.

Tengo la enorme suerte de tener una familia maravillosa a la que quiero y admiro. No es fácil que en una familia numerosa (y la mía lo es, como pueden atestiguar mis cinco hermanos) haya una sintonía tan perfec-ta, ideológica y sentimentalmente. Tal confluencia de criterios tenemos que agradecerla a las anteriores generaciones, empezando por nuestros padres, ejemplo de fidelidad a las propias ideas, que defendieron siempre, incluso cuando el hacerlo podía tener consecuencias muy negativas. El que hoy nadie de mi familia haya podido estar con nosotros me entristece profundamente. Ellos saben que siempre los tengo presentes en mi corazón.

Y junto a la familia, los amigos. De hecho, toda mi vida profesional está jalonada de los nombres propios de compañeros, devenidos amigos que, a lo largo de décadas, me han sostenido en momentos bajos, me han aconsejado en la duda y, siempre, me han acompañado. Sus nombres se agolpan en mi memoria, en la que aparecen perfectamente ordenados por estratos que responden básicamente a las distintas etapas de mi vida. Puedo decir, así, que en cada una de ellas he encontrado nuevos amigos que se han superpuesto a los anteriores, sin desplazarlos.

Por un momento he sentido la tentación de intentar nombrarlos. Pero pensándolo mejor he desechado una idea que encerraba riesgos innecesarios: el olvido, involuntario pero posible, sería un agravio de lesa amistad que no me puedo permitir…, ni siquiera con mis años. En cualquier caso, ellos saben, cómo yo, que el reconocimiento que hoy me hacéis, en buena lid, también les corresponde a ellos.

Un reconocimiento que se engrandece con los nombres de los que lo han recibido antes que yo. Recibir el mismo galardón que Manuel Clavero, Manuel Olivencia o Juan Antonio Carrillo (por citar sólo a los primeros en recibirlo) es motivo de legítimo orgullo, con un punto de incertidumbre. ¿Es posible que haya «engañado» al jurado? ¿No se ha producido un error? No avanzo en esta línea que me parece demasiado peligrosa.

Por el contrario, me quedo antes, en el momento en que he nombrado a Juan Antonio Carrillo que fue miembro destacado de la Escuela Sevillana de Derecho Internacional, encabezada por el profesor Mariano Aguilar Navarro y que contó entre sus miembros a figuras como Julio González Campos o Roberto Mesa Garrido. Y es que, el profesor Carrillo Salcedo, distinguido por este Premio y reconocido como uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo, tiene para mí un significado muy especial.

Aunque no había tanta diferencia de edad, Juan Antonio Carrillo fue mi mentor, mi maestro en la Universidad. Él rechazaba este apelativo (el de maestro) que, decía, debe reservarse a Jesucristo; así que para sus muchos discípulos, fue siempre el Jefe. Un Jefe que lo era por su auctoritas, ya que pocas veces ejerció la potestas, y que nos marcó a todos, sin dejar de respetar nuestra individualidad. Por eso no formamos una «escuela universitaria» al uso, aunque nos reconozcamos como sus discípulos.

Como él soy internacionalista de la primera hornada, del tiempo en que las cátedras eran de Derecho internacional público y privado. De los que se decía que encarnábamos una doble paradoja, ya que nos dedicába-mos, de una parte, al derecho internacional público, que es internacional, pero no derecho, y de otra, al derecho internacional privado que ciertamente es derecho, pero no es internacional.

Más tarde, cuando una decisión ministerial accedió a la separación de ambas materias, tantas veces reclamada, nuestras opciones divergieron. Juan Antonio Carrillo decidió consagrarse al estudio del Derecho interna-cional público, yo me incliné por el Derecho internacional privado, aunque con una importante salvedad que verbalicé a todo el que me quiso oír: el estudio de la protección de los derechos humanos seguiría formando parte de mi agenda. Y así, lo hice, con especial énfasis en los derechos y la protección de los más débiles: mujeres, niños, ancianos.

