DE RABIA Y MIEL

Sentado en Sierpes

Se me pasó por la cabeza ir a hablar contigo, hacerte mis preguntas de niño, ver si me podías contar tu historia

Tú nunca me has visto, yo hacía mucho que no te veía. Te olvidé como se olvidan las cosas que están ahí y luego ya no, las cosas que son de todos y a la vez de nadie, patrimonio de rutinas que se acaban. Era ... de noche, madrugada cerrada, volvía por La Campana a esas horas en las que la ciudad de los cielos tangibles es apenas un susurro, el eco tímido de farolas que proyectan haces de luz intimista, que titilan circulando sobre las venas del adoquín como si le donaran sangre dorada a la oscuridad.

Regresaba en mi mundo, tranquilo, masticando alguna paranoia. Al enfilar la calle Sierpes y embriagarme de ese olor reconcentrado a historia mezclado con el popurrí de perfumes de los establecimientos, te encontré. Eras poquito más que una sombra pegada a la pared, mobiliario de la luna. Aún estaba lejos, por lo que barajé la alucinación. Tanto tiempo sin saber de ti me habían llevado a la egoísta conclusión de que habías desaparecido. Nunca pensé que podrías haberte cansado del lugar, que a lo mejor querías cambiar de aires o que, directamente, te habías vuelto a tu país. Simplemente deduje que te habías esfumado, que te habías perdido al doblar alguna esquina de la mística, que te habías evaporado como un secreto que Sevilla se había querido guardar para ella. Ya ves, como si no fueras una persona. A veces soy así de idiota.

Me alegré mucho al recortar la distancia y comprobar que no eras producto de ningún efecto secundario. Y entonces me embarqué en la duda de no saber qué hacer conmigo. Con mis pasos, con mi cuerpo. Estábamos los dos solos; si intentaba ejercitar el sigilo podía ponerte nervioso, no tenía claro si te habías coscado de mi presencia. Se me pasó por la cabeza ir a hablar contigo, hacerte mis preguntas de niño, ver si me podías contar tu historia. Pero no era ni el momento ni la hora. Tenía miedo de asustarte, de ponerte alerta, de que creyeses que era un borrachuzo que se intentaba burlar de ti.

Además, estabas tan a gusto que molestarte me pareció pecado. Andabas en tu silla, acurrucado en el silencio, como una estatua triste y melancólica. Tenías inclinado el torso, la cabeza ladeada y la mirada en algún infinito que se me escapaba. En tu regazo el acordeón reposaba como a punto de empezar a hablar. Pero no tocabas, simplemente lo sostenías con el cariño con el que se sostiene a los que nos aguantan. Pasé, y al notar que ni te inmutabas, me paré unos metros más adelante, a una distancia lo suficientemente prudencial para no incomodarte. Esperé unos minutos para ver si te movías, si te arrancabas con algo. Pero nada, me convencí de que estabas tocando de la misma manera que observas: pa' dentro. Cuando volví a emprender la marcha, eché la vista atrás y ocurrió: moviste el labio en una mueca de sonrisa idéntica a la de los dibujitos animados. Me levantaste la mano, dibujando un adiós mudo.

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