Sevilla al día
El Gran Poder de la abuela
Cuando esta noche suene la campana de la una en San Lorenzo y cruja el cancel, «al fin nos hallaremos»
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Iniciar sesiónElla se me fue de madrugada, a la hora a la que el Señor se encara a la Piedad dejando tras de sí el escalofrío que desencadena su zancada larga cuando pasa, ‘in ictu oculi’, rompiendo el tiempo. Hay un vacío inmenso que rebosa del ... recuerdo, que cristalizó en la medallita de oro heredada con la fecha regalada por el noviazgo que iba siempre en su pecho y a la que se agarraba en su sillón en un gesto espontáneo, como si la cadenita con el relieve del Nazareno fuera el sostén de su cotidianidad. Ella vive en la cara del Gran Poder, a la que rezó cada noche de su vida junto a ese bodegón de estampas donde prendía a su gente con alfileres de boda. Junto a su cama siempre estuvo un cuadro con una foto de Beauchy de 1870 coloreada donde aparece el Señor con la túnica que desapareció y que inspiró la que estrenó en 2020 por su cuarto centenario, regalo de los devotos. Y que es su mayor legado, porque es el germen que me enseñó a querer al Señor a través de una humilde estampa colgada de una pared de ese cuarto que quedó vacío y que sigue oliendo a ella.
Cuando esta noche suene la campana de la una en San Lorenzo, y cruja el cancel metálico al abrirse de par en par las puertas, con el sonido de los flashes y la primera saeta ahogada desde el balcón, «al fin nos hallaremos», como el poema de Juan Ramón. Las temblorosas manos apretarán suaves la madera, la dicha conseguida del reencuentro. Y empezará un sendero solo ornando la indolente paz de nuestra pisada, que será la suya. Porque todo está en Él, que sale a caminar sobre las almas perdidas.
El Gran Poder habita en los suspiros ahogados. En las riñas cuando pasa. Va envuelto en un misticismo porque en Él también está el milagro de la transustanciación, la conversión en madera de Dios mismo. Porque así lo ve su pueblo cuando le pasa fugaz por su lado. Hay quien besa el moldurón y quien se quiebra en dos al verlo alejarse. Hubo una abuela, porque este Señor es al que le ha rezado toda Sevilla en cuatro siglos, que cogió a su nieta de la mano. La niña vivía sus últimos días, víctima de una enfermedad para la que no lograban cura. La anciana levantó la levedad del cuerpo de la chiquilla de la cama y la llevó como pudo hasta la esquina del Duque. La colocó en primera fila.
Cuentan quienes iban debajo, asomados a la malla del respiradero, cómo la pequeña llevaba pintada en el rostro la palidez que anuncia la muerte. Apenas se sostenía en pie. La abuela la agarró al detenerse el Gran Poder delante de ella. Le levantó la cara y le dijo: «Vamos a rezarle, porque éste es el único médico que puede curarte». Quienes lo escucharon se estremecieron, sonó el martillo y el paso crepitó como un trueno en su interior. Había caído encima todo el peso de la fe de nuestros mayores.
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