En realidad, pienso que la defensa de los derechos humanos es una misión demasiado seria como para dejarla solo en manos de los juristas. Es un tema que atañe a toda la sociedad que debería movilizarse ante su vulneración en cualquier parte del mundo.

Ahora bien, también es cierto que la toma de conciencia por la sociedad de la importancia, incluso de la existencia de esos derechos, exige de una labor de desarrollo, profundización y difusión. Y en ese extremo, la labor de los internacionalistas en la segunda mitad del siglo XX y primer cuarto del siglo XXI ha sido fundamental.

Hay que recordar que la larga gestación del reconocimiento de unos derechos del ser humano en cuanto tal se hizo en las guerras civiles euro-peas de la Edad Moderna y Contemporánea hasta culminar con el sangriento parto de la Segunda Guerra Mundial. De los horrores de aquella guerra, sobre los millones de muertos que causó, We the peoples, nosotros los pueblos de las Naciones Unidas nos dotamos en 1945 del más formidable instrumento de paz intentado hasta la fecha: la Organización de las Naciones Unidas.

La ONU, esa misma ONU hoy ignorada, cuando no vilipendiada e insultada, que supuso un punto de inflexión en los intentos por construir un orden mundial. Y es que, por primera vez, parecía que los pueblos serían tenidos en cuenta por los Estados. Así lo anunciaba el Preámbulo de su Carta fundacional, la Carta de San Francisco, cuando reafirmaba su fe «en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas».

Con este espíritu no puede extrañar que el 10 de diciembre de 1948 su Asamblea General adoptara la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Un bellísimo documento que en sus treinta artículos recoge el ideal, la meta a alcanzar por los mismos Estados que rechazaban su carácter vinculante. De hecho, la Declaración será el germen que inspire los diversos textos, universales y regionales -así, el Convenio Europeo de Derechos humanos-, que integran en nuestros días el Derecho internacional de los Derechos Humanos.

El conjunto constituye, sin duda, una obra magnífica de la que po-demos sentirnos orgullosas varias generaciones (incluida la mía). Ahora bien, como han puesto descarnadamente de relieve los acontecimientos, todo este entramado de derechos solo tienen vigencia en tiempo de paz. Un tiempo que ha sido posible, durante décadas, por la aceptación general de la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, contenida en la Carta de San Francisco. Es cierto que su quiebra puntual en conflictos locales ponía en entredicho su potencial conformador de la realidad, pero su aceptación formal por todos los Estados -incluidas las Grandes Potencias- dotaba a las relaciones internacionales de una frágil, aunque cierta, estabilidad.

Pues bien, recientes acontecimientos han hecho saltar por los aires ese status quo. La vulneración directa (en Ucrania) por Rusia de la prohibición del uso de la fuerza, junto al apoyo explícito de Estados Unidos a su utilización por Israel, va más allá de la anécdota y pone en cuestión todo el orden, o desorden, internacional nacido tras la segunda guerra mundial. No es solo la interpretación irrestricta del derecho de legítima defensa en ambos casos, es el desafío abierto y la ignorancia sistemática de las resoluciones de las Naciones Unidas. Privada del consenso que permitió su nacimiento, la ONU es hoy en cuanto a su objetivo principal (no lo olvidemos, el mantenimiento de la paz) un cascarón vacío, a la espera de que un cambio en las relaciones internacionales la devuelva a la vida.

Es cierto que su contribución al desarrollo -del que precisamente se ha ocupado la reciente cumbre celebrada en Sevilla- sigue siendo esencial, pero urge que vuelva a ser un importante bastión de la paz, que favorezca el respeto de los Derechos humanos. Es importante, aunque soy consciente de que otros frentes estructurales también los amenazan. Pienso aquí sobre todo en el desafío que representa la gestión de las migraciones, que siempre han existido, pero que hoy se ven potenciadas, en un mundo global, por la desigual distribución de la riqueza (conocida por todos gracias a medios de comunicación universales) y la relativa facilidad de los desplazamientos.

