Quemar los días

Distancias cortas

Las personas brillantes son un bien tristemente escaso. Abundan, sin embargo, los papafritas

Conocía a María del Monte hace un par de meses, en la cena del premio Lara de novela, porque coincidí con ella en una mesa junto a otros estupendos comensales. Me pareció una persona divertida, buena conversadora, con un humor agudo y un manejo formidable ... de la ironía. Nada que ver con la imagen preconcebida que yo tenía de ella, proyectada por la carroña del colorín. Más allá de la fascinación que siento por el modo en que el ambiente gay consigue resignificar los referentes culturales patrios, transformando la caspa en pura ‘modernura’, lo cierto es que jamás hubiera pensado que alguna vez albergaría semejante simpatía por una persona aparentemente tan alejada de mí. Y todo tiene que ver con las distancias cortas.

Con los años, uno va acumulando compañías. Y hay algo que puedo asegurar con más o menos convicción: las personas más admirables por su trayectoria y logros profesionales o intelectuales suelen ser las más sencillas, accesibles y amables. En cambio, abundan los papafritas de medio pelo que gastan una vanidad ridícula.

Entre los primeros, recuerdo por ejemplo a Eduardo Mendoza, con quien tuve la suerte de compartir una velada exquisita. Es lo que siento cada vez que converso o intercambio correos con Luis Landero, en quien uno encuentra, más que a un soberbio escritor, a una especie de familiar cercano. Con Almudena Grandes era una sensación parecida. Recuerdo con enorme cariño una entrevista que realicé a Manuel Clavero en su bufete de la plaza de Cuba. Después de escucharlo durante toda una tarde, era como si lo conociera de toda la vida.

Entre los segundos, prefiero no dar nombres. Pero abundan. Tipos con ansia de brillo, demasiado impacientes por conseguir que el mundo se fije en ellos y les reconozca todo lo bueno que hacen por la humanidad. Postulantes a prohombres que confunden el valor personal con el valor de mercado, cuya principal virtud consiste en saber reconocer con total precisión en cada persona el beneficio que pueden extraer de ella.

La distancia corta es el formato infalible para reconocerlos. Y necesitas poco tiempo: el intercambio de una cerveza, lo que tardas en dar cuenta de los entremeses. Hay muchos tipos de mediocridad, pero uno de los más insoportables es el del mediocre intrigante, ese al que le encanta conducir la conversación a través de sobreentendidos y supuesta perspicacia. El mediocre soez también resulta cansino, porque además suele ir de gracioso. El mediocre estirado tiene la ventaja de que jamás te dará la comida: se conforma con compartir consigo mismo su propia tontería.

Nada hay, en cambio, más delicioso que disfrutar en la distancia corta de alguien con verdadero brillo. La lástima –y esa es la razón de mucho de lo malo que nos pasa– es que son un bien extremadamente escaso.

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