tribuna abierta
Le duele el alma
Le duele volver a ver rostros crispados y ojos preñados de odio en movilizaciones debidamente orquestadas y manipuladas
Hubo una generación que se crio entre las miserias de la postguerra civil donde, como siempre ocurre cuando la radicalidad oscurece al raciocinio, las víctimas más tristes y lamentables de aquella contienda fueron los ciudadanos anónimos de cada pueblo que tuvieron la desgracia de caer ... en el bando equivocado según su ideología.
Creció con las penurias y estrecheces de un país cercado por las potencias mundiales, donde la posibilidad del ocio era tan escasa como extrema la pobreza en una infancia y pubertad que le hizo adquirir conciencia real de los verdaderos valores que engrandecen a las personas y a los pueblos. Fue una generación educada en el esfuerzo y la integraban personas sacrificadas, respetuosas con las ideas ajenas y trabajadores incansables por el bienestar, la prosperidad y el entendimiento entre los españoles. Conocedoras de sus deberes, eran conscientes de que sólo el cumplimiento de los compromisos legitima la correlativa exigencia de los derechos.
Una generación, la de los hijos de la guerra, que celebró y colaboró intensamente en hacer realidad aquella triple petición de Manuel Azaña demandando paz, piedad y perdón y que, junto con sus padres, sobrevivientes de la confrontación, suscribió el pacto de convivencia, que enterraba la polarización de las dos Españas, plasmado en la Constitución de la Concordia en 1978. Y es por ello que hoy, casi cincuenta años después, a esa generación le duele el alma.
Le duele el alma cuando observa que hay demasiados insensatos empeñados en repetir errores que solo llevan al drama y a la tragedia. Le duele volver a ver rostros crispados y ojos preñados de odio en movilizaciones debidamente orquestadas y manipuladas. Y le duele también observar que no se respetan las normas de convivencia y vuelven a aparecer grupos radicales que esconden su rostro con máscaras y capuchas.
Duele que los encargados de mantener el orden social sean expeditos con algunos y tolerantes con los otros hasta el extremo de que, en estos casos, se prive de medios y de autoridad a los agentes del orden público, dejándolos indefensos frente a los más violentos. Y duele más que se vuelva a hablar de los unos y de los otros.
Le duele que el país esté en manos de políticos que no conocen, porque no lo han vivido, lo difícil que es mantener dignamente un puesto de trabajo, abrir un negocio o conseguir plaza por oposición en algún organismo público. Duele que la televisión pública sea un arma de descrédito y manipulación, suplantando profesiones para injuriar y calumniar al adversario. Y le duele el alma ver a un Gobierno, cercado por indicios razonables de corrupción, convirtiendo el Parlamento en una cámara que omite su obligación democrática de rendir cuentas de su gestión y la utiliza para hacer oposición a la oposición en una siembra de infundios sin fin.
Le duele el alma de que se hable de jueces progresistas y de jueces conservadores, porque solo hay jueces que aplican la ley allí donde ha sido infringida, en un sistema muy garantista donde todos son iguales ante la ley. Duele ver a un grupo de fiscales aplaudiendo sin decoro a un fiscal general del Estado que va camino del banquillo de los acusados y a otros fiscales convertidos en abogados defensores. Y duele el descrédito de unas instituciones, puestas al servicio exclusivo de la supervivencia de un gobierno, donde se destruyen pruebas, se obstruye la acción de la Justicia y se dan espectáculos bochornosos de amnesia en estrados judiciales.
Le duele el alma de que se aprovechen desgracias y errores para hacer política carroñera, dirigida más a la destrucción del adversario que a la resolución del problema y a la adopción de medidas que lo eviten en el futuro. Y duele ver cómo se repudian y rememoran crímenes de hace casi un siglo mientras se silencian otros repugnantes y recientes contra la democracia cuyos testaferros son hoy socios parlamentarios del Gobierno.
Le duele a esa generación ver cómo, desde que Zapatero rememoró en su investidura a solo uno de sus abuelos, los nietos de la guerra estén tirando por la borda el gran legado que ellos firmaron, junto a sus padres sobrevivientes, cumpliendo su inequívoca voluntad de darse un abrazo imperecedero para legarlo a sus descendientes. Y le duele que aquellos nietos, constructores de muros excluyentes, utilicen los mecanismos del Estado, desde la máxima responsabilidad gubernamental, para desacreditar a quienes no piensan como ellos, en una labor de marginación y frentismo que está provocando la radicalización de quienes se consideran víctimas de la misma. Y duele que después de siglos de discordia entre los españoles, se consiguió ponernos de acuerdo, perdonarnos y respetarnos en un abrazo de concordia que han roto Zapatero y Sánchez con sus muros excluyentes.
España está en uno de sus momentos críticos en los que, como dijo Churchill, debe juzgarse a los hombres, y hemos de elegir entre la democracia liberal o el populismo. Aquella generación alberga la esperanza de que, pese a toda la deriva del frentismo primario que tanto dolor le produce, la dignidad de los servidores públicos y la fortaleza de nuestros valores constitucionales coloquen en el rincón más putrefacto de nuestra historia a quienes han buscado sin límites la polarización social urgando en las miserias humanas, manipulando a la opinión pública y provocando una involución democrática sin precedentes.
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