Sin duda el tema de la protección de los derechos humanos es polié-drico y yo he tenido la suerte de poder abordarlo desde una pluralidad de planos. Si el nivel de los principios es esencial para no perder el rumbo, la atención a los problemas concretos resulta indispensable para garantizar su efectividad. En este aspecto, me siento especialmente orgullosa de mi tra-bajo en la Conferencia de la Haya de Derecho Internacional Privado, en donde participé en la elaboración del Convenio sobre los aspectos civiles de la sustracción internacional de menores de 1980 (primero, como experta nombrada por el Gobierno español, más tarde como Relatora designada por la Oficina Permanente de la Conferencia).

El drama de los menores utilizados por uno de sus progenitores como armas, como herramientas, para herir al otro progenitor (lo que hoy denominaríamos violencia vicaria) me pareció siempre una forma especialmente vil de atentar contra el derecho de los menores a tener una infancia feliz que les permita desarrollarse como personas. Contribuir a luchar contra esa lacerante realidad fue todo un privilegio.

Señalaba hace un momento el carácter poliédrico de la batalla en pro de los derechos humanos. Y es que, a lo ya dicho, hay que añadir que, sin detrimento de la función rectora que le compete al Derecho internacional, la primera línea en la defensa de los derechos humanos se sitúa en el interior de cada Estado. Pues bien, en este campo también me he involucrado directamente, de manera muy especial durante mis años como Magistrada del TC. Unos años apasionantes, que viví apasionadamente (y que, por su intensidad, deberían contar doble), en los que colaboré en el establecimiento de la doctrina de un Tribunal que, desde al año 1 de su entrada en funcionamiento, ha ido perfilando el contenido y alcance de los derechos fundamentales recogidos en la CE.

Puedo asegurarles que en pocas ocasiones me he sentido más satisfecha de mi trabajo como cuando, al resolver un recurso de amparo, el Tribunal le reponía a alguien su derecho vulnerado.

La experiencia en el TC me reafirmó en la idea de que muchas vulneraciones de derechos se ven favorecidas por la ignorancia. Un pueblo culto, consciente de sus derechos, está mejor situado para defenderlos. Por eso, el derecho a la educación es clave para la existencia de un pueblo libre, que conozca sus opciones y que sea base sólida de una sociedad democrática.

De esa convicción arranca mi compromiso con la docencia, de hon-das raíces familiares, centrada en la defensa de la enseñanza pública y uni-versal como el mejor motor para el desarrollo de la sociedad. Así lo entendí como Rectora de la UNED y como Secretaria General del Consejo de Universidades, sin dejar de reconocer que otras opciones son legítimas y que la enseñanza privada puede, incluso debe, ser el complemento adecuado de una robusta enseñanza pública.

Voy terminando. No es fácil recibir esta distinción: la trayectoria ju-rídica se funde con la trayectoria vital y evocarla te fuerza a plantearte pre-guntas sobre ti misma que, a veces, resulta más cómodo obviar. De hecho, la pregunta clave para mí es la de saber si mi vida ha sido coherente con mis ideas. Tras el esfuerzo que he realizado por contarles mi trayectoria vital, creo que puedo concluir que, al menos, lo he intentado. En la batalla de la dignidad frente a la barbarie (en la feliz síntesis acuñada por mi maestro, J.A.Carrillo), siempre me situé al lado de la primera, de la dignidad. Y eso es una constante de la que me enorgullezco.

Así, hoy, cuando al igual que el escritor Mario de Andrade, constato que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el que viví hasta ahora, hago mía su decisión de vivir los años que me quedan, saboreándolos profundamente.

Y, como él, llego a la conclusión de que ahora quiero la esencia por-que «mi alma tiene prisa…

Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana.

Que sepa reír, de sus errores.

Que no se envanezca, con sus triunfos…

Que defienda la dignidad humana.

Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez…

Mi meta es llegar al final satisfecha y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia.

Tenemos dos vidas -apostillaba Mario de Andrade-, y la segunda comienza cuando te das cuenta de que sólo tienes una».

Pues bien, esa lección yo ya la aprendí.

Muchas gracias por su atención.

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