EN LÍNEA

Treinta años de la Expo

Más que la falta de una conmemoración a la altura o la degradación urbana de la Cartuja, hay que lamentar la pérdida de aquella pujanza y ambición colectivas

ESTE miércoles se cumplen treinta años de la inauguración de la exitosa Exposición Universal de Sevilla. El tiempo vuela, verdaderamente. En la redonda efeméride resulta recurrente el lamento, para el que hay motivos sobrados. Por un lado, la queja por la escasez de miras y ... el perfil bajo de las administraciones públicas en la conmemoración de la fecha. Ni el Ayuntamiento ni la Junta de Andalucía —que gestiona en la Cartuja los activos heredados de aquella cita— han organizado nada que esté verdaderamente a la altura de las circunstancias y de la importancia histórica para la configuración de la actual ciudad que tuvo aquella muestra. En esa cuestión, del Gobierno ya mejor ni hablar. Para conmemoraciones sevillanas está el equipo de Pedro Sánchez. Ni se le esperaba, en realidad. En cuanto a celebraciones y homenajes, todo es raquítico. El otro quejido principal al traer a colación el gran evento es el estado del recinto donde se realizó, pasto del abandono y la decadencia en numerosos puntos, y la pérdida de buena parte de sus pabellones y emblemas arquitectónicos y urbanos, que desaparecieron por falta de interés o de la mera actividad especulativa. Comprobar cómo están hoy lugares como el Canal de los Descubrimientos, las terminales del telecabina o los parques y paseos de la zona reflejan la lastimosa certeza de lo poco que nos ha interesado aquel fabuloso legado.

Pero más allá del desprecio a la memoria del acontecimiento o la protesta por la situación de toda la infraestructura de primer orden que se dispuso para aquel momento y el futuro que se perfilaba, donde realmente habría que incidir es en la mentalidad colectiva, en la conciencia de grupo, de pertenencia, de sevillanos orgullosos. Esto es, en la gigantesca diferencia entre aquella capital de Andalucía pujante que simbolizó la Expo 92 y el actual y acentuado declive como ciudad no sólo en su aspecto urbano o político, que se refleja en el escaso peso en las decisiones globales, sino social. Los tres decenios que han sucedido a la exposición han sido una constante mengua en el poderío de Sevilla, una caída paulatina de estatus como punto de referencia real del sur de Europa en que se había convertido la urbe —gracias a sus obras, su pujanza y su presencia— en favor de otros destinos que sí han ido avanzando con los tiempos sin cometer el error de ensimismarse y creerse que todo estaba hecho. De la Expo había que haber aprendido no ya a construir pabellones, espacios modernos o tarjetas con microchips sino a mantener la ambición comunitaria, la autoexigencia y la capacidad de superar complejos y lastres atávicos para erigirse, como grupo social, en referente internacional no sólo para el turismo. Eso sí, nunca es tarde. O eso dicen.

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